El precio de la libertad

Oct 24 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 2675 Views • No hay comentarios en El precio de la libertad

POR JOSÉ MARÍA ESPINASA

 

Hace más de cincuenta años se publicó Rayuela de Julio Cortázar. Pero desde por lo menos un siglo antes no hay escritor latinoamericano que no se siga definiendo reflejado, por ausencia o por presencia, en el espejo de París, capital del siglo XIX según Walter Benjamin, siglo en el que de alguna manera los escritores del nuevo continente seguimos sin abandonar. La ciudad luz que encarna a la vez en una de esas urbes con algo de milagro arquitectónico y con una condición ficticia, mitológica, incluso cuando nuestra cultura ya no es afrancesada con la intensidad que lo fue en otras épocas.

 

Uno de los momentos cumbres de esa mitología es, desde luego, Rayuela, pero es precisamente a partir de ella que se busca en cierta forma quitarle esa condición romántica e iluminarla con una luz distinta, muchas veces más amarga. La generación que leyó Rayuela como un manual de educación sentimental –los que tenían alrededor de veinte años cuando apareció- si bien evitaron los parricidios literarios no pudieron dejar de sentir su desencanto ante la distancia que se abre entre la ciudad imaginada o adivinada y la real.

 

No deja de ser curioso que dos escritores casi paralelos pero con un temperamento muy distinto, como Héctor Manjarrez en México y Enrique Vila-Matas en España, terminen por escribir libros tan complementarios en sus diferencias (desde los mismos títulos) como París no se acaba nunca y París desaparece. Los dos armados de humor e ironía, más ácido el mexicano, más festivo el español -del que por cierto los mexicanos nos hemos apropiado, apropiación que ahora culmina con el Premio FIL Guadalajara- escriben sus obras con un afán paródico y desmitificador, recorren los lugares comunes intelectuales de la época, se desencantan de la quimera que los atrajo, describen el fracaso de las ambiciones juveniles de escritores, aunque ambos son reconocidos en sus países por la crítica

 

París desaparece es una novela extraña, que prolonga las búsquedas que en algunos de sus libros Manjarrez ha utilizado, en especial esa especie de collage de textos, cuadernos, apuntes, falsas o verdaderas memorias, cartas, sketches teatrales. Ese bricolaje de algunos de sus libros es particularmente afortunado aquí y le otorga una libertad mayor en la forma y ya no se siente obligado a escribir cuentos o novelas que respondan a un concepto clásico, incluso cuando resiente las influencias del noveau roman, el situacionismo y otros movimientos estéticos. París desaparece es, desde luego, un ajuste de cuentas con la quimera parisina, pero no exenta de una mirada retrospectiva matizada por la ternura hacia esa ilusión. La novela es mucho menos devastadora y crítica que, por ejemplo, su pequeña obra maestra, La maldita pintura, situada en Londres, para él la otra ciudad-quimera. Pero es dosis de ternura se debe en cierta manera a la manera en que el autor se concibe a sí mismo, en la que relee y utiliza los apuntes de otras épocas cuando su exigencias le impedían considerarlos literatura. Desde luego que esto no lo puedo comprobar, pero me resulta evidente que mezcla escrituras de diferentes años y se distancia de sí mismo para reconocerse más de lo que él, o nosotros sus lectores, podíamos esperar. Y eso se debe –principal diferencia con Vila-Matas– a que la escritura sigue siendo un acto profundamente vital, su desencanto es vivido a fondo y no es transformado todo en ilusión paródica. Sacrifica brillantez pero gana en profundidad. Por ejemplo las hilarantes aventuras con chichifos y médiums que subrayan su soledad, o también la práctica de una sexualidad sin coartadas amorosas, como su encuentro con los fantasmas beatniks encarnados en dos odaliscas gringas de pesadilla o incluso su personal Tía Julia.

