Bowie, estrella negra 

Ene 16 • destacamos, principales, Reflexiones • 11203 Views • No hay comentarios en Bowie, estrella negra 

POR MAURICIO GONZÁLEZ LARA

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No hay peor pecado para un ídolo que envejecer, sobre todo en el ámbito de la música popular, donde la obsesión por mantenerse vigente en el gusto de las masas obliga a personalidades que alguna vez fueron gigantes a ceder ante demandas que no pocas veces las orillan al ridículo y el escarnio. El tiempo no perdona a nadie, mucho menos a las estrellas de rock, quienes ven cómo sus años creativos se alejan en la misma proporción que su audiencia se vuelve más acrítica y simplona. Ir a ver en 2016 a The Rolling Stones es una experiencia similar a visitar las pirámides de Egipto o el Monte Rushmore; el asistente promedio, sea “millennial” o un venerable señor de 50 años, va a tomarse una selfie, pero no a encontrarse con la tormenta que alguna vez lo conmovió. Si bien doloroso, el crepúsculo de las estrellas de rock tiende a carecer de relevancia. La cursilería y la hipérbole se apoderan de los titulares (“Se va una leyenda”, “¡Adiós al genio!”), pero lo cierto es que cada vez que muere un músico con varias décadas de carrera, seamos o no fanáticos del artista, debemos realizar con cierta pereza el ritual de desempolvar sus discos y revisitar su obra. Quizá el intérprete en cuestión esté presente con vivacidad en nuestra memoria, o incluso sea una visita más o menos recurrente de nuestro repertorio musical, pero rara vez forma parte de la banda sonora de nuestro “aquí y ahora”. Sus años más luminosos, lo sabemos, constituyen un pasado crecientemente inaprehensible.

 

Somos egoístas y demandantes. La gente quiere que sus héroes sean inmaculados, pero olvida que la perfección es divina. El fan necesita un Olimpo que lo sobrepase para vivir bajo la idea de que el mundo se divide en dioses y mortales. El héroe debe ser perfecto y después, morir. “Mejor arder que desvanecerse”, diría Neil Young en “Hey Hey, My My” (Out of the Blue). Frente a esto, un ídolo pop tiende a enfrentar la mortalidad como un ideal romántico derivado del exceso (“arder”), o, al igual que el resto de nosotros, enfrentar el envejecimiento auxiliado por el recuerdo de viejas glorias (“desvanecerse”).

 

David Bowie, como revelaron algunos de sus colaboradores más cercanos tras su fallecimiento, optó por una tercera vía: utilizar el cáncer que terminó con su vida el 10 de enero como inspiración de Blackstar, su última obra maestra y recordatorio irreprochable de su extraordinaria vigencia.

 

Blackstar

El crepúsculo de Bowie es atípico. A diferencia del grueso de sus contemporáneos, David fue parte sustancial del “aquí y ahora” en sus últimos años. Lanzado dos días antes de su muerte, Blackstar gozó de excelentes críticas y una presencia en los primeros lugares de las listas de popularidad. Hoy, claro, la carga de significados relacionados a la enfermedad luce contundente, pero la verdad es que hace apenas una semana parecía ser la muestra más acabada de un energético renacimiento artístico iniciado en 2014 por The Next Day y seguido por el estreno de “Lazarus”, el musical dirigido por Ivo van Hove que retoma la historia de El hombre que cayó a la tierra (Nicolas Roeg, 1976), cinta que narra la historia de Thomas Jerome Newton, un alienígena aquejado por la soledad, la adicción y la angustia de no poder conectar con lo “humano”.

 

Al igual que otros innovadores, Bowie contribuyó a borrar la diferencia entre alta y baja cultura. Elevó al pop como gran arte, transformó al gran arte en pop, e influyó notablemente en ambos mundos. Sus influencias son un compendio de lo más relevante del arte de la segunda mitad del siglo pasado: rock and roll, minimalismo, arte expresionista, soul, pop art, blues, funk, la literatura beatnik, el existencialismo, la pintura abstracta, krautrock, electrónica, en fin, les robó a todos, pero todos le robaron a él. Esta lógica continúa en su obra final. A contracorriente de The Next Day –y los otros dos discos producidos por Bowie en este siglo: Heathen (2002) y Reality (2003)-, Blackstar se aleja del rock para concentrarse en un sonido que abreva del jazz de vanguardia del cuarteto conformado por Donny McCaslin (saxofón), Jason Lindner (teclados), Tim Lefebvre (bajo) y Mark Guiliana (percusión).

 

McCaslin juega un papel preponderante, dándole un carácter de volatilidad a toda la obra, sea mediante escapadas virtuosísticas (“Tis A Pity She Was A Whore”), acentos de elegancia ominosa (“Lazarus”) o cambiantes contrapunteos (el épico track homónimo). Bowie siempre se destacó por rodearse de guitarristas de alto poder (Robert Fripp, Carlos Alomar, Earl Slick, Adrian Belew, Reeves Gabrels). En Blackstar utiliza a Ben Monder, quien brilla en “I Can´t Give Everything Away”, la epifanía que cierra el disco. La carta ganadora, sin embargo, es la propia voz de Bowie. La soltura con la que transforma la deriva cósmica en melancolía pop con una simple inflexión en la encantadora “Dollar Days” revela a un cantante dotado y seguro de sí mismo. Como era de esperarse, Blackstar no es un álbum exento de extravagancias. La pegajosa “Girl Loves Me” incluye términos y construcciones que remiten al nadsat, el lenguaje utilizado por los vándalos de Naranja Mecánica, el libro de Anthony Burgess llevado a la pantalla por Stanley Kubrick, así como al polari, una jerga utilizada por la subcultura gay y círculos subterráneos en los cincuenta.

