Cada monstruo tiene su debilidad

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¿Cómo lleva un hombre lobo a buen puerto su vida amorosa? Aquí una entrevista exclusiva.

 

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POR SAMUEL SEGURA

Autor de Cada monstruo tiene su debilidad (Ediciones Nandela, 2018)

Eduardo Badillo es un hombre lobo a plena luz del día, a diferencia de sus semejantes de las películas de terror.

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Hace poco más de un año tuvo que quedarse en casa porque no podía salir a sus anchas sin que de inmediato fuera señalado por sus vecinos. Esa vez, como en otras a lo largo de su vida, lo acusaron del asesinato a sangre fría de un joven cuyo cuerpo deshecho fue arrojado a un río cercano a su localidad. Una nota periodística dio cuenta de la trifulca en la que Badillo se vio involucrado al interior de un supermercado cuando estaba por pagar la comida que llevaba en su carrito: las personas a su alrededor lo increparon sin más, lo insultaron, y de no ser por la intervención de la autoridad probablemente lo habrían linchado.

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El asunto trascendió en la televisión y fue en ese momento en que quise entrevistarlo: un reportero le preguntó a Eduardo, encajándole el micrófono en el hocico cuando éste iba saliendo del ministerio público, luego de demostrar su inocencia, si no estaba harto de eso, si no estaba harto de ser un hombre lobo.

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Él le respondió, sereno:

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—Hace mucho que no.

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Pese a su mala experiencia con los medios, quienes esparcieron rumores y falsedades sobre su vida, Eduardo finalmente me permitió conversar con él luego de llamarle por teléfono en sucesivas ocasiones. Más resignado que gustoso me dijo:

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—Las personas jamás van a aceptarme. Qué más da que sepan algunas cosas sobre mí.

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Detrás de él, en su nuevo y oscuro departamento en el centro de la ciudad, hay un enorme librero. Ahí uno puede hallar textos de las más distintas índoles y disciplinas: desde tratados políticos hasta libros de física o novelas de autores mundialmente reconocidos. Su gusto por la lectura es sencillo de explicar: muchos años no encontró mejor forma para entretenerse que leyendo durante el día todo lo que caía en sus garras.

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—La televisión es más abominable que yo, así que mejor me puse a leer. En mis años de escuela, etapa en la que me han discriminado con mayor crueldad, jamás me inculcaron ese placer. Debo reconocer, sin duda, que me perdí de muchas cosas que viven los niños normales, pero gracias a la lectura ahora entiendo mejor la naturaleza burlona, insensible y estúpida de mis compañeros de aquel entonces: nunca se acercaron a los libros y eso les dejó más telarañas en la cabeza que cualquiera de las cuevas donde yo haya habitado.

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Badillo tuvo que dejar de estudiar al culminar el nivel básico. Su padre ya no estaba dispuesto a hacerse cargo de él un minuto más; hasta entonces tuvieron que vivir juntos porque la ley así se los imputó; tras morir la madre en el parto –pues el bebé pesó siete kilos–, el padre tuvo que responsabilizarse de un hijo al que nunca aceptó.

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—“Esa bestia peluda no es mi hijo”, recuerdo que le decía mi padre a la gente. Había quienes se compadecían de mí, pero en general era visto con desdén y con miedo. Muchas veces prefería no llegar a casa por las tardes para no recibir sus insultos; mejor me iba a la calle, aunque tampoco tenía amigos: los niños no se acercaban a mí por prohibición directa de sus familias, por lo que muchas veces me junté con manadas de perros callejeros, de los que aprendí labores olfativas y de cacería. Fueron años muy duros.

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El hombre lobo deja de mirarme de frente y prefiere desviar la vista hacia la única ventana que hay en este lugar. En una de sus manos, en la izquierda, porta un anillo de plata. Desde que abandonó a su padre comenzó a dedicarse a la refinería de metales, oficio que aprendió gracias a un viejo que le dio la oportunidad de trabajar para él en aquellos años de formación.

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—Es a lo que me dedico hasta la fecha. Se trata de un trabajo que no requiere tenerte en una oficina todo el día; lo puedes hacer desde tu casa implementando un pequeño laboratorio. El mío está en el sótano, y ahí me la paso refinando hasta que anochece.

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Definitivamente Eduardo Badillo es un caso único de licántropo que es capaz de controlar sus instintos más letales para convivir en sociedad. Sin embargo, una duda legítima me surge sobre las dificultades de su labor:

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—¿No es la plata la criptonita de los hombres lobo?

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—Lo es para el común de los hombres lobo. No para mí.

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Badillo también lleva una cadena colgando de su pecho repleto de vello. Se la quita con cuidado y me la muestra al notarme curiosa. En ella tiene grabado un nombre: Felina. Le pregunto a qué se debe tal distinción.

