Barcelona. Libro de los pasajes

Ago 5 • Ficciones • 2679 Views • No hay comentarios en Barcelona. Libro de los pasajes

 

La ciudad de Barcelona leída como un palimpsesto en el que coinciden miles de historias, tránsitos fortuitos, reflexiones de intelectuales como las de Wlater Benjamin y trajines industriales, ha creado a lo largo de varios siglos una serie de espacios mágicos y rituales, laboratorios de la cultura y de la técnica. En esta novela sin ficción, Jorge Carrión lleva de la mano a sus lectores a una travesía por los corredores rurales, los pasadizos proletarios que dan forma al pasado de una ciudad, pero también a sus personajes para ofrecer una exploración de Barcelona que no se había hecho hasta entonces. Aquí coinciden las lavanderas del Horta, los fotógrafos como los Napoleon, los editores Tasso, anarquistas y republicanos, libreros y comerciantes y escritores como Eduardo Mendoza. A continuación, presentamos un fragmento de este libro.

 

POR JORGE CARRIÓN

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«Los pasajes son casas o corredores que no tienen ningún lado exterior», leemos en el Proyecto de los Pasajes de Walter Benjamin: «igual que los sueños».

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I

He caminado durante madrugadas, mañanas y tardes, todo tipo de vigilias; he recorrido calles y callejones, jardines y plazas, avenidas y torrentes, los casi cuatrocientos pasajes de Barcelona, su asfalto, sus adoquines, sus baldosas, su película de polvo; he transitado con la mirada y con las manos los anaqueles de historia y cultura locales de las bibliotecas y de las librerías de esta ciudad de librerías y bibliotecas; he visto con ojos de topógrafo aficionado homenajes y cicatrices y alcantarillas y placas y ventanas ciegas y tantas banderas y estatuas cagadas por palomas y obras de trenes de alta velocidad y vagabundos de la chatarra y árboles talados, cada círculo un año, cada anilla cuatro estaciones, algún incendio, cenizas de aquella plaga; he visitado las hemerotecas y los archivos y los museos y las tertulias, al caer la tarde, en las terrazas de los cafés, a las puertas de las casas; he contemplado euforias y llagas, ropa tendida al sol, esa lluvia que a veces irrumpe y nos difumina o nos pixela, ciudadanos y turistas, quién sabe si el turismo como nueva ciudadanía, la persistencia de los barrios y de los pueblos que fueron esos barrios, desagües y túneles de metro y estratos geológicos que conviven en una misma superficie a la espera de la lectura que casi siempre llega; he pasado horas en buscadores virtuales tecleando compulsivamente nombres y palabras clave, de un vínculo a otro, de una pista a la siguiente, huellas y más huellas de tantos pasajes y tantísimos pasajeros; he viajado por senderos, rampas, cuestas, escaleras, puentes, escaleras mecánicas, galerías comerciales, plazas, bosques, los pies sobre el alquitrán, el adoquín o la tierra del camino desnudo que atraviesa los parques, que se hunden en las orillas; he viajado sin salir de la ciudad donde vivo, sí, he viajado hasta los confines de esta metrópolis llamada Barcelona y he vuelto con dos noticias.

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Una buena y la otra mala.

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¿Cuál quieres que te cuente primero?

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«El tormento y los sufrimiento tan terribles de las almorranas pueden aliviarse y curarse pronto usando el Ungüento Cadmun. Haga por conseguir una caja en seguida. Precio: 2 ptas.», leemos en La Vanguardia del 25 de junio de 1925: «Frente a su domicilio, pasaje de Olivia, 8, bajos, a Juan Garcia Garcia, de 20 años, le estalló un petardo que tenía en la mano izquierda causándole una herida por desgarro en la misma, de pronóstico reservado, fue curado en el dispensario de San Martín».

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Donde la ciudad pierde su hambre, donde deja de devorar, masticar, digerir con asfalto, donde se deshace en arboleda y casa autoconstruida con visitas a Ciudad Meridian y a la autopista del Vallés, en un rincón limítrofe y perdido que nadie visita, allí se oculta el pasaje de Carreras.

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En uno de sus rincones encontré finalmente el plano de Barcelona más perfecto que existe. La topografía de sus años y de sus heridas. El diseño circular de sus triunfos y de sus derrotas. El mapa de sus sueños opiáceos y de sus pesadillas de prozac. Aquel tronco de un pino exterminado por un leñador resume la ciudad, la sugiere, la cuenta.

