Art Basel Miami: los caminos de la feria

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No obstante el carácter elitista de las grandes ligas del mercado del arte, la más reciente edición de Art Basel Miami, celebrada en diciembre, muestra que un evento de esta naturaleza bien puede ser un motor económico y cultural para una ciudad, en este caso Miami, antes sólo conocida por su vida nocturna, sus series de televisión y sus franquicias deportivas. ¿Puede el fenómeno Art Basel replicarse en alguna ciudad de Latinoamérica?

 

POR GERARDO LAMMERS

En Ernst Beyeler. La pasión por el arte. Conversaciones con Christophe Mory (Fundación Helga de Alvear/This Side Up, 2015), el legendario galerista suizo Ernst Beyeler, uno de los fundadores de Art Basel, dice que comprar arte es algo que se escapa a la razón.  

 

En mi caso, que es el de un reportero que deambula por los pasillos del Miami Beach Convention Center, donde tiene lugar la Feria, en el corazón art decó de esta ciudad tropical de Estados Unidos, comprar arte está, digamos, out of the question. Y, sin embargo, atendiendo a las palabras de Beyeler, esta es una feria que te rompe la cabeza, que desborda los límites de la imaginación, por ejemplo en el sentido logístico y financiero. ¿Se puede saber la suma por el valor total de las obras aquí reunidas?, ¿cuánto cuesta asegurarlas?, ¿quién es el o la artista que ideó el sistema de vigilancia y seguridad de una feria como ésta, en donde no es posible advertir una sola cámara de video?   Una nota publicada esta mañana por el Miami Herald me ha traído hasta el stand de la Fundación Beyeler. En este local, pintado de dorado, no hay obras a la venta. Sólo un sacerdote de sotana escarlata, allá al fondo, sentado en una austera banca de madera, hablándole a una chica rubia. Me formo en la fila para hablar con él. Delante de mí hay una pareja madura, anglosajona, que guarda silencio.  

 

Mientras espero mi turno, apunto la frase que recorre, a manera de cenefa, las tres paredes de este confesionario sui generis. Pertenecen al canto tercero del Infierno de La Divina Comedia: “Por mí se va a la ciudad doliente, por mí se va al eterno dolor, por mí se va entre la perdida gente…”

Autoreconstrucción: To Insist, to Insist, to Insist, de Abraham Cruzvillegas y Bárbara Foulkes, inauguró el Gran Salón del Centro de Convenciones. / Cortesía Art Basel Miami Beach

 

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El champán corre a mares (lo mismo que la fiesta) en Art Basel. Y lo mejor es cuando corre por cuenta de la casa, como en la presentación de Autorreconstrucción: To Insist, to Insist, to Insist, de Abraham Cruzvillegas y Bárbara Foulkes, con el que se inaugura el Gran Salón, en la segunda planta del Miami Beach Convention Center, la tarde del martes 4 de diciembre.  

 

En este performance presentado por The Kitchen —el mítico espacio neoyorquino donde los Talking Heads dieron su primera tocada— y por el curador Philipp Kaiser, tres bailarinas giran en torno a tres bolas de objetos colgados del techo, a las cuales están ellas amarradas, mientras un trío de violinistas improvisan. Luego de varias vueltas y peripecias, los objetos de uso doméstico —como la base de una cama, un biombo o una silla— que conforman cada una de las bolas terminan regados en el suelo.  

 

El público aplaude y entonces se reúnen al centro del escenario bailarinas y músicos para agradecer la ovación. Ahí llega también Cruzvillegas, sonriente, vestido con una camisa a cuadros de manga corta. Después de los abrazos y las fotos, me acerco hacia él.  

 

“Yo no participé en nada”, le dice Cruzvillegas a un periodista brasileño. “Todo lo hizo un equipo de personas. Pero tampoco en Nueva York —donde presentó otra versión de este proyecto en The Kitchen— busqué los materiales. Alguien más lo hizo y usamos lo que nos dieron”.  

