El menor de la pandilla

Oct 21 • Conexiones, destacamos, principales • 7459 Views • No hay comentarios en El menor de la pandilla

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“Las crónicas son diferentes en su manera de narrar, cada una de acuerdo a la elección del autor, pero también a las posibilidades de su tiempo”, dice Sara Sefchovich. Este texto de Daniel Cisneros es una muestra de ello: narra la historia de dos amigos, miembros de una pandilla dedicada al tráfico de drogas en la Ciudad de México

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POR DANIEL CISNEROS

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Mi sueño es tener un chingo de mujeres/ una pinche mansión, mucha lana y un nuevo Mercedes/ salir del barrio que es más bajo que una mina/ sin medicina, emborracharme como una cantina,/ moverme lejos como el mar, sin estorbar/ sigo siendo ambicioso como Pablo Escobar.

Mexakinz, “Confessions”

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No es sencillo saber que a tus 15 años de edad debes matar a tu mejor amigo, quien antes de recibir la primera bala en la cabeza se arrodillará frente a ti implorando por su vida. Pero tú, que me pedirás llamarte S, lo metiste a la pandilla Organización Tres Puntos (OTP) y, como no sólo empezó a vender droga en la misma zona sino a quitarles los clientes, te corresponde borrarlo del mapa.

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Es el año de 1996. En múltiples ocasiones ya le habías advertido:

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–Carnal, ponte verga con lo que haces porque ya se dieron cuenta. La estás cagando.
–No pasa nada, carnal, no pasa nada.

–Bueno, yo sólo te paso la nota al costo.

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Sin embargo a los pocos días B, quien te introdujo a la OTP, te llama por teléfono para avisarte que irá a tu casa. Llega en la noche en un auto negro modificado marca Impala 69. Subes y, dentro, hay otros pandilleros:
–¿Sabes lo que está haciendo tu vale? –te pregunta B.
–Sí –contestas.
–Si tú lo trajiste, tú lo sacas –te dice al tiempo que te da una escuadra .9 milímetros.
Te quedas frío. Pero a B no puedes desobedecerle porque, al igual que a tu pandilla, le debes lealtad. Arrancan. Cuando encuentran a tu amigo, lo saludas:
–¿Qué pasó, hermano? Súbete.
–No, es que estoy haciendo unas cosas.
–Súbete, vamos a dar un rol.
Accede confiado, ignorando que pronto dará su último respiro.

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S estará frente a mí: su piel será un lienzo de su existencia. Tendrá tatuados nombres de sus seres queridos, códigos de su pandilla e imágenes religiosas. Algunos tatuajes los dejará en el anonimato su ropa: pantalón guango y gorra azul del equipo de beisbol Los Ángeles, playera Joker y tenis Adidas blancos. A pesar de su apariencia, ya no se drogará y sólo beberá una o dos veces al mes. Eso sí: no dejará de gustarle el rap de Cypress Hill, Delinquent Habits y Mexakinz.

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Mientras charlemos me observará con atención tras su rostro de tinta, pero vigilará constantemente en derredor. Sí, será desconfiado. De ahí que omitirá ciertos apodos, ubicaciones, hechos o, cuando lo crea necesario, se expresará crípticamente. Y su actuar tendrá sentido porque, si bien evitará lanzar un número, aceptará que a sus 34 años de edad, en que nos encontraremos, ya deberá muchas vidas.

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S nació en la Ciudad de México. Dejará la preparatoria porque, como ya tendrá tatuados los brazos, le incomodarán las insistentes miradas de sus compañeros. Crecerá con su madre, dos hermanas y un padrastro golpeador, pues su padre los abandonará llevándose los muebles. Habrá que dormir en el suelo, soportar carencias y cuidarse solos mientras su mamá trabaja. Situación que lo marcará. Por eso aunque no vivirá con sus propios hijos, les dará gasto y los visitará a diario.

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Pese a que me contará su historia, paciente, sin prisa, cuando nos despidamos desaparecerá velozmente entre el hormiguero del Centro Histórico. Y sí, insistiré, tendrá sentido.

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La OTP surgió en la delegación Gustavo A. Madero, pero se expandirá a otros lugares porque quienes cambiarán de casa reclutarán a nuevos integrantes. De tal suerte que tendrán células de hombres y mujeres no sólo en colonias relativamente cercanas, sino en ciudades como Toluca, Monterrey, Guadalajara y Veracruz. También habrá deportados que, por recomendaciones de pandilleros que radican en Estados Unidos, serán aceptados.

