Borges y nosotros

Jun 16 • Conexiones, destacamos, principales • 3790 Views • No hay comentarios en Borges y nosotros

 

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POR DANUBIO TORRES FIERRO

Peripatéticos andábamos los cuatro intérpretes de esta anécdota que sucedía en Buenos Aires, en una de sus tardes lujosas, allá por el año de 1975. Caminábamos por la vereda derecha de la calle Maipú, por la que discurre en dirección al Norte y que, rodando, llega en su final al río grande como mar. Había sol, había la gritería del tránsito, había la prisa de una gran ciudad. Jorge Luis Borges avanzaba el primero, ciego, trémulo, tropezándose, pero sin abandonar el resuelto air de propriétaire en un barrio que era el suyo. A su lado, pegado a él, casi encima de él, iba Alejandro, con la vista alzada tentando abrir camino, y con su humanidad premiosa, iluminada como ante la irradiación de un talismán. Detrás de Borges, resguardándolo, guiándolo, con peligro de pisarle la punta del bastón, marchaba José Bianco. Yo era el último de la formación, y ese lugar me beneficiaba con una perspectiva de conjunto: veía a los otros tres, los recortaba, podía medirlos. Borges era, según la sentencia de un poeta antiguo, un fantasma sin huesos: el cuerpo desmedrado, la nuca breve, los hombros magros, las piernas indecisas. Bianco, de la misma altura que Borges, insistía en trasmitir alguna seguridad a aquellos trancos revueltos. Y Alejandro, al costado, continuaba, envuelto en sudores y prisas interiores. Aquella excursión nuestra parecía escapada de una de esas peregrinaciones santas que describe Marcel Schwob en su galería de retratos, la que lleva por título fantástico y exacto (allá, en el inconcebible 1896 de su publicación, y ahora, en este presente nuestro de 1975) Vies imaginaires. Nos dirigíamos a un bar que, una calle más adelante, se materializó en una esquina: ventanales de vidrio claro, mesas con mármoles desgastados, sillas de madera lustrosa y con respaldos apenas arqueados. Nos sentamos al fondo, en un rincón, en círculo apretado. Yo, el último en acomodarme, abrí un ejemplar reciente de la revista mexicana Plural y comencé a leer “La página perfecta”, el texto de Alejandro dedicado a Borges. Mi lectura fue hecha con una voz alta suficiente, con una voz de pausas y subrayados, con una voz instruida y responsable. Borges, un Borges al que la luz directa del lugar denunciaba sus pupilas blanqueadas por la humedad de la ceguera, apoyada la mano derecha en el bastón, y, con pose de vate sedente, de vez en cuando se interponía a la lectura: “¡Caramba! ¡Caramba!” Alejandro, en el borde de su silla, las manos agarrotadas en las rodillas, revuelto en sus sudores, envuelto en el humo de un cigarrillo, aspiraba –doy fe– a la gloria. Bianco, en su lugar, espiaba con ojos tamaños. Diríase que espiaba, con nosotros, una experiencia casi sagrada.

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Foto: La conexión de Jorge Luis Borges con México fue más allá de sus excursiones a Teotihuacán. A sus visitantes mexicanos, como Alejandro Rossi, los guiaba como si su ceguera fuera una apariencia, ya fuera en sus asombros como en las calles de Buenos Aires. /  Paulina Lavista

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