 

La obra trata sobre la identidad y —como Tim Griffin, director de The Kitchen, y Kaiser me lo harían saber después— la fragilidad de nuestra propia existencia.  

 

“Uno también se transforma, se autodestruye”, continúa Cruzvillegas. “Destruye parte de su propia educación, de sus valores, parte de lo que se supone uno es, para poder ser uno mismo. Hay una simultaneidad de destrucción, construcción y reconstruccón, vaya, todo al mismo tiempo, hasta que nos morimos. Y aún así la materia sigue trabajando”.  

 

La noche es fresca. Un coctel de recepción en el patio del Institute of Contemporary Art (ICA) me espera en el Miami Design District.    

 

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Un día antes de que la Feria abra sus puertas al público en general, clientes VIP como Leonardo Di Caprio o Emilio Azcárraga ya recorren estos largos pasillos. Muchas de las operaciones comerciales importantes de Art Basel Miami Beach se realizan precisamente durante esta jornada.  

 

Y porque estamos en Estados Unidos y porque se trata de una feria, los precios, si no están a la vista, sí están a la disposición de todas las personas, en teoría clientes potenciales. Lo que en Latinoamérica es ocultamiento, aquí es caja registradora. Dinero contante, sonante. Y visible.  

 

“¿Puedo saber cuánto cuesta esta obra?”   Me encuentro en el stand de la galería neoyorquina Gavin Brown’s Enterprise, frente a la inflamable obra American Quilts. I Pledge Allegiance [Edredones americanos. Prometo lealtad], una bandera estadounidense hecha de cerillos.  

 

Cuando saco mi libreta de notas, la empleada de la galería me niega la información. Dice que lo siente.  

 

Me retiro de este stand sabiendo que tengo 267 oportunidades más —268 galerías de 35 países participan en esta edición— para formarme una idea, cuando menos aproximada, de cómo andan las cosas en las altas esferas del mercado global del arte. Corren rumores de que 2018 ha sido un año de crisis, de contracción. ¿Pudiera ser que, como en la obra de Cruzvillegas, el mercado del arte se esté cayendo a partes?

Escultura de Thomas Schütte en la galería neoyorquina Peter Freeman. / Cortesía Art Basel Miami Beach

 

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Pregunto por un par de zapatos —una cara se asoma de uno de ellos—, obra de Luigi Ontani, en la galería romana Lorcan O’Neill, que también exhibe unos dibujos de Francesco Clemente. Su precio, 25 mil dólares. Unos pasos más adelante, en la parisina-londinense Kamel Mennour venden un espejo de Anish Kapoor en 750 mil libras esterlinas. Y en Chantal Crousel, El odioso olor a la verdad, una pintura sobre lino de Rirkrit Tiravanija que presenta las hojas de una diario, se cotiza en 110 mil dólares.  

 

En Art Basel es común encontrar obras de ciertos clásicos modernos como Matisse, Giacometti, Calder, Ernst, Chagall, Dubuffet, Kandinsky, Magritte, Morandi, Bacon, O’Keeffe, aunque de otros, como del prolífico Klee, no vi ninguna. Se trata de obras de segunda mano, como las llama Andrés Arredondo, de Arredondo/Arozarena —una de las ocho galerías mexicanas que están presentes en la decimoséptima edición de Art Basel Miami Beach—, que bien pueden ter- minar en colecciones privadas o, en el mejor de los casos, enriqueciendo el acervo de algún museo.  

 

Me detengo frente a Tête de femme (1964) [Cabeza de mujer], de Picasso, un óleo sobre tela de formato pequeño que cuesta 2.5 millones de dólares en la neoyorquina Hammer. “¿Quién ve la cara humana correctamente?, ¿el fotógrafo, el espejo el pintor?”, dice la cita puesta en el muro.  

