Alençon

Jun 21 • destacamos, Ficciones, principales • 2588 Views • No hay comentarios en Alençon

 

POR JULIÁN RÍOS

 

I

El sonsonete que resonaba zumbón en su cabeza interrumpía bruscamente su sueño a distintas horas de la noche y de la madrugada desde hacía más de una semana. Siempre el mismo son del insomnio, redoblando sin fin, que era el nombre de un lugar para él desconocido, Alençon, pese a llevar ya más de media vida en Francia. Nunca había puesto los pies en esa ciudad normanda, aunque casi treinta años antes estuvo internado en un campo del cercano pueblecito costero de Arromanches.

 

II

Se revolvía en la oscuridad como si aún estuviese en su cama de paja sobre el suelo y distinguiese tras la alambrada las siluetas de los guardianes armados. Tu color, así le decían. Aún recordaba el nombre, Louis Toucouleur, de aquel enorme senegalés al que le dio su reloj a cambio de un pan de munición.

 

III

Alençon ni siquiera le dejaba irse por los cerros o encierros de los malos recuerdos y se imponía con su solo son insistente: Alençon Alençon Alençon…, alargándose lenta, machaconamente. Estaba a punto de cumplir sesenta y cuatro años, que ya hacían mellas, pues iba perdiendo vista y memoria y se preguntó si estaría empezando a perder también la cabeza. Alençon, Alençon, Alençon…

 

IV

El doctor Blades, sempiterno optimista, le recetó unas gotas para dormir como un bandito. Así dijo, el buen doctor, que solía aderezar o mejorar su español con palabras italianas. Su paciente de España nunca se permitió corregirlo. Menudos y morenos ambos, con parecidas gafas de montura de pasta negra, tenían cierto aire de familia. Aunque el doctor era bastante más joven, solía recibirlo en ese dispensario de barrio, a las afueras de París, con toda confianza, como a un compatriota en el exilio, y en más de una ocasión le refirió anécdotas de sus ancestros sefarditas en Argelia.

 

Su paciente español vivía solo y nunca se refirió a su familia, si es que tenía. Era hombre de pocas palabras y le costaba o disgustaba hablar de su guerra civil, de su internamiento en Francia, de su deportación a Austria, del definitivo regreso a Francia al acabar la Segunda Guerra Mundial. Sólo cuando hablaba de su trabajo, de los libros que imprimía o incluso de los que leía (alguna vez se definió como un tipógrafo que lee) sus párrafos se alargaban, no ahorraba detalles.

 

V

Las gotas no le devolvieron el sueño ni disolvieron el insistente Alençon, que no le daba reposo ni pausa, y seguía resonando en su mente contra toda lógica y razonamiento. El doctor Blades no era psiquiatra pero quiso saber si ese nombre podía estar relacionado con algún episodio olvidado de su vida que pugnaba por salir a través de la duermevela.

 

VI

No le habló del campo de internamiento cerca de Arromanches, un lugar de La Mancha del que tampoco quería acordarse, y sólo consiguió recordar que tiempo atrás, al acabar su turno de noche en la imprenta, solía coincidir en un cafetín del antiguo mercado de Les Halles con una puta vivaracha que alardeaba de haber sido obrera en la fábrica de electrodomésticos Moulinex de Alençon. Mi cama es mi fábrica ahora, reivindicaba, y debía de ser cierto porque en la vecina rue Saint-Denis era conocida como Robot-Marie.

 

VII

Evocaba a aquella equívoca Marie, obrera del amor a destajo, pero cada vez con más frecuencia había nombres que se le quedaban en la punta de la lengua y no conseguía pronunciarlos. Para ejercitar la memoria copiaba frases del libro o del artículo que estaba leyendo, sus citas memorativas, en cuadernillos que él mismo fabricada con restos de impresos inservibles. Su truco contra la merma de la memoria. Después de memorizar su anotación, arrancaba la hoja del cuadernillo en que la había copiado a lápiz, la arrugaba hasta formar una bolita, faire una boulette, como él decía, y se la metía en un bolsillo.

 

De vez en cuando la sacaba y repetía en voz alta la frase, con más o menos acierto, antes de alisar completamente el papel. Más de una vez lanzó por equivocación alguna de sus boulettes a los gorriones que alimentaba en la plazoleta de tierra y charcos al pie del alto y feo edificio de cemento verde, negro y marrón en el que vivía con otros muchos inmigrantes. Los pájaros también acudían a las dos ventanas de su apartamento, en el último piso, a la hora precisa de la subida de las persianas. Casi siempre estaban bajadas porque a lo lejos las dos altas chimeneas con penachos de humo y el acantilado blanco de una cantera abandonada le producían un malestar indefinible.

 

VIII

Poco antes de dormirse, la noche en que Alençon lo despertó y desesperó por vez primera, había estado leyendo unas raras invenciones de un argentino muy cultivado por las que se paseaban como Perico por su casa Homero, Dante, Shakespeare y hasta el mismísimo autor del Quijote. Le impresionó especialmente la parábola de un leopardo enjaulado al que Dios le revela que vive y morirá en una prisión para que un poeta llamado Dante se fije en él y lo ponga en su poema. En el papel que se convertiría en bolita copió: Padeces cautiverio, pero habrás dado una palabra al poema. Y por su cuenta añadió o replicó: Dantesco o no, ningún verso vale lo que vale una vida.