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—Ese es un tema delicado para mí, Silvia, pero te lo voy a decir —antes de iniciar la charla me dio su palabra de bestia de responder a cada una de mis preguntas, por lo que continúa—: es el nombre de la única mujer de la que me he enamorado.

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—¿Enamorado?

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—Sí, los hombres lobo también nos enamoramos. Aunque debo admitirlo: he tenido varios romances. Las mujeres son mi debilidad —sonríe por primera vez tras decir esto, y debajo de la maraña de vellosidad que cubre su rostro, Eduardo Badillo deja ver sus ojos verdes. En ellos percibo una belleza que no había visto antes en ninguna otra persona.

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—Pero dime, Eduardo, ¿cómo llevas a buen puerto tu vida amorosa siendo un hombre lobo?

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Será porque soy una mujer mayor, pero Eduardo se muestra respetuoso conmigo pese a mi insolencia; no se ofende ni mucho menos, comprende a cabalidad la naturaleza de mi inquietud:

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—Tienes razón, algo no concuerda con aquello de que he tenido varios romances. A menos que se tratara de la historia de La bella y la bestia no sería posible. Pero es simple, Silvia. Verás: un hombre lobo común y corriente es un hombre de día y hasta que mira la luna llena logra transformarse en lobo.

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—Eso tenemos todos por entendido.

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—Sí, pero a mí me pasa a la inversa: en las noches de luna llena me transformo en un apuesto hombre.

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Espero en el sillón de su sala a que salga del sótano. Esta noche ha tenido un pedido especial y no puede dejar de cumplir. Pero, como me lo prometió, Eduardo me dejará verlo una vez transformado. Lo espero hasta que la luna llena se posa sobre el cielo. Ni un sólo ruido de queja escucho cuando se suscita el cambio de lobo a hombre, cuando Badillo ya está hecho todo un cuero: sus ojos verdes resplandecen en su rostro ahora terso, cabellera y cejas completamente negras; algunos vellos, muy delgados, se le cuelan entre los brazos; mientras que sus manos, descubiertas, blancas, lucen fuertes y solícitas.

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—Silvia, éste también soy yo.

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Por un momento me pasa por la cabeza que Eduardo bien podría posar como modelo para la portada de la revista Rostros, en la que se publicará la entrevista que resulte de éste y otros encuentros. Por un momento, y no lo puedo negar, también pienso en llevarlo conmigo. Para mi buena suerte, esa misma noche saldremos a tomar unas copas y a bailar. En ese paseo me mostrará las artimañas de seducción que usa para conquistar mujeres. Pronto salimos de su departamento; en su automóvil de modelo clásico iniciamos la velada.

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—Primero iremos al Polanco’s Ladies, un sitio concurridísimo por mujeres jóvenes en el que se ofrece, los fines de semana, un show de strippers —me dice Eduardo al volante, luego de poner en la radio una estación de clásicos de los ochenta. Suena “(I just) died in your arms”, de Cutting Crew.

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Gracias al negocio de la refinación, Eduardo tiene repleta su cartera de billetes. “De plata”, bromeamos. Él invita los tragos y las entradas pese a que yo me haya ofrecido a hacerlo.

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—No es de hombres lobo permitir que una dama pague la cuenta —me dice.

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Llegamos al lugar y sin problema pasamos los filtros de entrada. Eduardo es muy conocido ahí. Y basta con que tomemos asiento para que, contrario a lo que yo pensaba sobre las chicas más bellas, en general, algunas se acerquen a él y le pidan un trago o lo inviten a bailar. No me sorprende del todo dada la guapura de Eduardo, y pronto esa sensación de estar frente a un hecho sobrenatural se fortalece: cuando bailamos –porque además Eduardo es un excelente bailarín– siento la mirada afilada de las mujeres que están cerca de nosotros, a quienes les corroe la envidia o que de verdad se preguntan: ¿Qué hará una mujer así con un hombre tan impresionante?

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Salimos de ahí sin chicas (por respeto a mí, me dice Eduardo) luego de hora y media, porque sólo era una pequeña muestra de lo que era capaz de hacer. Nos dirigimos entonces al Jack Studio, otro antro de prestigio, para que me enseñe un poco más de aquel hombre que en las noches es mejor cazador que durante el día.

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—Gracias a mi olfato, Silvia, puedo saber prácticamente lo que ellas quieren. Muchos hombres desearían tener la sensibilidad tan desarrollada para tratar a una mujer.

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Indudablemente Eduardo tiene razón. Incluso afirma que varias de ellas están en sus días fértiles, y que ésas son, casi de tácito, las más fáciles de conquistar.

