El post-exotismo en diez lecciones, lección once

Mar 22 • Ficciones • 3846 Views • No hay comentarios en El post-exotismo en diez lecciones, lección once

ANTOINE VOLODINE

 

Lutz Bassmann pasó sus últimos días como todos nosotros, entre la vida y la muerte. En la celda había un olor a podrido que no provenía de su ocupante, sino del exterior. Las tuberías de desagüe de la ciudad fermentaban, las dársenas de las instalaciones portuarias liberaban emanaciones rancias, los mercados cubiertos apestaban como solía suceder en primavera durante los períodos de desborde de los ríos y cuando aumentaba la temperatura. El mercurio de los termómetros no indicaba nunca menos de 34 o 35° antes del alba, incrementándose apenas se retiraba la noche, dejando paso a una grisura inclemente. Nuevas manchas de moho aparecieron en cada uno de los muros. En las horas que precedieron al alba la oscuridad había ganado fuerza bajo el catre, debajo de las uñas, en el fondo de los pulmones. Al menor pretexto las nubes se reventaban formando cataratas. Ese ruido obsesionaba a todo el mundo. Desde que Bassmann había empezado a sentirse mal, la lluvia no había cesado de crepitar en la fachada de la prisión, graneando el silencio, amueblándolo. El agua escurría por afuera y franqueaba el borde de la ventana. A su paso quedaba la huella mortecina de los chorros de óxido que escurrían de los barrotes sobre el tablero de información, bautizado por algunos guardias como el “pizarrón sindical” y que más bien parecía un collage futurista muy viejo, bastante atiborrado y deslucido. El agua zigzagueaba entre las fotografías y los recortes de periódicos que Bassmann había clavado para ayudar a soportar su estancia en el bloque de alta seguridad, entre nosotros: ese viaje inmóvil que duraba desde hacía ya veintisiete años, veintisiete largos, largos, larguísimos años. El líquido, ahora sucio, llegaba hasta una cinta, delgada y negruzca, en la parte baja de la pared, mezclándose con las filtraciones causadas por una fuga de plomería, quizá en el tubo que servía para desaguar el baño. Sí, seguro se trataba de esa tubería o de una canalización similar. Hacía tres meses que la humedad había traspasado el cemento, extendiéndose. De ahí que el hedor, cuando la presión atmosférica bajaba, se. De ahí que el entorno se volviera denso, pesado, debido a unos efluvios bastante parecidos al rastro que deja un cadáver cuando se encamina hacia la nada. La administración sólo aguardaba el deceso de Bassmann para realizar las reparaciones que requería el edificio. Con su obtusa franqueza de bípedos malvados (y sin burlarse, porque ya ni siquiera bromeaban frente a él cuando hablaban del momento en que le llegaría la hora, impacientes de que esa historia al fin se terminara), los guardias habían informado al prisionero de esta decisión. Bassmann, por su parte, no esperaba nada. Se sentaba frente a nuestros rostros descascarados para observarlos. Contemplaba las fotografías apenas visibles, esponjosas, los retratos obsoletos de sus amigos hombres y mujeres, todos difuntos, y recordaba quién sabe qué cosa inquietante (que resplandecía al mismo tiempo en todo su esplendor) que había vivido en nuestra compañía, en aquella época en que todos, del primero hasta el último, fuimos algo más que. Pero poco importa. Digo “nuestros rostros”, entre “nosotros”, “fuimos”. Se trata de un procedimiento de impostura literaria, pero que obra aquí gracias a una verdad agazapada más adelante en el texto, a una no-mentira inserta en la realidad real, en alguna otra parte, fuera de la ficción. Para simplificar, digamos que Lutz Bassmann fue nuestro portavoz hasta el fin: el suyo, el de todos y de todo. Hubo varios portavoces: Lutz Bassmann, María Schrag, Julio Sternhangen, Anita Negrini, Irina Kobayashi, Rita Hoo, Iakub Hajjbakiro, Antoine Volodine, Lilith Schwack, Ingrid Vogel. La lista que doy, constituida con informaciones voluntariamente erróneas, está incompleta y respeta el principio post-exótico según el cual una porción de sombra perdura siempre en las explicaciones, o en las confesiones, modificándolas, al punto de volverlas inservibles para el enemigo. La lista en apariencia objetiva no es sino una manera sarcástica de decir al enemigo, una vez más, que no se enterará de nada. Porque, siempre de algún modo, el enemigo es un roedor, disfrazado de lector y al acecho entre los demás lectores. Hay que seguir hablando sin que pueda obtener ningún provecho. Hay que hacerlo como cuando se declara frente a un tribunal cuya competencia no se reconoce. Se elabora una proclama solemne, en una lengua que parece ser la misma de los jueces pero que escuchan con consternación o aburrimiento, incapaces a pesar de todo de penetrar su sentido… Se le recita para uno mismo, para mujeres y hombres no presentes… No armonizando ningún giro de la frase con la inteligencia de los magistrados… La lluvia que sonaba y resonaba en la agonía de Bassmann en aquella época no era nada excepcional, es más, esa era la regla en el mes de abril. En aquella región, alcanzada por los coletazos de los monzones, nos habíamos acostumbrado a  asociar la primavera no tanto con las imágenes de verdor naciente que se imponen en la literatura occidental, sino con el bullicio lento y sonoro del diluvio, la humedad, las atmósferas mefíticas. Dentro de la prisión, los hedores cambiaban de intensidad según la hora y circulaban de forma imprevisible, impidiendo acostumbrarse a ellas. Una sensación de ahogo nos atormentaba de amanecer en amanecer. Nadie se sorprendería al descubrir que