 

Abundan también, me pregunto si a partes iguales, obras de célebres contemporáneos como Koons, Kusama, Hockney, Orozco, Turrell, Weiwei. También de artistas que, en la mitad de su carrera, ya son considerados blue chip —inversiones seguras— como el tapatío Jose Dávila y sus esculturas, algunas de ellas hechas con rocas, tensores y materiales de construcción.

 

Abundan también, me pregunto si a partes iguales, obras de célebres artistas contemporáneos como Koons, Kusama, Hockney, Orozco, Turrell, Weiwei. También de artistas que, en la mitad de su carrera, ya son considerados blue chip —inversiones seguras— como el tapatío Jose Dávila y sus esculturas, algunas de ellas hechas con rocas, tensores y materiales de construcción.

 

En White Cube (Londres, Hong Kong), The Ascended, obra de Hirst, una técnica mixta con especímenes entomológicos —un ejército de mariposas azul cobalto montadas sobre un cristal— podría ser mía por sólo 1 millón y medio de dólares.

 

Pero si hay un artista que no podría faltar en cualquiera de las ediciones de Art Basel, ése quizá sea Andy Warhol.

 

En Gagosian, galería con sucursales en Hong Kong, París, Atenas, Roma, Génova, Londres, Beverly Hills, Nueva York y San Francisco, no pude evitar acercarme con una de sus ejecutivas para preguntar el precio de Dollar Sign (1981) [Signo de dólar], una de las emblemáticas serigrafías del tímido artista neoyorquino que le rindió especial adoración al dinero. La empleada, luego de mirarme con escepticismo, me lo dio: 8 millones de dólares.

 

Al día siguiente, el reporte oficial de Art Basel Miami Beach indicaría que tan sólo en la galería suiza Hauser & Wirth se registraron ventas por casi 23 millones de dólares. Obras de Philip Guston, Louise Bourgeois, Larry Bell y Paul McCarthy fueron adquiridas.

 

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Alrededor de Art Basel Miami Beach giran veinte ferias satélites, de manera que los compradores de arte que visitan esta ciudad de la Florida tienen otras opciones para invertir su dinero. Tan sólo a unos pasos del Miami Beach Convention Center, sobre la playa y con vista al azul del mar, está, por ejemplo, Untitled. Otras ferias importantes son Pulse, Prizm, Art Miami, Context, Spectrum, NADA y Aqua.  

 

Is Art Basel Good for Miami?”, se pregunta el semanario New Times en su edición de esta semana. “La ames o la odies, una cosa es cierta: la feria ha transformado la ciudad”.  

 

Y es cierto. A poco menos de veinte años de su primera edición en tierras americanas, el impulso generado por Art Basel, feria —fundada en 1970 en Basilea— que cuenta con el respaldo del banco suizo UBS, se ha convertido en un motor económico y cultural de una ciudad, antes célebre sólo por su vida nocturna, sus series y programas de televisión y sus franquicias deportivas.  

 

En la conferencia de prensa inaugural, el octagenario coleccionista multimillonario Norman Braman, pieza clave para que Art Basel se estableciera en Miami, recuerda que antes de la feria la ciudad tenía sólo diez galerías y ahora tiene cien. Se han levantado, además, cuatro nuevos museos, siendo el ICA uno de éstos.  

 

¿Puede replicarse el fenómeno de Art Basel en alguna ciudad de Latinoamérica?, le pregunto a Noah Horowitz, director para las Américas, una tarde en el Jardín Botánico. Viene impecablemente vestido con traje gris y tenis.  

 

“No puedo comentar específicamente, pero no veo por qué no pueda serlo. Hay un número de ciudades en Latinoamérica fuertes y dinámicas”, responde.

Obras de Andrea Bowers y Hayv Kahraman, en el espacio de la galería Susanne Vielmetter de Los Ángeles, otra de las galerías participantes. / Cortesía Art Basel Miami Beach

 

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Pero no todo es compraventa en Art Basel Miami Beach, como me lo hace saber Johanna Keimeyer, una joven alemana, con quien platico una mañana, antes de pasar a la feria.  