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Durante muchos pasos el pasaje de Carreras parece un camino, flanqueado por casas unifamiliares y alguna que otra finca abandonada, hasta que de pronto se vuelve un parque con bancos y escalones, que atraviesa un pozo negado y sube hacia la calle que serpentea entre piscinas agrietadas y bidones y garajes cutres y pinos y polvo ocre, vaporoso. Entre el camino y el parque hay tres arcos de obra vista, los restos del antiguo acueducto del Vallés, recorridos por el conducto que algún empleado municipal tapó con tejas curvas y que ha sido colonizado por hierbajos. Se construyó en 1824 y formó parte durante un siglo y medio de la trama visible e invisible que nutría de aguas potables a Barcelona, hasta que en 1987 la ciudad comenzó a beberse al río Ter y estas estructuras fueron de repente ruinas.

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Unas ruinas diagonales. Porque las aguas atravesaban la ciudad y sus campos, terráqueas o subterráneas, acueductos y acequias y tuberías, siguiendo trazados que desde aquí, el último pasaje barcelonés, conducen en diagonal hacia las viejas murallas y la Barcelona antigua. Era el único pasaje que no había pisado. Ya está en mi tonta colección.

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Cojo el metro en Torre Baró, línea verde. Y dieciocho paradas y 57 minutos más tarde me bajo en Drassanes. La misma metrópolis. Dos mundos distintos.

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Cuando el filósofo y periodista freelance alemán Walter Benjamin paseaba en los años 20 y 30 del siglo XX por las Ramblas todavía se podía constatar en el centro histórico esa oscilación tan barcelonesa entre la humedad y la sequía, entre los desagües a cielo abierto y la piedra dura, entre los lavaderos y las cloacas. Ahí mismo, en el pasaje de la paz, a pocos metros de la calle más famosa de la ciudad, se reunían aún en aquella época las vecinas para frotar la ropa sucia, porque brotaba el agua a borbotones de unos pozos que eran aún memoria de los huertos desaparecidos, de las lagunas desaparecidas, de la gran riera o rambla que se inundaba cada vez que llovía torrencialmente en las montañas.

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Sabemos que Walter Benjamin estuvo tres veces en Barcelona, dos de ellas para embarcar hacia Ibiza, pero lo que hizo exactamente en esas estancias permanece en la niebla de los inexacto. Nos cuentan sus biógrafos que conoció los cabarets del Barrio Chino y que por aquí se encontró con un lector alemán de la Universidad de Barcelona, llamado P. L. Landsberg. En sus cartas a Gershom Scholem se queja de que en Barcelona no se pueden consultar manuscritos cabalísticos, tan cerca como está de Girona, que fue capital mundial de la cábala durante buena parte de la Edad Media. El 21 de septiembre de 1925 le escribe desde Nápoles que Barcelona es «una ciudad portuaria que felizmente imita un poco el Boulevard parisino a pequeña escala». Conocemos todos los detalles de aquellos días posteriores y nefastos de septiembre de 1940, cuando su deseo de regresar a Barcelona, camino del exilio, fue quebrado por la desaparición y el suicidio, entre la Francia ocupada por los nazis y la España franquista; pero no sabemos casi nada de aquellos otros días de 1925 y 1933, cuando deambuló por estas calles que, pese a los supermercados paquistaníes y los bares con happy hour, poco han cambiado desde entonces.

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Los rastros más significativos de esta ciudad en sus obra se encuentran en unos de los textos de Historias y relatos, fruto de los once días de travesía desde Hamburgo en el barco Catania, durante los cuales habló largamente con la tripulación y sobre todo con el capitán, a quien convirtió en el protagonista de un cuento titulado «El pañuelo». Éste termina en el momento en que el narrador baja del barco, antes de adentrarse en Barcelona y de poder contárnosla. Scherlinger, en cambio, el protagonista de «El relato de embriaguez en Marsella», sí nos cuenta que tras su desembarco es conducido por el azar al «famoso Passage de Lorette, la cámara mortuoria de la villa»: Eso es lo más cerca que estuvo de hablar de los pasajes barceloneses. ¿Llegaría a pisar alguno? ¿El Bacardí, tal vez, camino de la plaza Real, sin duda, el más parecido a un acuario humano? ¿Se alojaría en alguno de los hostales del pasaje Dormitorio de Sant Francesc, adonde iban a parar tantos viajeros de paso? Nunca lo sabremos. Al parecer la ciudad le impresionó menos de cerca que de lejos, como un puerto que enlaza con Cádiz o con Marsella o con Nápoles, contrapuesto a las ciudades de interior (Berlín, Moscú, París) que sí conoció a fondo.