se gestaban en la penitenciaría varias enfermedades psicosomáticas durante aquel fragmento del calendario. A las alteraciones respiratorias se añadían la perturbación resultante de la soledad. Más difícil aún se había vuelto platicar de celda a celda debido al ruido de fondo, al roce monótono y al escurrimiento que no se detenía a ninguna hora, alterando el contenido de nuestros mensajes. Ese año, el “nosotros” era más que nunca una impostura literaria, más que nunca una convención novelesca, porque Lutz Bassmann estaba solo. Ahora estaba solo. Había alcanzado ese momento de nuestra aventura común que muchos de entre nosotros, en los libros terminados o no, habíamos descrito como el de la última derrota. Cuando el último sobreviviente de la lista de los muertos, y en este caso se trataba de Bassmann, murmurara su última sílaba, entonces, mucho antes y mucho después de la historia, sólo el enemigo tendría derecho a pavonearse, invicto e invencible; y de entre las víctimas del enemigo ni un solo nuevo portavoz se animaría a interpretar o reinterpretar completamente alguna de nuestras voces —ni a amarnos. Lúcido a pesar de los desdoblamientos de personalidad que gangrenaban su agonía, lo único que Bassmann intentaba era comunicarse con los fenecidos. Ya no golpeaba los tubos del lavabo o la puerta diciendo, por dar un ejemplo, Llamando a la celda 546, ni la tubería sellada detrás del excusado de los baños, Llamando a la celda 1157, ni los barrotes de la ventana diciendo Aquí Bassmann… Respondan… Bassmann escucha… Respondan… Ahora no golpeaba en ninguna parte. Concentraba su mirada en nosotros, en las fotografías de aquellos y aquellas que lo habían precedido en la desaparición, y hacía lo necesario para que un murmullo franqueara sus labios, fingiendo no estar muerto todavía, reproduciendo una técnica de susurrar que los más tántricos de nosotros habíamos utilizado en nuestros romånces: con una respiración apenas audible, el narrador prolonga no su propia existencia, sino la existencia de los que van a extinguirse, porque es el único que va a conservar su memoria. Palabra a palabra, estertor tras estertor, Lutz Bassmann luchaba para hacer que perdurara el edificio mental que iba a regresar al polvo. Su aliento se confundía con los sudores pútridos que erraban en la prisión. Seguía aferrándose un poco a lo real y se aferraba para que los residuos. Para que por una hora más, dos horas y media, una noche más persistan los mundos que nos habíamos esforzado violentamente en apuntalar y en defender. Edificio mental… Mundos… Violento apuntalar… ¿Qué es lo que…? ¿Eh…? Ahora contesto. Habíamos llamado a eso el post-exotismo. Es decir, una construcción relacionada con el chamanismo revolucionario y con la literatura, con una literatura manuscrita o aprendida de memoria y recitada, porque algunas veces, durante largos años, la administración nos prohibía poseer soportes de papel; es decir, una construcción interior, una base de repliegue, una secreta tierra de asilo, pero también algo ofensivo que participara en el complot que algunos individuos emprendían a mano limpia contra el universo del capitalismo y contra sus innumerables ignominias. Sólo a los labios de Bassmann esta lucha había sido confiada. Únicamente de sus labios dependía. Como treinta años de encarcelamiento habían acabado por descerebrar a Bassmann y a reducir a jirones sus dones de creador, sus murmullos postreros habían dejado de obedecer a las lógicas pioneras, combatientes, marcadas por gozos oníricos y entusiastas, indispensables para que el proyecto post-exótico no se redujera a una o dos obras. Mientras agonizaba, Lutz Bassmann sólo deseaba remover las brasas que tenía a su cuidado y que la nada no lo absorbiera demasiado rápido junto con ellas. Pero incluso antes, desde el inicio de la primera década, quizá porque estimaba que los confidentes estaban fuera de su alcance, o porque ya no existían, parece que renunció a dar un color particular a su llama poética. Sus últimas obras, sus últimos sobresaltos novelescos se resguardan bajo títulos poco trabajados y halagüeños, del tipo Saber pudrirse, saber no pudrirse, o Estructura de la obscuridad desconstruida, o Paseo por la infancia. Se trata de poemas narrativos o Shaggås, piezas en ocasiones breves, a veces diluidas en vastas logorreas de retaguardia que no da ningún placer leer. También tiene algunos romånces, como Deslealtad entre los vándalos, Mil novecientos setenta y siete años antes de la revolución mundial, e incluso La mantis, pero el rumiar que los inspira ya no descansa en nada que sea comunicable. Su encriptación, así como su innegable belleza, es vana, quizá sencillamente porque nadie no. Nadie escucha. Salvo Bassmann, ningún otro ser vivo permanece atento. En tales obras ha sido descuidada hasta en el mínimo detalle la idea de la connivencia con el lector, tan bien aceitada y tan prolífica en los engranajes de la literatura oficial. Esos son los borborigmos terminales, los últimos carraspeos escanciados del post-exotismo… POST-EXOTISMO. De nuevo esa palabra. De nuevo ese vocablo pesado. Hemos dado vueltas a su alrededor, desde el inicio, como carroñeros alrededor de los restos de un cadáver. ¿QUÉ ES EL POST-EXOTISMO? […]

 

Traducción de Iván Salinas

El texto anterior es el inicio del libro El post-exotismo en diez lecciones, lección once, del autor francés Antoine Volodine y que, en traducción castellana de Iván Salinas, publicará próximamente Sur + Ediciones, sello independiente de Oaxaca.

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