 

Después de obsequiarme su tarjeta (“experiential artist”), ella saca su teléfono y se toma un par de selfies conmigo para enseguida preguntarme por mi cuenta de Instagram.  

 

“Me gusta venir a Art Basel Miami para ver los trabajos más novedosos y tener oportunidad de de conocer a otros artistas”, me escribe, vía corre electrónico, días después. Fue el caso de Christo y Tomás Saraceno, quienes ofrecieron charlas sobre su trabajo. También estuvieron, entre otros, Allora y Calzadilla.  

 

“Pienso que esta feria es muy especial porque viene gente de todo el mundo, con los mismos intereses y valores. Me encanta experimentar el arte de una forma participativa, cuando formo parte de la pieza. Este es el tipo de trabajos que yo hago en mis instalaciones y en el que estoy más interesada”, dice Keimeyer.  

 

En la sección Positions —dedicada a galerías que presentan el proyecto de un artista en especial— me detengo en la mexicana Parque Galería a conversar con el ecuatoriano Óscar Santillan, que presenta una serie de piezas, algunas de ellas hechas con una extraña técnica de cerámica capaz de reproducir el polvo de Venus. Forman parte de su proyecto Dawn and Dusk Seen at Once [Amanecer y atardecer vistos a la vez], basado en su propia investigación sobre la historia de la ciencia en Latinoamérica, y cuyo origen se remonta a un viaje que astrónomos mexicanos hicieron a fines del siglo XIX a Japón para observar el tránsito de Venus.  

 

“Esta comprensión del vasto espacio que habitamos, casi infinito, está muy ligada a este viaje de astrónomos mexicanos”, dice.  

 

Unos pasos más adelante me meto al stand de la galería holandesa Upstream, convertida en una pequeña sala de cine. Ahí se exhibe el largometraje de animación La casa lobo (2018), de los chilenos Joaquín Cocina y Cristóbal León. Aunque las imágenes, elaboradas bajo la técnica de stop motion, son encantadoras —veo la parte de unos cerdos transformándose en personas—, el caso en la que está inspirado es escalofriante: Colonia Dignidad, la infame secta del pedófilo Paul Schäfer que funcionó como un centro de torturas durante el gobierno de Pinochet.  

 

Me tomo un café con Cristóbal León, un tipo de 39 años con un toque punketo. Trae una playera con un retrato de un Jesucristo con su corona de espinas.

 

“Joaquín y yo crecimos en dictadura y este era un tema que estaba bastante presente en nuestra infancia”, dice.  

 

La casa lobo es una película lograda gracias a una serie de talleres-exposiciones en distintas ciudades. En la Ciudad de México hicieron una residencia en la Casa Maauad de la colonia San Rafael. Los sets y los personajes para la animación, a diferencia de lo que normalmente ocurre, fueron trabajados a escala real.  

 

Más que una denuncia, La casa lobo es un cuento de hadas, un juego de rol.  

 

“Es como si la película estuviera hecha por la colonia. En algún momento escuchamos sobre un gran archivo fílmico existente en la colonia, que los colonos —principalmente alemanes— hacían para proyectar una imagen falsa hacia el mundo exterior, y pensamos: ¿qué pasaría si en ese archivo fílmico en vez de encontrar sólo documentales encontraran una película de animación tipo Walt Disney, la película Walt Disney que Paul Schäfer hubiera hecho?”, cuenta el pintor y artista chileno.  

 

La primera edición de La casa lobo fue vendida en 30 mil dólares, de los cuales les correspondieron 15 mil a Cocina y León.

Fotograma de La casa lobo, de Joaquín Cocina y Cristóbal León. / Cortesía de Cristóbal León

 

***

 

“¿Puedo saber su nombre, padre?”  

 

Le pregunto al sacerdote escarlata que tengo frente a mí. Ha llegado mi turno. Viéndolo de cerca parece más joven. Su rostro es moreno y enjuto.  