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No quiso el azar que reparara en los pasajes barceloneses, porque si los hubiera visto probablemente habría dejado constancia de ello, ya que entre 1927 y 1940 trabajó en sus desmesurado Proyecto de los Pasajes, que no pudo concluir y que inaugura esa mirada que yo llamo el pasajismo o pasajerismo moderno. De él sólo tenemos los resúmenes (los planes) y los cientos de citas (los restos del naufragio) que recopiló en largas sesiones de trabajo en la biblioteca. Pretendía realizar con ese material un gran collage poético que diera cuenta de París como capital del siglo XIX. Los pasajes, esas galerías cubiertas, esa sucesión de escaparates que se deslizaban por las entrañas de la ciudad, aunque dieran título al plan, eran sólo uno de los temas de estudio, junto con el ferrocarril, el paseo, el museo, las catacumbas, la Bolsa, la conspiración, la Comuna, Baudelaire o el capitalismo. El mejor lector del fenómeno surrealista, que en aquellos mismos años experimentó con las drogas y transcribió sus sueños, dejó escrito: «Método de este trabajo: montaje literario. No tengo nada que decir, Sólo que mostrar». Sin embargo, citamos sobre todo lo que escribió (como ese mismo apunte) y somos pocos los que hemos leído entero su Proyecto de los Pasajes, que es menos un libro que una nube de voces, que es menos un libro que el sueño de un libro que no fue, pero que insiste en su inexistencia.

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«Whitechapel tenía que ser leído como un rollo de pergamino», leemos en Ligths out for the Territory de Iain Sinclair: «Como un álbum de familiares desconocidos».

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Dejo a mano izquierda el puerto y, de camino hacia Montjuic, atravieso los jardines Walter Benjamin, que en 1980 fueron inaugurados con otro nombre (Puerta de Montjuic), cerca de la avenida Paralelo. La tres visitas del escritor germano se produjeron en los años decisivos de la historia de Barcelona, en las inmediaciones de la Exposición Internacional de 1929. Tras la Exposición Universal de 1888 la operación urbanística y cultural que transformó el parque de la Ciudadela y sus alrededores, el evento del 29 hizo lo propio con esta montaña, que empezó entonces a dejar de ser chabolista y rural para mostrar con orgullo fuentes, jardines, parque de atracciones y parque temático, pabellones y un gran palacio con vocación de museo nacional. En el cambio del siglo XIX al XX la burguesía barcelonesa decidió el futuro de la metrópolis. Mientras el Eixample iba cuadriculando el interior de la ciudad, cosiendo sus diversos núcleos históricos, las exposiciones señalaban los dos ejes de modernización: el litoral, que un siglo más tarde sería retomado por los Juegos Olímpicos y por el Forum de las Culturas; y el de Montjuic, que también sería actualizado por las olimpiadas. La marca Barcelona se configuraba como un modelo de desarrollo urbano y como un polo de atracción turística. A la espera de que Gaudí y el modernismo se convirtieran en un imán global, mientras Benjamin daba vueltas por el Barrio Chino o se tomaba un chocolate en la calle Petritxol, relucía la fachada neogótica de una Catedral realmente gótica que durante siglos no tuvo fachada y se embellecían sus alrededores con capiteles y claustros y gárgolas y columnas e incluso edificios enteros provenientes de otras calles y barrios, para que el Barrio Gótico, tras siglos de hacinamiento y construcciones improvisadas y epidemias, al tiempo que se aseaba, volviera a parecer auténtico medieval. Así, la calle del Bisbe, con sus gárgolas de serpientes y centauros y con su majestuoso puente o arco o balcón pasadizo, es un invento de 1929, en plena dictadura de Primo de Rivera. Me pregunto si Benjamin, experto en los trampantojos del barroco, se dio cuenta de semejante falsificación.

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En el nuevo relato fueron ignorados tanto los antiguos pasajes vestigios rurales o fabriles, caminos convertidos en callejones sin importancia como los nuevos fastuosas galerías o pasadizos ajardinados que se abrieron durante la segunda mitad del siglo XIX, porque la nueva Barcelona se reducía a dos ideas: el laberinto romántico del Barrio Gótico, corazón, nacional, pasado idealizado; y la expansión modernista del Eixample, cerebro económico y turístico, futuro ideal. Desde los diversos miradores que me voy encontrando mientras subo por esa cara de la montaña Montjuic, como el de Miramar, ese relato se hace transparente: tras el puerto y la playa, pese a esas chimeneas que aquí y allá supuestamente nos recuerdan a nuestro pasado industrial, pero que en realidad no son monumentos a los obreros ni a los sindicalistas sino a los apellidos de sus propietarios, lo que destaca en la cuadrícula perfecta es la armonía entre las agujas de la Catedral y de la Sagrada Familia, contrapunteadas por decenas de hoteles, verticales, relucientes. Sin embargo, aunque no se vean, aunque nadie los vea, ahí están los pasajes, como el de Carreras, en el extremo en la frontera opuesta a ésta; como el Maluquer, en la parte alta de la metrópolis, donde nunca se apacigua su hambre; como el Bacardí o el Dormitori de Sant Francesc, justo ahí abajo, en la ciudad vieja con su barniz de antigüedad; como los que descubriré o volveré a visitar durante las próximas horas por los rincones de esta montaña; como tantísimos otros: son grietas en el modelo Barcelona, son ranuras que unidas configuran otro mapa de esta ciudad, un mapa que se expande en el espacio hasta los confines que nadie incluye y en el tiempo hasta los orígenes que nadie evoca, para recordarnos la historia, las historias, que ha desechado el relato institucional. Para contarnos Barcelona como nadie nos la había contado hasta ahora.

