De estudiantes y pasantes

Feb 4 • Conexiones • 3297 Views • No hay comentarios en De estudiantes y pasantes

POR HUBERTO BATIS 

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Siempre fui un lector de la prensa y de las novedades literarias. Parte de mi formación se la debo a los jesuitas. Ellos me formaron, me enseñaban a redactar y nos tachaban las faltas de ortografía. Algunos maestros nos señalaban con un lápiz rojo las faltas de ortografía. Yo llegué a tener una constelación en una página. El padre Alberto Valenzuela Rodarte S. J. me hacía sufrir. Él señalaba tus faltas, pero sus métodos eran infalibles. Yo escribía “iba” con “h”. “Yo ‘hiba’ a comer”. El padre me ponía círculos en toda la página a medida que encontraba los “hiba” en mis trabajos. Yo confundía el verbo “ir” con el verbo “haber”.

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Desde mis años en Guadalajara me sentí atraído por los periódicos. Recuerdo mucho un periódico francés que vi en casa de mi amigo Henry Delaye Cañedo. El papá de mi aún amigo Henry recibía los periódicos franceses. Yo los hojeaba en su casa. Me llamó mucho la atención la fotografía de una mujer totalmente desnuda. El pie de foto decía: “Una aborigen en traje típico”. Qué inteligentes y qué graciosos eran los periodistas franceses. Él tenía unos primos Cañedo, que eran tan traviesos que uno infló al otro con una bomba manual. Le metió la válvula por sitios indecibles y le hinchó la barriga. Hacían travesuras impublicables.

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En el Colegio de Formación de San Cayetano, en Santiago Tianguistenco del Valle de Toluca, tuvimos una revista que se llamaba Folklore. Yo llegué a ganar el concurso de narrativa con historias extensas que escribíamos durante un semestre. Todos los maestros las tenían que leer y corregir. Ahora me doy cuenta que desde entonces debía tener yo una vocación de maestro.

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A mis alumnos yo les pedía al menos 15 cuartillas. Y con ellos aplicaba el método aprendido con los jesuitas. Cuando veía algunos muy malos trabajos, simplemente los aventaba. Les enseñas a ser disciplinados. Cuando llegas al examen final y pones una pregunta, una idea, les das una hora para escribir. Los que han estudiado llenan su página. Los que no han estudiado no pueden desarrollar el tema. De tal manera que, como maestro, te das cuenta de quiénes han leído y asistido a clases. Otros no tienen cómo inventar para llenar un párrafo, o redactan tonterías.

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Cada maestro tiene su pedagogía, según cómo le ha ido en la vida con sus alumnos. Rosalba Fernández, una compañera mía, les decía a sus alumnos: “Aquí, o te aclimatas o te aclimueres”. Cada maestro calcula el tiempo que tiene para desarrollar su materia. Hay maestros que dicen: “Autocalifíquense”. Les dan la libertad de que se pongan la calificación que creen merecer. Hay gente muy lista que ha trabajado mucho y que presenta un trabajo con una calificación de 8 o 9. Pero tú la ves y piensas que se merecen un 10, por su deducción, metodología, bibliografía, sus notas a pie de página, etcétera.

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Otros alumnos entregan trabajos mal calcados, con fragmentos de libros. También hay quienes se copian unos a otros. En un grupo de 20 alumnos, cuatro te presentan el mismo trabajo. Además te das cuenta de quién de los cuatro es el bueno, el que lo hizo bien y después lo prestó a sus compañeros, que se lo fusilaron mal. En algunos casos te percatas de quiénes no han leído concienzudamente. Hay otro sistema, que consiste en que te entregan trabajos de alumnos de años anteriores, hasta de tesis completas robadas; no digo plagiadas porque el plagio bien hecho es meritorio. Muchos grandes escritores han plagiado abundantemente, como es sabido.

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También tuve alumnos que me eligieron como director de tesis y no me consultaron ni una sola vez, ni siquiera su plan de trabajo. Uno de ellos me entregó su tesis y me dijo: “Maestro: el examen es tal día.” Yo les dije: “¡Carajo! Nunca me consultaste nada”. Me respondió que no había creído necesario “molestarme”. Pues leí la tesis. Era un espléndido trabajo, pero descubrí una palabra mal usada a lo largo del libro. El día del examen llevé el diccionario de la Real Academia. Le pregunté al examinando: “¿Qué quiere decir la palabra gregario?” Pues resulta que el alumno uso 18 veces esa palabra en el sentido opuesto a su significado. Todos los sinodales ya le habían dado grandes elogios. Le pregunté: “¿Cómo puedes hacer eso? Si me hubieras dado a leer la tesis antes de imprimirla no habría pasado esto.” Lo único que me dijo fue: “Aquí ya la tiene publicada por el Fondo de Cultura Económica”. Y ahí estaba la palabra mal usada. El corrector del Fondo se tragó la palabra gregario todas las veces que el autor la usaba. ¿Cómo vienen a pedir un doctorado con una falta tan abrumadora y con tal desparpajo? ¿Verdad, Willy?

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En una ocasión, por accidente descubrí el robo de una tesis en la Universidad Iberoamericana, donde fui profesor durante 10 años. En la mañana había ido a casa de mis amigos Noé Jitrik y Tununa Mercado. En su biblioteca vi un libro publicado en Argentina que me interesó y les pedí que me lo prestaran. Esa misma tarde yo tenía que ser sinodal del examen profesional de una monja que estudiaba en la Ibero. En el convento las mandaban a prepararse para ser profesoras de preparatorias privadas. Es decir, las mandaban a “desasnarse”. Entonces me percaté que la monja había presentado por tesis capítulo por capítulo el libro que me habían prestado esa mañana. Sé que lo hizo en nombre de la santidad, pero se lo robó todo y lo presentó como tesis para recibirse. La denuncié. Llevaba el libro y se lo mostré a la directora de la carrera de Letras, que era mi amiga, la doctora Paciencia Ontañón, esposa de mi compañero en El Colegio de México, Miguel Lope Blanch. Paciencia me pidió que no hiciera escándalo. Todo lo descubrí por accidente. Yo había pensado: “¡Qué bruta esta monja! ¡Era un robo tremendo!” Ya no recuerdo ni al autor original del libro ni el nombre de la monja, por fortuna. Todo se lo llevó el piadoso olvido.

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FOTO: En la imagen, la doctora Paciencia Ontañón, estudiosa de la obra galdosiana. Circa, 1970./Cortesía Huberto Batis.

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