 

“Sí, mi nombre es Florian Tröbinger, y soy un artista del performance y bailarín”.  

 

“¿Vives aquí en Miami?”  

 

“No, vivo en Viena”.  

 

Le digo que me gustaría hacerle una pregunta. Me responde que su misión consiste también en hacer preguntas. Abre entonces un pequeño cuaderno y me dice:  

 

“¿Estás interesado en la preservación de la especie humana, a sabiendas de que toda la gente que conoces llegará un momento en que ya no esté viva?”  

 

Le doy mi respuesta.  

 

“Ahora mi pregunta”, le digo. “¿Qué es el arte para ti?”  

 

“Pienso”, dice luego de meditarlo un poco, “que la cosa más importante es tener una plataforma para entrar en contacto con la gente. Soy un artista del performance, así que necesito gente para mi arte. Necesito testigos. Necesito espectadores. De hecho, prefiero llamarlos así: testigos. Porque están siempre conmigo y yo, interactuando con ellos. Y aunque seas el espectador y tengas cierto rol, haré algo de lo que formarás parte. Esta es la cosa más importante para mí. Y también la posibilidad de detonar pensamientos, reflexiones que puede que no ocurran en su vida cotidiana. Quizá esto de apartarte de tu vida cotidiana y experimentar algo, y que esta experiencia vuelva a tu vida diaria, pueda cambiar algo. Y para mí (el arte) es también entretenimiento. Dárselo a la gente, tanto si ellos lo quieren como si no. Sería mucho más interesante si no lo quieren”.  

 

“¿Y qué me dice del mercado del arte?”, le pregunto.  

 

“Me es indiferente”.  

 

“La gente suele confundir arte con mercado del arte”, le digo.  

 

“Por supuesto. Porque”, ríe, “sentado en esta situación, ahora”, suelta un carcajada, “It’s a burning thing, you know”.  

 

“¿Una cosa quemante?”  

 

“Sí. El mercado del arte es muy dominante, tengo ese feeling. Para mí es importante retirarme, estar en este rincón, donde pueda crear una intimidad con la gente, en una situación uno a uno. Y quizá no pueda responder a la pregunta que te hice, pero te la puedes llevar a su casa. No es algo por lo que tengas que pagar ni es algo a lo que yo le pueda poner un valor, o que pueda decir que tiene un precio”.  

 

Le pregunto que si se la está pasando bien en la Feria.  

 

“Maravilloso”, responde. Aunque confiesa que al principio tuvo sus dudas: “Un día antes de la inauguración pensé: ‘oh, Dios mío, puede que esto resulte un completo fracaso. La gente va a pensar: ‘¿quién es este tipo haciéndome preguntas íntimas o estúpidas?’”

El proyecto de Tiravanija en el espacio de la Fundación Beyeler. / Gerardo Lammers

 

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Cientos de personas abarrotan la noche del jueves 6 de diciembre el Perez Art Museum Miami, donde tiene lugar una gran fiesta.  

 

En la explanada una multitud disfruta de bandas en vivo, mientras que en el interior, veneros de personas de todos los colores y sabores suben y bajan por las escalera y los elevadores hacia las distintas salas. Desde la terraza de este cúbico edificio diseñado por Herzog & De Meuron, la Very Important People come, bebe y contempla una panorámica de la Bahía Vizcaína.  

 

Un nivel más abajo, me formo para ingresar a la sala de doble altura donde se presenta American Echo Chamber [Cámara americana de ecos], instalación del peruano José Carlos Martinat.  

 

En la sala, a oscuras, van encendiéndose diferentes neones. Como un muro de tabiques con una explosión, tipo cómic, en la cima. O una familia, apurada, corriendo. O un ojo que llora.  

 

Así la feria de esta ciudad doliente.  

 

FOTO: Vista de uno de los pasillos de Art Basel Miami Beach 2018. En primer plano, una obra de Jeff Koons en el stand de la galería Edward Tyler Nahem. / Cortesía Art Basel Miami Beach

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