Arquitecto, arqueólogo y albañil

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El cuidado de cinco hijos, al lado de Mercedes Benet, llevó al periodista a experimentar con la ingeniería hidráulica y a descubrir restos arqueológicos en el jardín de sus suegros

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POR HUBERTO BATIS

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En mi entrega anterior hablé de las ampliaciones que hice en el segundo piso de la casa que mis suegros, Ramón Benet Arnabat y Mercedes Marsá, tenían en Cuernavaca. Esta iniciativa fue para cuidar el bienestar de los abundantes hijos que tuve con Mercedes Benet: Huberto, Mercedes, Santiago, Monserrat (que se ha cambiado el nombre por Sofía) y Juan Batis Benet, además de mis dos hijas de mi primer matrimonio: Gabriela y Ana Irene Batis Muñoz. Muchas personas tienen casa en Cuernavaca, algunas son verdaderas mansiones, como la que tenía la familia de Antonio Ortiz Mena.

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A mí me dio por construir una casita de madera arriba de un árbol. Mis hijos se podían subir con una escalera, pero descubrí que estaba lleno de alacranes, que son un peligro. A uno de los albañiles que trabajaba en las obras de ampliación que hice en casa de mi suegro lo picó un alacrán güero. Yo estaba en la Ciudad de México. Me dijeron que estaba muy grave. Fui volando para allá y me lo encontré asfixiándose en la Cruz Roja de Cuernavaca, donde no tenían suero. Era una vergüenza. Al poco tiempo, a mi hija Mercedes la picó otro. Ya no la llevé a la Cruz Roja, sino a otro hospital, donde conseguí un médico a pesar de que era domingo, día en el que difícilmente encuentras a alguien. El suero contra ese veneno también es muy peligroso. Primero te tienen que poner una pequeña muestra para saber si eres alérgico. Estuvimos en el hospital toda la noche. La cubrieron con todas las mantas, gabardinas y toallas que tenían ahí para hacerla sudar. Al siguiente día salió sin problema, pero el albañil por poco se nos pela, y eso que era un hombre fuerte.

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Pero no todo dura para siempre. Llegó el día en que dos vecinos de mi suegro se quejaron de que los dos pisos que yo había construido les tapaban el sol. Muy entristecido vi cómo mi suegro ordenó que se derribaran. Entonces me dio por instalar una alberca. Recuerdo que en el Periférico, cerca del Pedregal de San Ángel, había un establecimiento en el que exhibían albercas de una sola pieza, hechas de fibra de vidrio. Compré una que me costó 20 mil pesos de aquellos de mediados de los años 70. Medía dos metros de largo con sesenta y cinco centímetros de profundidad.

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El transporte por la carretera no tuvo mayor problema. Éste se presentó cuando llegaron a entregarla a la casa. No cabía por la puerta del jardín. Los encargados del envío tuvieron que subir el camión a la banqueta y desde ahí volarla. Tuve que buscar un lugar del jardín para ponerla. El jardinero me dijo que tenía que contratar a más personas porque no sería fácil instalarla. Durante los trabajos encontramos una tumba prehispánica.

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Estaba llena de tepalcates, vasijas, puntas de flecha. Unos antropólogos amigos míos me explicaron que seguramente era la tumba de un guerrero, porque al inhumarlos rompían sus flechas en los intersticios de las piedras. No di aviso a ninguna autoridad porque eran capaces de suspenderme la obra y no irse nunca.

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Empecé a invitar a algunos amigos a que conocieran esa tumba. Algunos de ellos fueron Alberto Ruy Sánchez y Margarita de Orellana, que salieron todos enlodados porque junto a la tumba apareció un venero de agua. Finalmente pudimos colocar la alberca, no al nivel del suelo, sino a un desnivel como de medio metro. Una mañana, mis hijos nos despertaron alarmados. Nos dijeron que la alberca era un barco porque estaba flotando en el agua. Volvimos a llenar la alberca para que con su propio peso se asentara. Después me explicaron que no era un venero, sino que al estar esa ciudad asentada en barrancos, se creaban corrientes subterráneas que iban a dar a los jardines, como sucedía en el nuestro. Puedo decir que además de hacer periodismo, también hice arqueología y arquitectura. Para esta última sólo necesitaba ponerme de acuerdo con el maestro de obras.

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Muy cerca de ahí vivía mi amiga Teresa Bisbal Siller, compañera de la universidad. Sus padres tenían su casa al fondo de una privada que se llamaba Cantarranas. Así fue como conocí Cuernavaca, yendo a visitar a Tere Bisbal, junto con un amigo de Guadalajara, Arturo Palomar. Tenían un frontón en su casa, que estaba a un lado de los apiarios de sus vecinos alemanes de la miel Carlota.

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Uno nunca planea ciertos eventos. En una ocasión invité a mis alumnos de la Universidad Iberoamericana a mi casa. Teníamos un taller sabatino en el que revisábamos nuestros textos. Un día se apareció Mercedes Benet con abundantes viandas y se quedó conmigo diez años para tener cinco hijos.

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Finalmente terminaron yéndose todos a los rumbos de San Diego y Los Ángeles. Una de ellas, Mercedes, se fue a estudiar a Victoria, Canadá, muy cerca de Vancouver. Ahí se casó con Justin Palmer. Acaba de tener un hijo que se llama Maximiliano. Huberto da clases en la Universidad de Boulder, Colorado; Santiago y su esposa viven en San Diego; Montserrat, por ahora está en Cabo, California, y se dedica al diseño de joyas, incluso tiene boutiques. De Juan no sabemos dónde radica. Anda como chapulín: en Australia, en África, en Europa, en Estados Unidos… va a donde lo lleve el viento.

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FOTO:  “Un día se apareció Mercedes Benet con abundantes viandas y se quedó conmigo diez años para tener cinco hijos”. En la imagen, Montserrat y Santiago Batis Benet a inicios de los años 80.

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