El narco como arte y mercancía

Sep 20 • destacamos, principales, Reflexiones • 7361 Views • No hay comentarios en El narco como arte y mercancía

 

POR IGNACIO M. SÁNCHEZ PRADO

 

Uno de los fenómenos más significativos en el cine mexicano reciente y en la llamada “narcocultura” radica en un desplazamiento de la estética de los filmes sobre el tráfico de drogas y de su circulación como mercancías hacia el imaginario de las clases medias. En los años setenta, época de oro del cine de explotación sexual y del narco dirigido a las clases populares, los hermanos Almada y otras figuras produjeron varias películas, entre las que destaca La banda del carro rojo (1978), que circularon ampliamente en el ya desaparecido circuito de cines de barrio y de COTSA, resucitando constantemente en video y en transmisiones televisivas. Estos productos culturales eran parte de una estructura estética y mediática que los volvía atractivos y relevantes. Filmadas durante el auge de Sinaloa como geografía del narcotráfico, La banda del carro rojo y otras obras similares eran el punto de encuentro entre un cine nacional en crisis que reciclaba figuras y tropos gastados de la ya disuelta época de oro (es de notar que en algunos de estos filmes aparecía Pedro Infante Jr.) y un cine global de la violencia y la justicia en el que se mezclaban de manera caótica íconos como los vaqueros de Sergio Leone y Sam Peckinpah y los policías justicieros encarnados por Charles Bronson y Clint Eastwood. A todo esto se agregaba el auge del cine de explotación nacional —suscitado por las políticas lopezportillistas que promovían, a través de géneros como las ficheras, un discurso cultural populista— y una creciente cultura musical que, encabezada por Los Tigres del Norte, dio al mito del narco un aire de bandidaje que aún se registra en muchos productos culturales hoy en día.

 

Esta forma de hacer cine no ha desaparecido, pero se vuelto ha marginal. La transformación de los cines mexicanos de salas de barrio y de cines propiedad del Estado a complejos corporativos, con el consecuente encarecimiento de los boletos y el creciente costo de asistir a ellos, relegó el cine de los hermanos Almada y sus coetáneos a sistemas de distribución como la piratería y los DVDs de bajo costo y es más fácil ver muchas de sus películas en la televisión por cable para la comunidad hispana en Estados Unidos que en una sala de cine o un canal de televisión mexicanos. El tema, sin embargo, ha tenido un renacimiento reciente, como respuesta al combate contra el narcotráfico emprendido por el expresidente Felipe Calderón. Como fenómeno cultural, la enorme matanza de seres humanos que ha implicado y la constante presencia mediática de una violencia creciente han creado la necesidad de una cultura que, más que glorificar al narco como bandido desde el registro popular, busca discernir la mecánica de la guerra para la percepción de las clases medias y altas, sectores que hasta la era calderonista se encontraban inmunes a los efectos materiales y simbólicos del narcotráfico. A la vez, en la medida en que la situación comenzaba a interesar al mercado de exotismos y fascinaciones de los medios noticiosos transnacionales, se comenzaron a abrir espacios en festivales internacionales de cine para obras que pudieran cumplir la función de explicar desde adentro un fenómeno que comenzaba a llamar la atención de las audiencias internacionales. Si bien han existido en Hollywood intentos de satisfacer esas curiosidades desde los años ochenta, como la icónica serie Miami Vice o el filme Traffic (2000) de Steven Soderbergh, en general la oferta producida por Estados Unidos carece del aura de autenticidad fetichizada que gusta tanto a las audiencias nacionales como a los públicos de los festivales. Eso explica por qué el último producto de esta tradición, Savages de Oliver Stone, es bastante fallida.

 

En este tenor, México ha producido varias películas notables, de las que habría que destacar cuatro: El infierno (Luis Estrada, 2010); Salvando al soldado Pérez (Beto Gómez, 2011); Miss Bala (Gerardo Naranjo, 2011) y Heli (Amat Escalante, 2013). En sí mismos, estos filmes muestran la paradigmática transformación sufrida por el cine mexicano en los últimos treinta años. Los filmes de los hermanos Almada eran (y siguen siendo) producciones B, obras cinematográficas realizadas con bajísimos presupuestos e improvisación en la producción, dirigidas a una audiencia popular que las consumía serialmente. En cambio, estos cuatro filmes son producciones con recursos económicos considerables, que además cuentan en sus distintos circuitos (el cine comercial mexicano, los festivales, etcétera) con un capital simbólico y cultural que las narcopelículas de los setenta nunca habrían podido alcanzar. Estrictamente hablando, las cuatro películas pertenecen a un orden cultural distinto a La banda del carro rojo y a los narcocorridos, puesto que encarnan no la construcción de una mitología popular del narcotráfico, que lo concibe como una resistencia de sujetos económica o socialmente marginalizados frente al orden social, sino como la estetización y comercialización de las fantasías y miedos de las clases privilegiadas en México. Pese a que los filmes de Naranjo, Estrada y Escalante apelan a cierta honestidad y autenticidad en la representación del problema del narco (el de Gómez es una que no tiene ningún interés en el código realista), lo cierto es que todos ellos encarnan en su estética cinematográfica formas de percepción del fenómeno del narcotráfico aceptadas por sus audiencias nacionales y transnacionales y reproducidas por la red de discurso mediático sobre el combate al narcotráfico.

