Calle del paraíso

Ago 23 • Ficciones • 2641 Views • No hay comentarios en Calle del paraíso

 

POR JORGE ORTEGA

 

Vamos y venimos

y el piso no se gasta.

 

Nunca.

 

Su ancho dorso atrae

las hondas resonancias de nuestra ciudadela,

el tremor de la angustia, la radiación del júbilo,

las innominadas pulsaciones

de aquello que ocultamos y hace aguas,

los pálpitos de cierto pensamiento

que da vueltas y vueltas

a lo mismo.

 

Y no dejamos huella

sino en la melladura del zapato,

el rastro de nosotros

en nosotros.

 

Pero volvemos una y otra vez

al yunque del camino

a templar

los pasos

y afilar los cuchillos de la búsqueda

mientras envejecemos.

 

Moriremos haciéndolo.

 

Pues la loseta es firme y casi eterna

y vivirá

—entera o triturada—

más que la tierna pulpa

de nuestras presunciones.

 

 

 

Laudas

 

Piedra forrada de verde.

La congelada explosión de la dureza se ha visto atajada por la ortiga.

Hay jardines casi secretos larvando en las fisuras, inesperados huertos donde el helecho desova el asta de su primicia.

Quién hubiera dicho que en el friso acantonaban las esporas, impávida coraza de tiempo perturbada con el vaho de lo que calla y fluye.

Quién habría dado un quinto por tal quincallería, ese menhir de cascos fragmentados que por inercia o milagro mantiene su verticalidad.

Una brizna de pasto despega las junturas de una pilastra, las comisuras de una fachada selladas con el polvo de los jubileos.

Trabajo de la hormiga, minuciosa y perenne cruzada del insecto empecinado en traspasar un sillar con la paciencia de los fósiles.

He ahí el abrazo de la enredadera en las pirámides del trópico, carne firme y efímera sobre un cuerpo añoso y perdurable.

He ahí la maleza disuadiendo lápidas y pedestales, cenotafios; socavando contrafuertes como una lenta saliva de vapor, una lava rastrera que se disemina morosamente bajo los pies.

El olvido alarga sus extremidades, se desborda en sus arborescencias, comienza a abonar sus primeros frutos de abandono sin que nadie lo advierta.

Tarde es ya para impedirlo.

 

 

 

Epopeya de los confines

  

Caminas entre las nervudas raíces que asoman del subsuelo como boas en torno al laurel de exuberante copa que presidía las barbacoas de la niñez. Que emergen, que despuntan sobre el candente rastrojo del desierto aliviado por sombras transitorias. Y un soplo tibio se desprende de por estos páramos y resbala hacia el repecho de la frente, ese blando paredón en que se curvan los augurios, rizando incluso más el impalpable rizo de las evocaciones. A un centenar de metros un establo, una caseta o un almacén intrascendente que el espejismo semeja disolver en los austeros latifundios de la arcilla, resulta irónicamente llamativo a la mitad de un paisaje barrido por su árida monotonía. A la redonda el pastizal reseco del invierno, la brizna quemada por la escarcha. Piensas: “la dorada pelambre de la maleza, el jaramago de los campos hispalenses alisado por el peso milenario de un capitel que ha rodado como una cabeza en la emboscada”. Indiscutibles pruebas de la permanencia. Cuerpos sólidos de toda laya esparcidos a diestra y siniestra durante la excursión de la memoria. Fragmentos de una demolida arquitectura que el conciliábulo del tiempo ha diseminado en el ilimitado jardín de las estatuas. Bajo el aceitunado bulbo del follaje el principio y el final son visibles. De ahí se aprecia bien la escuela a la que fuiste y la arboleda del cementerio al que te diriges a paso de tortuga.

 

 

*Autor del libro de poemas Estado del tiempo (Hiperión, 2005).

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