Días de bilis negra

Mar 7 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 3647 Views • No hay comentarios en Días de bilis negra

 

POR EDUARDO ANTONIO PARRA

 

 

¿Por qué recordar ciertas obras de José Revueltas al internarse en las primeras páginas de Cualquier cadáver, de Geney Beltrán Félix? Por supuesto, la causa no es que Beltrán haya nacido justo en el año de la muerte de Revueltas, 1976, ni de que ambos pasaran sus primeros años de vida en el estado norteño de Durango. Acaso este paralelismo que surge en la mente se deba, más bien, a lo ardua que resulta la lectura desde el pórtico mismo del relato: a un instintivo rechazo hacia lo que nos cuentan. A la dureza. Al tono oscuro, sórdido, agónico con que exhiben y al mismo tiempo pretenden contener la violencia implícita en lo narrado. A que, sea o no la intención, de algún modo expulsan al lector en una primera instancia, como si quisieran poner a prueba su resistencia perturbándolo, colocando ante su mirada la miseria humana sin redención. Porque –ya dejemos de lado a Revueltas– la novela de Beltrán Félix es eso: un retrato descarnado de la condición de los hombres y mujeres en sus aspectos más oscuros, menos edificantes. Por eso, después de expulsarnos al principio, Cualquier cadáver nos vuelve a absorber, y nos hipnotiza.

 

Emarvi, un aspirante a escritor o, más preciso, un escritor fracasado pero aún inédito, arrastra la infelicidad en su deambular por las calles de una ciudad de México que se desmorona en medio de la violencia que azota el país, mientras va de la oficina burocrática donde trabaja de editor al pequeño departamento que comparte con dos desconocidos. Los recuerdos le doblan la espalda: el suicidio de su padre, la agonía y muerte de su hermana, los amores frustrados, los sueños rotos. Su vida cotidiana es gris. No es un hombre triste, sino hastiado, sin ubicación. Un extranjero. Tiene un hijo y piensa que ese hijo, cuando nació, vino tan sólo para bloquearle el porvenir al que aspiraba. Ahora es una fuente de discusiones y conflictos con su ex mujer. Sin embargo, un día las cosas cambian: ella le habla, histérica, para decirle que han secuestrado al hijo. Emarvi, entonces, siente en todo el cuerpo cómo a su existencia de fracaso se añade de pronto la desgracia.

 

Con un tono y una atmósfera densos, opresivos, que nos recuerdan a los del filme Beautiful, de González Iñárritu, o a los de la obra maestra del narrador brasileño Graciliano Ramos, Cualquier cadáver desgrana poco a poco el horror que la mayoría de los mexicanos pretendemos ignorar desde que se inició el siglo XXI, siempre y cuando la tragedia no nos toque en carne propia. En ella están la desesperación y el miedo, el cansancio y la falta de esperanza. Con esta novela, Geney Beltrán Félix parece haber dado con la respuesta a esa pregunta que tantos escritores nos hemos hecho en los tiempos recientes: ¿cómo escribir en medio de todo esto? ¿Cómo y de qué escribir en el México actual? En sus páginas hallamos la violencia, a las víctimas de la violencia y lo que pasa con ellas. El trasfondo político, las marchas y las protestas. La corrupción. La indiferencia de los demás. Si antes del secuestro de su hijo Emarvi lucía como un intelectual existencialista atravesando un mundo que se pudre, al enterarse de que el niño fue asesinado por una banda de traficantes de órganos se convierte en un fantasma. Un fantasma entre escombros.

 

Entonces, al fracaso y a la desgracia se suma la culpa. Con todas las vías hacia el porvenir clausuradas, a Emarvi sólo le queda la opción del regreso al origen. Huye. Abandona la ciudad de México para hacer un viaje a su natal Culiacán, en busca de sí mismo, de su pasado. Pero en Culiacán, además del recuerdo del suicidio de su padre cuando él era niño y el de la muerte de su hermana a causa de la leucemia, está tal vez el remoto origen de esa violencia que acaba de arrebatarle a su hijo: la cultura del narco, la omnipresencia del crimen organizado. Culiacán es el infierno. El inicio del infierno. A pesar de ello, Emarvi encara ahí lo peor de su memoria. Encuentra una relación siniestra entre el suicidio paterno y el asesinato del niño, como si antes de nacer el destino lo hubiera condenado sin remedio a ser un huérfano y un deshijado a la vez. Y la culpa por haber abandonado a su hijo se le recrudece en las entrañas cuando recuerda a la mujer, amante suya, a la que golpeó con saña para obligarla a abortar un feto también suyo. Y explota contra la ciudad y los suyos:

 

…me cago en sus sicarios de camisa de rayón y cinto pitiado, que al jalar un gatillo responden sin ningún recelo, sin ninguna dignidad a la violencia de Caín, hoy por un puñado de billetes verdes, me cago en sus mujeres pintarrajeadas en busca de un pito de narco que las mantenga aunque las obligue a fingir orgasmos, me cago en esa música bravucona de corridos que exaltan la eyaculación precoz con sus finales repentinos y golpeadores. Me cago en esta ciudad de gente acomplejada que se cree claridosa y francota, siempre aspirando a protogringos del sur de la frontera.

