El crepúsculo de una eternidad

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DIEGO JOSÉ

 

para Pablo Mayans

 

 

El dibujo que Verlaine hizo de Rimbaud en 1872 posee un particular encanto: la fascinación ante la indómita juventud del artista: las líneas remarcan con trazo ágil y devoto la nariz, las pestañas y las cejas; intentan reproducir el desplazamiento cadencioso del muchacho, su manera de atravesar el aire. Sin embargo, por encima de todo aparece la arrogancia que sedujo a Verlaine y que sorprendió a Henri Fantin-Latour, quien captó ese “aire” del desamparado fingidor de Charleville en su pintura Un rincón en la mesa.

 

La otra imagen histórica del altivo poeta goza el prestigio de cierta majestuosidad, ese hálito que Pierre Michon ha descrito con reverencia en Rimbaud el hijo —y también sobre Flaubert, Beckett o Faulkner en Cuerpos del rey—. En la fotografía que le hiciera Étienne Carjat están fijados el corbatín y la levita, el cabello revuelto y los labios delgados de cruel hermosura; pero la mirada retadora ha cedido a una precoz melancolía que duele. Sin duda, la poesía del autor de Una temporada en el infierno ha tenido que rendirle cuentas a su propio mito, el cual muchas veces cautiva por adelantado al lector, opacándola. Frédéric-Yves Jeannet escribió (apropósito del centenario de la muerte del poeta, en 1991): “A lo que nos referimos al usar el vocablo ‘Rimbaud’ no sólo es a un hombre, a un poeta, sino a un “sistema dialéctico de tres términos, en el que ninguno se puede eludir: el hombre, el poeta y el mito”.

 

A diferencia de la fotografía que detiene la realidad sellándola, el dibujo y la pintura proporcionan al sujeto retratado una movilidad metafísica que extiende la sensación vital de su esencia, por tratarse de una invención y no sólo de una reproducción. Joan Fontcuberta cuestiona en El beso de judas la evidencia de la imagen fotográfica por su función “cosificadora” de lo real; dice: “a través del visor cualquier trozo de mundo se transfigura necesariamente en una naturaleza muerta, un retrato de naturaleza inquietantemente quieta e inerte”.

 

El dominio de lo bello ha generado, a su vez, que las imágenes de Marilyn Monroe —capturadas por Richard Avedon— perduren por encima de la mujer probable pero remota del fotograma. El mito permite hacer del sujeto un objeto de posesión: un fetiche cultural que la imagen estatiza. ¿Existió una joven llamada Norma Jean que se convirtió en un símbolo de Hollywood?, ¿existió una mujer dolorosamente hermosa que se paseaba en el trapecio de los somníferos? Existe, sobre todo, una imagen que la cultura pop ha reproducido y utilizado hasta el cansancio, y que por su condición iconográfica resulta irremplazable e irrepetible, incluso, en el filme de Simon Curtis My week with Marilyn (2011), que muestra el lado depresivo de la belleza; el icono adquiere mayor intensidad porque volver a la foto no significa recuperar al sujeto sino retornar a la fijeza de su celebridad.

 

Rimbaud renunció a la vida literaria y se ocultó en Abisinia para ser otro, distinto a aquel mito que la eternidad, sin que él mismo lo sospechara, le había destinado. Marilyn Monroe declinó su vida, quizá por la pesadez de saberse ella misma. Ambos son una parte innegable del imaginario colectivo que suele fascinarse ante el vértigo del abismo que se abre bajo la pisada de algunos artistas.

 

La iconografía de Kurt Cobain también es amplia y contrastante. Abundan las siluetas del guitarrista en estado salvaje, sacudiendo su blonda cabellera o desafiando al espacio con sus brincos, torsiones y gestos agresivos, contradiciendo por segundos el argumento de Fontcuberta; otras imágenes reproducen las poses gratuitas del rey que ridiculiza su fastuosidad como una forma de escarnio contra los súbditos, advirtiéndoles: “el rey es bufón”. Barthes comenta en Camera lucida: “cuando me siento observado por el objetivo, todo cambia: me constituyo en el acto de ‘posar’, me fabrico instantáneamente otro cuerpo, me transformo por adelantado en imagen”.