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«Si hemos de referirnos a la fisiología», leemos en La idea de ciudad de Joseph Rykwert: « a lo que más se parecerá una ciudad será un sueño» .

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En el centro de la obra de Walter Benjamin hay una búsqueda de la experiencia narrativa, de la vigencia del relato, entre el desastre de la Primera Guerra Mundial (trincheras, gas mostaza, millones de muertos, exceso de dolor) y el advenimiento del nazismo y sus ilimitadas consecuencias (Europa, Auschwitz, Hiroshima, la Guerra Fría, un dolor que no termina). Cuando la reproductibilidad técnica no sólo afecta a las artes, sino también a la producción de muerte en cadena. Esa búsqueda lo llevó tanto a un vagabundeo físico y espiritual como a un nomadismo a través de los géneros literarios y sus combinaciones. Todos sus libros son distintos. Particularmente los cuatro más importantes de los que intentan dar cuenta de ciudades: Infancia en Berlín hacia 1900, Dirección única, Diario de Moscú y, obviamente, el Proyecto de los Pasajes, esa forma informe ( lo que ahora leemos como tal, de hecho no es más que un conjunto de materiales de trabajo que Georges Bataille consiguió esconder en la Biblioteca Nacional de Francia).

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En esos cuatro libros el fragmento y la cita constituyen la unidad mínima de sentido de un collage de inspiración surrealista pero sistematizando, de un artefacto construido a partir del concepto de montaje como herramienta de conocimiento. La experiencia, parecen decirnos, estuvo en las ciudades. Su disolución es imparable. Pero podemos tratar de acercarnos a ella gracias a la reproducción a un mismo tiempo desordenada y ordenada de recuerdos y de textos, de historias y de reflexiones, dispuestos de una manera que intencionalmente sintonice con frecuencias del pasado, imitando la sístole y la diástole del corazón urbano, que bombea con gasolina y sangre y electricidad y agua e información y gas un cuerpo que nunca cesa de formalizarse, que es pura forma en expansión y contracción, en movimiento.

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Ha escrito Ricardo Piglia que la verdad tiene estructura de una ficción en que otro habla. Por eso capitán de «El pañuelo» le cuenta al narrador una historia heroica que supuestamente protagonizó un pasajero de su barco; pero al final del cuento, cuando se despide desde cubierta con un pañuelo en la mano, el narrador descubre que quien se lanzó por la borda para salvar a una dama que había caído al agua fue en realidad el propio capitán. La transmisión de la experiencia es más fuerte, más verdadera, si quien la vivió la narra como si le hubiera pasado a otro. Por eso Conrad le hizo confesar en voz alta a Marlow, en El corazón de las tinieblas, esa novela que habla de cómo las ciudades modernas extrajeron su energía de la explotación colonial, su propio sufrimiento en el río Congo. En la literatura urbana, nos insinúa Benjamin, ese otro sólo puede ser polifónico y fragmentario, citas y voces: que, en lugar del yo del autor, sea la propia ciudad la que hable.

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Que sean digamos sus pasajes. En cada pasaje está la afirmación y la negación de la ciudad entera. Si la metrópolis se define por los peatones y los vehículos, la velocidad o el tráfico, el pasaje los ignora, los pone en jaque o al menos entre los paréntesis. Cuando estás en un pasaje no estas ni en un camino ni en una calle, la ciudad todavía no ha evolucionado definitivamente, el tiempo es antiguo en pause, levemente ritual. Los pasajes son portales temporales: lugares fronterizos que dan acceso a la psicociudad, la dimensión emocional y simbólica que construye los ciudadanos, a menudo opuesta a la de los políticos y los urbanistas. Los pasajes son también pasajes de libros, citas, fragmentos que representan un todo fragmentado. Los pasajes son, en fin, pasadizos, hipervínculos, túneles, atajos, rodeos, entre dos cosas o dos conceptos que parecían no guardar relación alguna: pensamiento lógico y pensamiento mágico, porque la antítesis pone necesariamente a prueba la inteligencia.

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«Todo libro comienza como deseo de otro libro» leemos en Una modernidad periférica: Buenos Aires, 1920 y 1930 de Beatriz Sarlo: «Como impulso de copia, de robo, de contradicción, como envidia desmesurada confianza».

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FOTO: Barcelona. Libro de los pasajes, Jorge Carrión, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017, 340 pp./ Especial

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