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Muchos miembros de la pandilla caerán en prisiones mexicanas o estadounidenses. La mayoría se casará, pero varios seguirán en el mundo del crimen. Y aunque cuando yo esté frente a S no necesariamente operarán juntos sino que algunos poseerán sus propias actividades delictivas, se apoyarán cuando se necesiten.

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S se incorporó a la OTP al cumplir 12 años de edad. Todo fue gracias a que una noche B, a quien ya le había pedido que lo metiera, lo llevó a una disco de Bosques de Aragón. Ahí le presentó a sus compañeros de la pandilla y, luego de consultarlo con el cabecilla, accedieron a aplicarle la prueba de ingreso.

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–¿Estás seguro de que quieres brincar?, porque esto no es un juego: entrando ya no sales –le advirtió el líder.
–Sí –respondió S convencido.

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La llave de entrada era soportar una paliza durante 30 segundos. Se marcharon a la calle. Iban integrantes de barrios sureños entre los que figuraban los de Flama y Maravillas. Eran como 70 pandilleros. Todos lucían vestimenta guanga y tatuajes. Formaron un círculo y, mientras seis sujetos golpeaban violentamente a S, contaban al unísono: “Uno, dos, tres, cuatro…”

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S dejó de escucharlos y se concentró en cubrirse. Como podía se levantaba del suelo porque, de lo contrario, le llovían más patadas y puñetazos. Su instinto de sobrevivencia lo llevó a soltar algunos golpes. Cuando por fin terminó el conteo, se limpió la sangre que le brotaba del rostro y que salpicó su ropa.

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–Te dije, carnal, tenías que estar dentro –le mencionó B para animarlo–. ¿Te agüitó?
–No, güey, a huevo que no.

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En aquel momento S se convirtió en el menor de la pandilla. Ese episodio le dejó el labio roto, moretones en el cuerpo, calenturas y, claro está, lo mantuvo en cama un tiempo.

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–¿Por qué decidió entrar a la OTP? –le preguntaré a S.
–Porque con una pandilla sustituyes el cobijo de la familia –asegurará–. Además si no perteneces al barrio, pues no participas en los bisnes y no traes dinero.
–¿Para qué golpean a los nuevos miembros?
–Para demostrar que vas a dar todo por tu barrio, que aguantarás lo que sea y que nunca dejarás morir sola a tu gente. Por eso acabando de brincar también te encargan una misión.
–¿Cuál?
–Normalmente robar a alguien que tiene negocio o dinero. O más extremo que te digan: “Este homie está cagándole el palo al barrio”. Y tú vas y lo matas.
–¿Y en qué consistió su misión?
–No la puedo decir.
–¿Qué actividades llevan a cabo?
–Tenemos diferentes jales como vender vicio, tenis pirata o armas. Incluso un camarada traía morritas de un pueblo a chambear. No sé cómo esté esa jugada.
–¿Realizan sicariato?
–Sí, los de Veracruz se rifan más en eso.
–¿Colaboran con algún cártel del narcotráfico?
–Sí, tenemos contacto. Pero hay cosas que no diré porque estaría como aventando a otros y a mí mismo. Sólo te puedo mencionar que el grupo de Veracruz es muy fuerte y le sirve a un cártel.
–¿Gozan de protección de las autoridades?
–En la pandilla no, pero cada quien en los bisnes independientes que hace si tiene comprada alguna policía.
–¿Son aliados de otras pandillas?
–Sí, puedes tener tregua con un barrio diferente. Siempre y cuando no sea, en nuestro caso, apoyar a un Norteño.
–¿Por qué?
–Porque, de acuerdo al estado en que creces, en general nos dividimos entre Norteños y Sureños. Los primeros se distinguen por vestir de rojo y, nosotros, de azul.

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Aunque es tres años mayor que tú, conociste a tu mejor amigo desde el kínder porque su hermana estudiaba contigo. Él fue el único que te dio un regalo al cumplir 13 años de edad. Recuerdas que tocó a tu puerta y, al verte, te dijo: “Felicidades, te tengo una sorpresa”. Te llevó a su casa y, como su cumpleaños es casi el mismo día, sus papás compraron un pastel para cada uno. Ese festejo es lo más entrañable que han vivido juntos. Además, cuando han surgido problemas nunca se dejan solos. Si pudieras lo salvarías de la muerte, pero no está en tus manos detener el avance del Impala.