 

Sartre, Simone de Beauvoir y el existencialismo, con la mirada admirativa y desconfiada que vuelve legendarios a los cafés en que se reunían, son pasados por el molino crítico. Vuelve a describir las anécdotas que subrayan la condición de meteco del hispanoamericano en París, el trato de los meseros, de la policía, del vecino. A veces se adivina que el escritor refrena sus ganas de discutir las ideas de entonces y su actual validez, como si pensará ¿para qué? si ya quedaron atrás, tanto las buenas como las malas. En efecto, en Manjarrez hay una terrible sensación de derrota no sólo por la derrota en sí de los ideales y objetivos, sino por el tiempo que pasa, que nos hace viejos. Y a pesar de ellos es uno de nuestros escritores más permanentemente jóvenes.

 

Detengamos un poco en esa mistificación: la juventud. La generación que volvió esa condición un valor en sí fue la marcada por el rock y Rayuela. La volvieron una obligación y encontraron todo tipo de coartadas en el poeta-niño-vidente. En México fue bautizada como La onda y el paradigma es José Agustín y su libro tótem Se está haciendo tarde. El muy precoz José Agustín publicó de joven narraciones realmente notables y luego muchas y muy desiguales, sin alcanzar nunca el nivel de sus obras juveniles. Otro motivo para mitificar la condición juvenil. Y sin embargo desde sus primeros libros era evidente que Manjarrez era un escritor más dotado, sólo que entonces su adscripción fue a la otra tesis, la de la escritura. Después de los últimos cinco libros publicados es evidente que es él quien mejor representa la onda, aunque esto ocurra cuando ya no tiene veinte años. Lo que en ambos queda claro es que la condición juvenil mucho más que unas fechas se define por una actitud. ¿Cómo hacer para que esa actitud no se vuelva impostada e incluso ridícula cuando ya no se corresponde a las fechas que definen la edad? Precisamente tomándosela en serio, no teñirla del desdén del arrebato adolescente. Y ese es uno de los mejores hallazgos de Manjarrez: no quitarle importancia a lo que en efecto fue muy importante.

 

Fue esa importancia lo que le confiere a la ilusión una inusitada crueldad y una capacidad de daño, similar a la idolatría ideológica en la izquierda que lleva al totalitarismo político, esa nueva moral se vuelve inquisitorial. Pocos escritores han descrito tan a fondo esa condición como Manjarrez y han decidido verla de frente, en toda su complejidad. Por eso no ha cedido a la frivolidad del revival ni a la impostura del heroísmo sesentaiochista. No es fácil ya que, entre otras cosas, se renuncia a la simpatía del (h)ondero entusiasta, el iconoclasta autorizado para hacer tonterías en nombre de su juventud. Al revés, la juventud debería tener una condición mayor de exigencia. Eso, tal vez, está más cerca de Rimbaud.

 

El problema de París desaparece es que, justamente al aspirar a esa integridad genérica de la novela se le notan demasiado las costuras del collage. Por eso es en cambio un libro absolutamente extraordinario Ya casi no tengo rostro. El género del cuento o relato le permite no buscar el ensamblaje sino presentar los textos tal cual en su condición de escritura –noción, desde luego, muy francesa, pero que tiene que ver con otros elementos, por ejemplo el jazz y la improvisación musical, las variaciones sobre un mismo tema -casi siempre el del fracaso amoroso construido sobre la propia exigencia de  la relación, muy en el tono  de Pasaban en silencio nuestros dioses.

 

Frente a los años previos al 68, los de ese París que desaparece, estarán los del post sesenta y ocho en Londres y México. Si hay en el buen sentido una literatura de época esta lo es. El autor se enfrenta sin conmiseraciones ni nostalgias a lo vivido, pero también si resentimiento, y eso le permite ser arrebatadamente romántico, en una forma nada dulce del romanticismo.  Es, para usar un título muy sartreano, el precio de la libertad.

 

 

*FOTO: París desaparece, última novela de Héctor Manjarrez se suma a la tradición de narrativa mexicana que retoma los movimientos estudiantiles de 1968 para explorar los alcances literarios de la juventud/Especial.

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