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Me lo demuestra con Doris. Primero observo la manera en que se acerca a ella, en que la aborda, para invitarla a bailar. En cada paso la toca deslizando, contundente, su enorme mano desde los hombros de la mujer hasta centímetros antes de sus glúteos, mientras que, con un gesto delicado, la atrae cada vez más hacia él. Después, ya entrados en alcohol, Eduardo me pide que le pregunte a ella –de senos implacables y con una cintura curveada como la mejor de las carreteras– si está o no en sus días. Embrujada por el encanto de mi compañero, Doris me dice que sí, que cómo lo sabía. Pero no me mira, habla al vacío, como si yo no estuviera ahí. Es la atracción tan poderosa de Eduardo la que la tiene hechizada.

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Después de fajársela en los baños –es lo que más le gusta a Eduardo, me confiesa–, él y Doris mantienen en nuestra mesa una conversación privada: todo lo que se dicen es al oído, mientras que entre sus bocas se desliza el alcohol y las risas. No cabe duda que Doris está atrapada en la vorágine sexual que el hombre lobo ha creado y de la que no piensa desprenderse. Así que en el momento en que se distrae, cuando sale del lugar para contestar una llamada telefónica, nos escabullimos entre la gente a petición de Eduardo para poder salir de ahí y llegar a la última parada y su lugar predilecto: el Moonlight.

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Le digo que es un exceso que se llame así.

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—Juro que no es mi culpa, Silvia. Ocurre que ahí acuden las mejores chicas que hayas visto en tu vida.

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Una vez más tiene razón. En el Moonlight desfilan las mujeres más hermosas que jamás he visto. Comprendo por qué es tan caro y el favorito de Eduardo Badillo, quien me deja sola un buen rato en la mesa. No tengo problema. Me dedico a beber unas copas y a observar a las mujeres y a algunos hombres, pero me siento desenganchada en aquel sitio. Muy vieja, para ser franca. En cambio, Eduardo baila con una y con otra, se las faja sin pudor en la pista o en los baños o cuando salen a fumar (aunque él no fuma), y así se sigue hasta que dan las cinco de la mañana.

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—Silvia, tenemos que irnos.

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Eduardo Badillo es una especie de Cenicienta que tiene que estar en casa a las seis de la mañana, antes de que su carroza se convierta en calabaza. Aliviada, le digo que ya no estoy para esos trotes y subimos a su auto luego de que se lo entrega el ballet. Me advierte que manejará rápido para llegar a tiempo –los tragos parecen no surgir efecto alguno en él–, y que de ninguna manera puedo ver su siguiente transformación.

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—Es espantosa —me asegura.

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—Pero si ya te vi así…

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—Es espantosa, Silvia.

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Durante el camino me platica que hacía lo mismo con las chicas con las que salía: las llevaba a sus casas antes de las seis o, si estaban en la suya, les pedía un taxi para que las sacara de ahí. No podían enterarse de que era un hombre lobo.

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Muy pronto llegamos a mi domicilio: además de buen bailarín y amante, Eduardo es un excelente conductor. Y antes de bajarme de su coche le pregunto qué fue de Felina, la mujer de la que se enamoró.

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—Comprenderás que ahora no puedo decírtelo. Prometo que lo haré después.

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Así ocurrió, en alguna de las muchas conversaciones posteriores que sostuvimos en su departamento. Felina era una chica joven, la más hermosa que Eduardo había visto. Gustaba del rock, llevaba tatuado todo el cuerpo. El cabello rosa, arracadas por todas partes. Algo que él definitivamente no había visto por estos lugares. La conoció en la calle, un día que prefirió caminar al volver de una fiesta. Decidieron acompañarse en el camino. Le fascinó, mucho más de lo que él fascina al resto de las mujeres, casi todas ellas repletas de superficialidad. Estuvieron toda la noche juntos, conversando, en su departamento. Felina quiso quedarse más tiempo del debido y él también.

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—Fue mi error, lo sé —me dijo Eduardo el día que me lo contó.

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Al despertar junto a un hombre lobo la joven no supo controlarse. Se aterrorizó. A Eduardo lo alteraron sus gritos, la forma en la que ella jalaba la puerta para poder escaparse. Él trató de explicarle, de decirle que se tranquilizara… pero no lo escuchaba, sólo pedía auxilio y trataba de huir.

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Eduardo pensó que ella sería diferente a las demás.

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—Fui por las llaves. Cuando me acerqué a la puerta para abrir gritó con toda su fuerza y me miró como se mira a un ser aborrecible. Como me mira la gente en la cotidianidad. Apenas se abrió un resquicio entre la puerta y la pared, y escapó corriendo sin dejar de gritar. Miraba atrás para cerciorarse de que no la perseguía. Cerré la puerta y supe que no volvería a verla, y que si lo hacía nada podría cambiar eso, nada podría borrar de mí o de ella la impresión que le causé. Fue por eso que me hice esta cadena: para jamás olvidarme del monstruo que soy.

Ilustración: EKO.

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