“Los pandilleros son libres de colocarse tatuajes personales. S tendrá los nombres de su madre, esposa e hijos”. En la imagen, un pandillero en la zona de Aragón, al noreste de la Ciudad de México. /EFE

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Cuando S entró a la OTP normalmente su función era cuidarle la espalda a un pandillero quien, sin pensarlo demasiado, al generarse complicaciones mataba al que se interpusiera en su camino. Lo acompañaba a ejecutar múltiples negocios como distribución de droga. Debía mantener los sentidos muy alertas porque claramente le indicaron: “No lo sueltes, güey, al tiro. Le pasa algo y sobre tu pinche madre”.

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Al momento de vernos ya tendrá sus propias actividades que serán independientes de su pandilla. Entre ellas la compra de tarjetas de crédito, venta de estupefacientes, lavado de dinero y, aunque los secuestros no le gustarán, ayudará a marcar telefónicamente durante extorsiones.

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A cada instante de nuestra conversación S me mirará, alerta, esperando que lance la siguiente interrogante:

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–¿De qué forma adquieren las tarjetas de crédito?
–Un valedor tiene el conecte con un güey que no conocemos físicamente –me explicará–, pero al que le marcas por teléfono y le dices: “Necesito tantas tarjetas”. Cuando las consigue te da un número de cuenta al que le depositas. Luego te pide que vayas a determinado lugar como un parque o un centro comercial. Ahí te describe a quien manda para que lo ubiques y te las dé.
–¿Y qué hacen con ellas?
–Si hay quien te las compre, las vendes. Si no, te las gastas tú solo como quieras hasta que se termine el saldo. De cualquier modo todo es ganancia porque, por ejemplo, 10 tarjetas me cuestan 30 mil pesos. De esas ponle que cinco traen poco dinero o nada, pero con las otras te levantas 50 ó 60 mil pesos.
–¿Cómo se da el negocio de la venta de droga?
–Con quienes hago esa jugada mi labor es contactar a los vendedores y compradores. Y, una vez que depositas o te depositan, se deja la mercancía en cierto lado. Todo es, igual que en las tarjetas, por teléfono. Prácticamente es un negocio a ciegas porque nadie te va a dar la cara.
–¿Pero cómo saben quiénes son?
–Lo que te hace valer es la gente que te conoce bien y que es quien te los recomienda. Así nunca te van a ganar.
–¿Qué personas están involucradas en esta actividad?
–Hay muchos arriba de este camión: policías, políticos, narcotraficantes, principiantes y todo ese pedo.
–¿Son una organización?
–Cada quien por su lado tiene su organización, pero no te metes en eso.
–¿Y qué narcóticos trabajan ustedes?
–Sólo perico. Mariguana no, es muy barata. La mercancía no la manejamos en el Distrito Federal porque está culero y lleno de cámaras. Nada se queda aquí. Todo lo movemos en provincia donde se encuentra más puesto.
–Si operan por recomendación, ¿entonces si yo quiero una grapa cómo se las compro?
–Esa la mercas con cualquier güey en la calle. Yo no te vendo una grapa, sino un buen putazo. De un kilo para arriba.
–¿A quienes les surten distribuyen al menudeo o mayoreo?
–No sé. Nosotros siempre hemos dicho: “Nos vale madre lo que le hagan a lo que les vendemos. Con que nos paguen es su pedo si se lo meten solos, o si quieren dárselo a su mamá, esposa o hijos”. No puedes mezclarte en su bisne.

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La labor de S no únicamente consistirá en contactar a vendedores y compradores de droga, sino además en garantizar la conveniencia de emprender o no una actividad ilícita. Para ello recurrirá a su religión llamada Palo Mayombe, donde existe la creencia de que hablan con muertos. Al ingresar a su religión le asignarán y entregarán, en un recipiente, dos fundamentos o muertos. Su obligación será rendirles culto proporcionándoles aguardiente y puro cada ocho días, igual que sangre cada mes: “Como los trates te tratarán”, afirmará. En Palo Mayombe también le enseñarán a realizar ritos y a utilizar diversas velas, tierras, polvos y hierbas.

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Antes de efectuar sus negocios acudirá a sus fundamentos para que, en una ceremonia, le digan si saldrán bien o, en ciertos casos, lo ayuden a que resulten. A cambio les dará una ofrenda de las ganancias que podrá consistir en bebida (champán, whisky, vodka), comida, sacrificio de animales (un gallo, un chivo, un ratón) o, incluso, dormirse con ellos en el piso.