 

El infierno es la tercera parte del proyecto de Luis Estrada de crítica del estado mexicano en la era de la “transición”, precedida por La ley de Herodes y Un mundo maravilloso, que respectivamente criticaban la corrupción del sistema político de partidos y la fantasía neoliberal que presentaba a México como un país del primer mundo. El cine de Estrada es inteligente y mordaz y El infierno no es la excepción. El protagonista, Benny, interpretado con maestría por Damián Alcázar, es una figura entrañable que encarna las distintas dificultades que los mexicanos de áreas rurales enfrentan en la era neoliberal: el desempleo crónico, el colapso de la promesa de la emigración a Estados Unidos, la devastación de las comunidades y las familias de dichas áreas, etcétera. Su ingreso al narco, que gradualmente se mueve de lo crónico y lo carnavalesco a lo irreversiblemente trágico, tiene como su virtud mayor el nunca perder de vista el carácter económico y social del narco, demostrando que detrás de la parafernalia estética de la narcocultura se encuentran comunidades secuestradas por el monopolio económico del crimen organizado y ciudadanos que, como Benny y su sobrino, son absorbidos por una realidad inescapable. El infierno, sin embargo, adolece de un dilema que también aqueja a La ley de Herodes: el desplazamiento de los problemas sociales a la provincia. Como ya ha señalado la crítica Emily Hind, es muy sintomático en ambos casos que sus dos éxitos comerciales implican películas que muestran los problemas de México en pueblos ficticios ubicados en el medio de la nada, desconectado de las realidades urbanas. Si consideramos la presencia del narco en plazas como Ciudad Juárez o Reynosa, este desplazamiento geográfico es en sí mismo una ficcionalización. Si se considera que la película que no tuvo éxito en la trilogía de Estada, Un mundo maravilloso, es precisamente la ubicada en la Ciudad de México, resulta posible especular que hay una conexión íntima entre las posibilidades comerciales de su discurso político y las ideas preexistentes de las audiencias predominantemente urbanas de sus filmes. Esto no es, propiamente, culpa de Estrada ni demerita la valentía de sus posiciones políticas, pero creo que el éxito de El infierno se debe en parte, como sucedió en La ley de Herodes, no porque denuncie algo nuevo, sino porque valida la forma de pensar de audiencias que consumen en el cine la reiteración de sus valores ideológicos y no una experiencia catártica de iluminación política o estética.

 

Quizá por esta razón, aunque Salvando al soldado Pérez es una película inferior a El infierno desde un punto de vista estético y cinematográfico, su sátira es por momentos tanto o más penetrante que la de Estrada. Beto Gómez renuncia en este filme al código realista de denuncia y nos presenta a un narco construido por las mitologías mediáticas tanto de México como de Estados Unidos. El filme es una parodia inteligente de las tres mitologías que los medios han construido sobre la violencia contemporánea. Primero, tenemos a un narco ingenuo, provinciano y entrañable (interpretado con precisión por Miguel Rodarte), pero que, a la vez, cuenta con una infraestructura tecnológica y militar global administrada por un genio de la organización corporativa interpretado por Jaime Camil. Segundo, el filme canibaliza las absurdas narrativas que subyacen la representación del terrorismo islámico en Estados Unidos. Al trasponer a sus carnavalescos narcos al contexto de Irak, Gómez ridiculiza el discurso épico del cine de guerra pues muestra un caos en el que sólo es posible prevalecer si uno es favorecido por acontecimientos azarosos. Finalmente, la tipificación de clase y raza que opera en íconos del discurso social fronterizo (el “narco”, el “inmigrante”, el “indígena” y demás) es problematizada poniendo dichos estereotipos en un juego cómico definido por la inoperatividad. Si El infierno nos muestra un narco todopoderoso e inescapable que explota en su momento de extensión, Salvando al soldado Pérez pone en entredicho la legitimidad misma de dicho discurso al mostrar que su consistencia narrativa es, en parte al menos, un proceso de ficcionalización.

 

Miss Bala y Heli, son, a su manera, filmes que toman las lógicas de las otras dos películas y las desdoblan hacia dos espacios cinematográficos que confluyen en ellas: el “cine de arte” transnacional que ubica a los cineastas del sur global en el rol de informantes nativos cuyo trabajo debe estetizar las realidades de sus países en negociación con las percepciones de dichas realidades producidas en los centros metropolitanos (un papel que, en su momento, jugaron películas como Amores perros e Y tu mamá también). Son ambas películas de excelente factura, con un diálogo estilístico fluido con las corrientes predominantes del cine global de arte. A la vez, al presentarse como filmes de pretensión artística, actualizan un código de autenticidad hacia las audiencias mexicanas, que buscan un producto cultural que les ayude a afirmar su entendimiento de un conflicto que consume a su sociedad. En estos términos, Miss Bala construye un universo similar al del Soldado Pérez, pese a las evidentes diferencias en género y tono. Naranjo parte de un hecho de interés mediático (el arresto de una reina de belleza relacionada con un narco) y construye una brillante alegoría, de atmósfera fuertemente melancólica y claustrofóbica, de la forma en que el narco absorbe a personajes como la protagonista. Heli, por su parte, apela a un discurso hiperrealista que se debate entre la honestidad cinematográfica (que, como en el cine de Reygadas, se persigue a través de la actuación no profesionalizada y la brutalidad estética) y la explotación del exotismo de la violencia (encarnado en la escena de tortura, sobre la cual es difícil concluir si es necesaria y poderosa o gratuita y facilona). Ambas películas son hasta ahora el producto más acabado del narco como estética y mercancía: obras de arte que han sacado al tema del narco de los registros populares y lo han transformado en códigos estéticos, a la vez que lo empacan en un producto que triunfa (merecidamente) en los festivales donde se valora, por igual, la calidad cinematográfica y la correspondencia con los estándares del bienpensantismo transnacional.

 

* Profesor del Programa de Estudios Latinoamericanos de Washington University in St. Louis, Misuri.

 

* Fotografía: Stephanie Sigman en la película Miss Bala/ ESPECIAL.

 

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