 

Esta consciencia se convierte, la mayoría de las veces, en un juego entre la mirada del fotógrafo, la del sujeto asimilado en tanto imagen y la del futuro observador, que bien puede ser un recuerdo familiar antes que un objeto de exhibición. Cobain luchó contra la incomodidad de saberse observado por una industria y un público ansiosos de imágenes públicas y de leyendas susceptibles de producir enajenamiento.

 

Sin embargo, la fotografía de Mark Seliger que sirviera de portada para el número 683 de la revista Rolling Stone en junio de 1994 nos entrega a Kurt Cobain herido de posteridad, si bien sus gestos son elocuentes al evidenciar una falta de deseo por aparecer en la imagen (la tensión en el ceño, la ceja endurecida, el cabello primitivo y la mirada sostenida de púgil callejero), su acechante quietud se torna sublime como la fiera capturada por la lente del documentalista, que ha esperado ese desplazamiento preciso de los músculos del leopardo en el instante en que se advierte descubierto. Quizá, tampoco nos mira: finge mirar a Seliger o al futuro espectador que asediará su imagen. Dice Barthes: “La mirada fotográfica tiene algo de paradójico que encontramos también algunas veces en la vida”. Esa mirada de Cobain es un gesto triunfal y declarativo: ¿una sentencia?, ¿una despedida?: “De hecho, no mira nada; retiene hacia adentro su amor y su miedo: la Mirada es esto” (otra vez Barthes). Pero, de alguna manera, esta lectura es una trampa de la interpretación porque la imagen es leída con la ventaja histórica, atribuyéndole de antemano un pensamiento engañosamente predictivo. Me refiero a las dudas que plantea Joan Fontcuberta: “Más allá de las metáforas, sólo resta cerciorarnos de que la sensibilidad contemporánea nos predispone paradójicamente a la profecía y no a la historia. Vivimos en un mundo de imágenes que preceden a la realidad”.

 

Ante esta construcción del imaginario ¿qué lugar ocupa el sujeto real e histórico frente al mito? Dos intentos cinematográficos divergentes recrean al individuo y al personaje que fuera Kurt Cobain: Last Days (2005) de Gus Van Sant se inspira indirectamente en la depresión y el ocaso de un hipotético símil del líder de Nirvana, con el estilo distante, pausado, naturalista del director de Elephant. Como respuesta, el documental de A. J. Schnack, Kurt Cobain: About a Son (2006), hace un seguimiento por Aberdeen, Washington, acompañado de algunas entrevistas que Michael Azerrad le hizo a Cobain para reconstruir un relato intimista.

 

¿De Kurt Cobain, se puede afirmar lo que Frédéric-Yves Jeannet mencionaba sobre Rimbaud: esa complementaria dicotomía de vida-obra, atravesada por el mito?: “¿Por qué extraño fenómeno de capilaridad no podemos deslindar la obra tan densa de Rimbaud de su vida nómada, con los numerosos datos biográficos fiables que ahora conocemos, por un lado, y su leyenda, por el otro?”. El silencio parcial de Rimbaud fue un rechazo contra la demagogia del mundillo literario de París, su opción fue el viaje; Cobain rechazaba —con una oculta apetencia— la ceremonia del Rock Star, pero eligió morir.

 

Más allá de la fiereza de su actitud, de los estigmas de una infancia marginal, del enfermizo adolescente; por encima del Nevermind, las drogas, su contradictoria relación con la fama y la multitud; más allá de todas las excusas, del suetercito café y la escopeta… esa mirada produce una honda compasión y una ternura extravagantes, algo parecido a lo que proyecta la Marilyn Monroe que mira hacia ninguna parte o hacia su propio cansancio, mientras Avedon dispara con la cámara, o la foto legendaria en que Rimbaud parece tocado por el aura de lo sublime y el peso de la eternidad.

 

*La célebre foto de Kurt Cobain tomada por Mark Seliger

 

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