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Aunque S respetará mucho su religión, en su momento, por curiosidad, se aventurará en algunas acciones a pesar de que sus fundamentos le aconsejarán que no y, al final, casi fracasará. No obstante, siempre lo auxiliarán:

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–En una ocasión compramos una camioneta con electrodomésticos robados –recordará ante mí–. Cuando la quisimos mover, la tira ya estaba sobres. Estuvimos tres días con la merca parada. Pensamos que todo había chingado a su madre. Entonces me acerqué a uno de mis fundamentos y le dije: “Ayúdame y te corono chingón”. Y, a las dos horas, por fin pudimos llevarnos las cosas.

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En una pandilla los tatuajes no son gratuitos. Sus miembros deben hacer algo para ganárselos como, digamos, golpear, matar o robar a quien se les indique. Así demuestran lealtad. Las iniciales de su barrio en la espalda fue la primera marca de tinta que S puso en su piel. Tenía 11 años de edad y, aunque aún no formaba parte de la OTP lo hizo porque ya se juntaba con B.

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Sin embargo, los pandilleros son libres de colocarse tatuajes personales. Por ejemplo: S tendrá los nombres de su madre, esposa e hijos, así como una telaraña que aludirá a su paso por la prisión juvenil. Eso sí: no pueden revelar el significado de sus tatuajes de pandilla porque, de lo contrario, los sacan del grupo. Lo cual, a su vez, allana el camino para otros barrios que los quieran eliminar.

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–¿Los tatuajes perturban las actividades de los pandilleros? –preguntaré a S.
–Del bisne sí, porque la policía te ubica muy rápido –contestará–. Y, al verte, hasta los mismos bisneros se cabrean y se echan para atrás. De ahí que siempre me digan: “Eres de los pocos que se avienta el pedo de tatuarse la cara completa”. Por eso me conviene que todo se haga a través del teléfono.
–¿Ha pensado en dejar el mundo pandilleril?
–No, porque te enseña mucho y, además, ya no estoy tan apegado.
–¿Y los negocios ilícitos?
–Sí, para llevar una vida tranquila y estar más pendiente de mi esposa e hijos.
–¿Tiene miedo de regresar a prisión o de perder la vida?
–De la cárcel no, por eso le he dicho a mi familia: “Si me fuera a chingar no quiero visitas”. Y saber que un día vas a morir sí da miedo, pero soy consciente de que lo que haces lo pagas. Y cuando me toque, ni pedo, a entregar cuentas.

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El Impala avanza. Se sumerge en la oscuridad de una calle ancha e inclinada. De pronto, se detiene. Sus pasajeros empiezan a descender. Todo está solo y el frío es intenso. Tu mejor amigo es el único que se mantiene en su asiento y, desconcertado, te dice:

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–Oye, ¿qué pedo?
–Bájate –le ordenas desenfundando la escuadra .9 milímetros.

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Tu amigo obedece con el miedo revoloteando en cada poro.
–¿Te acuerdas que te dije que te relajaras? –lo cuestionas.
–Sí –responde.
–Pues la cagaste. Ni pedo, mi vale.

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Impulsado por el temor, tu amigo se hinca y suplica:
–Ya, güey, me voy a calmar, me voy a calmar. Perdóname, perdóname.

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Piensas en desistir, pero los demás pandilleros te hacen señas de continuar y B te observa fijamente mientras asegura:

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–Aquí es donde se ve de qué lado estás.

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Te sacudes los sentimientos y revientas el cráneo de tu amigo con la primera bala. Luego das unos pasos hacia atrás y, de inmediato, las ráfagas de tus acompañantes se encargan de engraparlo al piso.

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Se marchan. Vas serio y con rencor por haber matado a tu amigo. De los múltiples asesinatos que cometerás éste será el que más quedará etiquetado en tu memoria. No obstante, te dirás: “No me arrepiento porque lo apoyé al advertirle varias veces y, prácticamente, me traicionó al no hacerme caso”.

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Bajas del carro y, mientras te alejas, le dices a B:

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–Sólo espero que así como lo invité a dar una vuelta, nunca me invites a mí.
B te alcanza:

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–Depende de cuánta lealtad tengas conmigo –señala.

En ese momento te das cuenta de que si cometes un error también terminarás lleno de plomo, pues hay algo que les enseñan en la pandilla: “No existe el miedo, el perdón ni la clemencia”. Esa es la ley del barrio.

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FOTO: Presos, integrantes de pandillas, manifestándose en el Penal de Topo Chico, Nuevo León, en 2016. /Reuters

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