 

¿Cómo escribir con el ánimo aplastado de esta manera? Emarvi, no lo olvidemos, es antes que nada escritor. Tiene un libro terminado que no quiso ninguna editorial, y a lo largo de los días va llenando un cuaderno de apuntes, reflexiones y conversaciones con el hijo o con la hermana ausentes. Escribe, medita. Sueña con un libro diferente que –lo entendemos conforme avanzamos en Cualquier cadáver– está construyendo con su existencia extraviada, frágil, insignificante. Entabla amistad, o algo semejante, con una joven vecina paralítica y le da a leer su primera obra, la rechazada. La muchacha es su contraparte: a pesar de haber perdido la movilidad del cuerpo a causa de un accidente, aún muestra ganas de vivir. Cuando Emarvi regresa de Culiacán a la ciudad de México, reanuda sus discusiones con ella, quien quizá es la única que lo ha descifrado. Lo conoce a través de su escritura. Le dice sus verdades: él es vanidoso, lo regaña por destilar bilis pura al escribir. Emarvi le revira su ars poética: “No es mi empeño seducir a nadie con mentiritas, con sonrisitas. No vine a eso. Debo obligar a quien me lea a tomarse el vaso amargo. Si no, que se largue. La vida no tiene más contemplaciones”.

 

Así, sin contemplaciones, entre tragos amargos, Geney Beltrán Félix sumerge a sus lectores en un viaje por las entrañas del infierno que es el México de nuestros días, al tiempo que desarrolla una suerte de metanarrativa donde nos ofrece las claves de su novela. Su alter ego, el protagonista, sabe contemplarse a sí mismo con cinismo crudo por lo que, a pesar de que su vida es una tragedia constante, nos impide experimentar simpatía por él. No se trata de un hombre sufriente, no, aunque los lectores lo suframos. Mentaliza los golpes recibidos con objetividad fría antes de verbalizarlos, ve las desgracias ajenas con indiferencia, la culpa lo apabulla sin atormentarlo. Es como un cadáver que desde el corazón de las tinieblas repitiera con tono monocorde y carente de emoción: “El horror, el horror”.

 

Y sin embargo, a diferencia de Emarvi, el lector que atraviesa la novela lo hace bajo un cúmulo de emociones encontradas: entre el rechazo y la fascinación, entre la admiración y la angustia, entre el desaliento y el interés. Fascinación y rechazo por la desdicha humana plasmada en cada uno de sus párrafos, por ver hasta dónde el autor es capaz de llevar la exposición de la podredumbre. Desaliento por la suerte de los personajes, cada uno inmerso en su propio calabozo de torturas, e interés por averiguar cuánta desgracia puede soportar un ser humano. Pero sobre todo admiración por una estructura narrativa concebida para otorgar solidez a una trama donde se enredan en equilibrio bien logrado escenas que provocan angustia y amontonan emociones, un lenguaje preciso, a veces poético, a veces llano, a veces muy violento, ideas pesimistas sobre la condición humana y reflexiones sobre cómo debería ser la literatura en este país y en esta época.

 

Como apunta Emarvi en su cuaderno de notas:

Una novela que vomite. Que vocifere su furia, que respire con enojo, hastiada de seguirle creyendo a la escritura sus ímpetus pudibundos. Que convoque en su prosa distintos niveles de la existencia, que vaya de lo elevado a lo sórdido, del lirismo a la crudeza, del estrépito al laconismo. Una novela que no use guantes de seda, que no tome el té de las cinco. En cambio, un libro áspero, que lacere y perturbe, que tense las palabras no con el estruendo fácil del amarillismo sino a partir del asedio de una violencia interior, solapada: una sintaxis que se vulnere sin gratuidad, sólo tácitamente y desde adentro, y que ése, inmaduro pero necesario, sea su estilo, a raíz del silencio que asfixia, y que en la página estalla.

 

Cualquier cadáver es una novela madura, ambiciosa, que se define a sí misma y cumple con su intención de llenar de angustia e inquietud a sus lectores. Una apuesta de Geney Beltrán Félix por el realismo brutal como estrategia para reflejar el caos de nuestro tiempo. Un paseo por el infierno muy difícil de olvidar.

 

 

 

Geney Beltrán Félix. Cualquier cadáver. Cal y Arena. México. 2014. 229 pp.
*Cualquier cadáver, segunda novela del narrador sinaloense Geney Beltrán / Foto: Germán Espinosa/El Universal

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