 

Bowie fue sinónimo de representación y teatralidad. Su legado artístico es una sucesión de máscaras, alter egos y personajes: el alienígena Ziggy Stardust, el astronauta Major Tom, Aladdin Sane (basado en su hermano Terry, quien padecía esquizofrenia), The Thin White Duke (“el delgado duque blanco”, fascista y cocainómano), Halloween Jack (del disco Diamond Dogs), el hombre elefante (a quien interpretó en teatro), Jared (el rey de los “goblins” en Laberinto, de Jim Henson), Nathan Adler (el detective de Outside), Nikola Tesla (para la cinta El gran truco, de Christopher Nolan), entre otros. Los dos videos promocionales de Blackstar, dirigidos por Johan Renck, para la canción del mismo nombre y Lazarus introducen una nueva persona: el profeta ciego, un predicador vendado con botones en lugar de ojos que anuncia un sacrificio en la apertura de la primera pieza (“en el día de la ejecución, sólo las mujeres se arrodillan, y en el centro de todo, tus ojos”), para luego sugerir una transfiguración del protagonista (“algo sucedió el día que él murió, el espíritu se elevó un metro y se hizo a un lado, alguien más tomó su lugar, y valientemente exclamó: soy una estrella negra, ¡soy una estrella negra!”).

 

En “Lazarus”, vemos al profeta ciego postrado en una cama, frágil y enfermo, acosado por una presencia debajo de la cama. En paralelo, observamos a Bowie (o a otra persona inventada por él) poseída por una fuerza que no le permite escribir y que lo arrastra a un clóset. Antes de que se cierre la puerta del armario, el profeta levita, como el espíritu de Blackstar. Fiel a la ambigüedad e ironía de sus mejores trabajos, “Lazarus” no era el anuncio de una resurrección (como sugeriría una lectura simplona del término), sino el mensaje de un cadáver viviente, las palabras de un hombre que “se encuentra en peligro”, “sin nada que perder” y ansía ser libre, justo como el “ave azul” de las líneas finales. Un hombre a punto de morir, pues.

 

Un hombre libre

La “autenticidad” –concebida como pureza e inmovilidad– nunca fue una aspiración para Bowie. El nativo londinense simpatizaba con la contradicción y la fusión de estilos, no sólo musicales, sino de todas las expresiones posibles del arte. Su proceso creativo rehuía el pensamiento lineal y recompensaba el enfrentamiento de ideas opuestas, tal y como lo evidencia la utilización del método de “estrategias oblicuas” con el que grabó la célebre trilogía de Berlín (Low, Heroes y Lodger) a finales de los setenta de la mano de Brian Eno.

 

No sorprende que su trabajo más valioso evada la interpretación literal. Si Bowie siguiera con vida, la lectura de Blackstar remitiría a conceptos como mortalidad, angustia y desazón existencial, pero sería ajena a búsquedas de significado personalizadas y resonancias íntimas. En el caso del autor de “Station to Station”, además, el ejercicio de la lectura literal resulta complicado: sabemos casi todo del compendio de máscaras conocido como David Bowie, pero de David Jones, la persona detrás de la invención, no conocemos nada. La incredulidad ante el anuncio de su muerte provocada por el cáncer es la prueba más sólida del dominio que Jones tenía sobre Bowie. Nunca observamos lastimado al ídolo, por el contrario, casi siempre lo imaginamos poderoso, estilizado y en control. En estos tiempos de transparencia opresiva, donde el menor tropiezo es reportado por un ejército de usuarios de redes sociales sedientos de sangre, tal proeza se antoja imposible.

 

A finales del siglo XIX, antes de que se consolidara como escritor, Marcel Proust confeccionó un cuestionario a partir de los “juegos de confesiones” que en ese entonces gozaban de alta popularidad entre la sociedad inglesa. A partir de entonces, el “cuestionario Proust” se ha constituido como un punto de partida clásico para conocer más a fondo a una persona. Bowie se sometió el cuestionario en los noventa. A la pregunta de “¿a qué persona viva admira más?”, Bowie respondió: “Elvis” (como sabemos, Presley murió en 1977, pero es una figura tan icónica que en términos prácticos sigue viva en la conciencia popular). David Jones nació un 8 de enero, al igual que Elvis, lo que siempre fascinó a Bowie: “Siempre estuve sorprendido por eso. Elvis era mi héroe y durante mucho tiempo fui lo suficientemente estúpido para creer que compartir el cumpleaños con Elvis significaba algo (Q, 1997)”. Otra pregunta que llama la atención: ¿Cuál es la forma más profunda de miseria? La respuesta: “vivir con miedo”.

 

En 1960, Presley grabó una canción llamada “Blackstar”. La letra habla sobre un hombre que se encuentra con su estrella negra y sabe, en ese momento, que la muerte se acerca. Hay “mucha vida por delante”, canta Elvis, “dame tiempo para que algunos de estos sueños se hagan realidad, estrella negra”. No sabemos si Bowie pensaba en Elvis cuando concibió Blackstar. Tampoco podríamos afirmar con certeza absoluta si, como sostiene su amigo y productor, Tony Visconti, el objetivo doble de su último disco era ser réquiem y epitafio. Dudo que importe. Lo que sí podemos asegurar es que estamos ante el trabajo de un hombre libre, sin miedo a experimentar y arriesgarlo todo en sus horas más difíciles. No puedo pensar en una manera más noble y triunfal de decir adiós.

 

 

*FOTO:  En la imagen, Bowie en su caracterización del extraterrestre bisexual Ziggy Stardust/Especial.

 

 

 

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