 

IX

En sus papeletas o papelotas había copiado diversos datos sobre Alençon que encontró en alguna guía o enciclopedia y en un viejo folleto sobre la industria de la imprenta en esa ciudad. Según le confió al doctor Blades, empezó a recitarlos de noche —suerte de remedio homeopático— para apagar el sonsonete hueco de sus insomnios, el ruido que rodaba como una bola. Boule de son. Y entonces le habló al doctor —su única confidencia de infancia— de la canica que echaba a rodar una y otra vez en la artesa en que su madre amasaba el pan. En los bolsillos de su abrigo y de su chaqueta se encontrarían todos aquellos papelitos estrujados que se referían obsesivamente a la pequeña ciudad de la baja Normandía, de 27,000 habitantes, capital del departamento del Orne.

 

X

Alençon, Alençon, tuvo duques con su nombre y el castillo ducal del que quedan una torre coronada por una torreta y los dos imponentes torreones de su entrada convertidos actualmente en prisión. Tuvo una floreciente industria del encaje, con su reputado punto de Alençon. Tuvo, tuvo, cualquier tiempo pasado fue mejor. Fue ciudad de impresores, durante tres siglos, hasta finales del XIX, y en la imprenta local de Poulet Malassis —que suena en francés a pollo mal sentado y que su amigo el poeta Baudelaire apodaba “Coco Mal-Perché”— vio el 21 de junio de 1857 por primera vez la luz Les Fleurs du Mal, en una edición de 1,100 ejemplares sobre papel de Angulema. Dentro de un mes y diecisiete días, dejó anotado, probablemente el mismo día del viaje, hará 110 años.

 

XI

En la estación de Montparnasse se enteró contrariado de que no había tren directo a Alençon y tenía que hacer escala en Le Mans. En el alto tablero negro estaban anunciados los horarios que las cataratas de sus ojos, a pesar de las gruesas gafas, no le permitían ver con claridad y le acabó detallando amablemente un joven bien trajeado que aferraba un elegante maletín de cuero negro. También el joven del maletín viajaba a Le Mans en el primer tren, dentro de veinte minutos, y aún volvería a hacer de lazarillo para guiar al viejo de la boina hasta el vagón que llevaría a ambos a Alençon. Mayo empezaba con fuertes heladas y los campos seguían desfilando blanquecinos. Alençon en un llano rodeado de colinas.

 

XII

Las dos agujas negras del reloj triangular sobre el tejado de la pequeña estación de Alençon hacían una V, al marcar la una menos cinco, con más de media hora de retraso. El viejo levantó de nuevo la cabeza hacia el reloj abuhardillado de la estación y miró luego su reloj de pulsera. Desde la parada del autobús su elegante compañero de viaje lo vio alejarse a pie hacia el centro de la ciudad. El español de la boina negra y el abrigo gris, que aún parecía más bajo en ese abrigo o ropón demasiado largo y suelto. Tres horas más tarde lo volvería a ver, el mundo es un pañuelo de Alençon, en la muy céntrica Grande-Rue. Y no tuvo tiempo de avisarlo con el brazo alzado, como un saludo.

 

XIII

No es imposible que se paseara a orillas del Sarthe y del Briante, que confluyen en el centro de la ciudad, y que como tantos visitantes contemplara los encajes de hierro forjado de los balcones de las casas patricias o el sutil encaje de piedra del pórtico gótico flamígero de la iglesia de Notre-Dame. Un grupo que se apretaba a la entrada de una casita roja de la rue Saint-Blaise atrajo su atención y aquellos peregrinos casi lo pusieron en fuga cuando le informaron que era la casa natal de una santa muy santa carmelita. En la misma calle le sorprendió la tromba de aguanieve y se refugió en el primer café.

 

En La Renaissance no dejó de llamar la atención al entrar y darse media vuelta inmediatamente, cohibido quizás en ese decorado de altorrelieves de estuco, espejos, oropel y peluche, y tal vez por timidez fue incapaz de marcharse y al fin se sentó a una mesa cerca de la puerta. Pidió un café y un vaso de agua, por favor, del grifo —precisó. Casi sin levantar su cabeza emboinada, ajeno a la cháchara alrededor, garabateaba sus papeles, los estrujaba y los iba metiendo en los bolsillos. El camarero dedujo que estaba revisando viejas facturas.

 

Tal vez en La Renaissance escribió en francés, en uno de los papeles encontrados en sus bolsillos: El que ha pasado por Alençon nunca tiene nada que contar a sus amigos. Media hora después siguió prolongando su marcha en línea recta y en la larga Grande-Rue se detuvo ante el escaparate de la joyería Camus que, tras hileras de anillos de bodas, de oro y de plata, noces d’or, noces d’argent, para todas las edades, anunciaba: El diamante de Alençon. Tuvo, tuvo ¿las minas del rey Salomón? El dependiente de floridos mostachos, que parecía un coronel inglés, le explicó que el tal diamante era un cuarzo marrón.

 

No es diamante todo lo que reluce. Y muy en breve recogería esas informaciones en la misma joyería el bien trajeado joven del maletín negro, que era representante de un bisutero de París. Cuando se dirigía por la Grande-Rue hacia la joyería Camus, el representante del maletín negro y testigo ocular, Massicot Jean, de 32 años, reconoció a lo lejos a su compañero de viaje a Alençon, que miraba a los tejados o a los copos que volvían a revolotear.

 

Sin duda el viejo no lo había visto aún como tampoco, al intentar cambiar bruscamente de acera, el Citroën DS blanco como la nieve que volvería a cubrir a Alençon con su fina mortaja, que del cielo baja.

 

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XIV

 

Alejandro Peña García

de sesenta y cuatro años

aproximadamente

natural de Madrid

resultó atropellado y muerto

por un automóvil

cuando cruzaba

una céntrica calle

de Alençon (Francia)

 

José-Miguel Ullán, Ficciones (1968)

 

En memoria del poeta español José-Miguel Ullán (1944-2009).

 

*Fotografía: Joyce en los inicios del siglo XX./ ESPECIAL

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