El cerebro sobre las tripas

Oct 26 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 3305 Views • No hay comentarios en El cerebro sobre las tripas

POR GUILLERMO ESPINOSA ESTRADA

 

Suele ser bochornoso acercarnos a las obras literarias escritas por los académicos que veneramos. La desilusión es tan recurrente y embarazosa que incluso hacemos como que no existen los versos de Pedro Henríquez Ureña, los relatos de Ángel Rama o las novelas de Sylvia Molloy, para mejor volver a nuestros subrayados de Las corrientes literarias en la América Hispana, La ciudad letrada o Acto de presencia. Existen excepciones, claro está —Umberto Eco sería el primero de mi lista—, pero lo común es el fracaso, el tropezón desconcertante que deja desnuda y sonrojada a una autoridad. Este es el caso de La migraña, una novela que el filólogo Antonio Alatorre escribió, al parecer, durante varios años, pero que tuvo el tino de no publicar. Sus hijos, en un acto de amor y homenaje, la exhuman de sus papeles y la mandan a imprenta aún estando inconclusa. Una curiosidad para los muchos lectores que estamos en deuda con su 1,001 años de la lengua española, pero que en nada contribuye a fortalecer su obra o la tradición novelística nacional.

 

Christopher Domínguez Michael dice en su reseña que La migraña es un “diamante” que compite con Pedro Páramo y con La feria “en precisión y en certeza”. Intento seguir sus recomendaciones, pero no sé si en esta ocasión le ganó el entusiasmo o las virtudes de esta novela sencillamente me eluden: me enfrasqué en su lectura con altas expectativas y éstas no se concretaron. Creo que aquí se puede apreciar, como en casi toda obra literaria producida por un académico, cómo la razón asfixia a la emoción: es el triunfo del cerebro sobre las tripas. Nadie puede poner en duda el profundo conocimiento que un estudioso como Alatorre podría tener de la novela, pero éste no le fue suficiente para confeccionar una. La migraña, aun estando inconclusa, manifiesta una construcción cuidadosa: hay elementos heterogéneos que se van hilando entre sí a través de sus páginas, hay una espesa red de alusiones y significados, pero no hay fuerza narrativa. Me refiero a algo muy sutil, difícil de ejemplificar o asir, pero se reduce al hecho de que no hay demonio que ilumine la novela.

 

La migraña narra un instante en la vida de Guillermo, un personaje muy similar a Alatorre: un académico de Jalisco que fue formado en un seminario, trabaja en un Colegio y dirige una revista de literatura. Pero este día en particular un recuerdo lo impulsa a subir a su biblioteca y escribir. Evoca de la nada un momento crucial en su vida y la novela intenta poner orden y racionalizar esa experiencia. Se trata de la primera vez en que Guillermo se masturba y, al verse completamente desnudo, cobra consciencia de sí mismo y descubre: “¡Soy yo! ¡Soy yo!”. Los acontecimientos hasta aquí están muy bien engarzados: la historia comienza en el jardín de la casa de Guillermo, escenario que hace eco con el jardín de árboles frutales y fuentes de la escuela religiosa, cuyas resonancias bíblicas son inevitables. La misma carga simbólica tiene el cielo, metáfora del infinito en la que se pierde el pequeño protagonista durante una experiencia mística. La migraña es la excusa que desencadena el relato: el Guillermo cincuentón, al ver manchas que la luz solar ha dejado en su cristalino, regresa a la época en que padecía de migraña mientras estudiaba en el seminario.

 

Pero esta delicada simbología no es suficiente, es una impecable instalación eléctrica por donde no pasa energía, la luz no transita por sus cables. En un momento dado Guillermo lee un artículo sobre una novela de Roberto Arlt y dice: “Me queda una idea de ese libro: pobre en recursos, lenguaje áspero, pero tiene cosas que decir”. La migraña es su negativo: rico en recursos, lenguaje florido, pero no tiene “duende”, carece de ese “poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica”, como los define García Lorca. Hay sólo un instante en el que la historia parece cobrar vida y respirar en el papel: Guillermo está leyendo el original griego del Evangelio de San Lucas en el tranvía y no puede evitar voltear a ver el alboroto que se organiza en la salida de una escuela secundaria. Entonces escuchamos el pensamiento que lo ataca: “Quisiera ser uno de ellos. Cualquiera, no me importa cuál… Quisiera ser como el más desamparado, como el más jodido, con tal de ser uno de ellos: un muchacho común y corriente”.

 

Hace unos meses Ignacio M. Sánchez Prado publicó una reseña negativa a propósito de la reedición de Ensayos sobre crítica literaria, de Alatorre. Gabriel Zaid y Guillermo Sheridan lo criticaron: el primero tituló su nota “Un poco tarde” y cuestionó la utilidad de una reseña sobre ese libro porque el autor no podría defenderse, el segundo dejó claro que tampoco le había gustado la crítica pero no entendí muy bien por qué. Creo que sus reparos son injustos —sí, estoy poniendo mis barbas a remojar—es válido criticar negativamente a un autor que ya no nos acompaña porque su obra sí se mantiene entre nosotros. Además es un gesto que, estoy seguro, el mismo Alatorre agradecería: la lectura atenta, el juicio, la crítica, el diálogo, de eso precisamente se trataba su labor y sería una falta de respeto leerlo con condescendencia.

 

FOTO: Antonio Alatorre, La migraña, Fondo de Cultura Económica, México, 2012, 93 pp.

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