El rastro del olvido

May 17 • destacamos, principales, Reflexiones • 3205 Views • No hay comentarios en El rastro del olvido

 

JAVIER GARCÍA-GALIANO

 

En los caminos de Baviera pueden encontrarse hombres con sombrero de copa, levita y pantalones negros gastados. Con frecuencia viajan en bicicleta, pero a veces caminan con dignidad parsimoniosa cargando sus peculiares instrumentos de trabajo; son aprendices de deshollinador de chimeneas que deben recorrer los pueblos durante un año ofreciendo sus servicios sin acercarse a su lugar de origen. Se trata de la prueba definitiva para ser nombrados maestros del oficio.

 

Desde el Poema de Gilgamesh, el viaje y el destierro importan asimismo una iniciación. Una de sus formas halló su origen en Homero y prosiguió en Virgilio, de quien quiso proceder Dante. En sus viajes transitaron por el sueño y el infierno, y conocieron los peligros de las quimeras, las cuales indujeron la errancia de don Quijote. James Joyce comprendió que el periplo mítico que narró aquel o aquellos a quienes llamamos Homero lo emprendían consuetudinariamente, sin saberlo, muchos hombres comunes.

 

También la literatura alemana abunda en viajes, muchos de los cuales devinieron un género al que los manuales aluden con el nombre de Bildungsroman (novela de formación). En el Wilhelm Meister, Johann Wolfgang von Goethe tampoco se privó de esa tentación, que no prescindió de la parodia de Jean Paul y Von Eichendorf. Como el de Odiseo, como el de los aprendices a deshollinador de chimeneas, el viaje de los personajes de esas novelas se revela como una iniciación que se cumple con el regreso.

 

Desde el Libro del Éxodo hay pueblos destinados a la persecución y el destierro; el de los israelitas resulta arquetípico. Su historia preserva una inquietud y una amenaza significativas como una duda en la historia de todos los hombres y está hecha de una sucesión de atrocidades, de incomprensiones, de incertidumbres, de desasosiegos, de plegarias, de consuelos, de alianzas teológicas.

 

En Algäu, en Baviera, en los Alpes, también existen emigrantes, algunos de los cuales crearon allí íntimamente su Heimat, su terruño, su patria familiar; otros, en cambio, se decidieron por la errancia, por la melancolía, por imaginar el pasado, por combatir el olvido; uno de esos hombres que persiguió la emigración como una forma de supervivencia fue Winfried Georg Maximilian Sebald, que parecía estar siempre en tránsito, en auto, en tren, caminando, en Norfolk o en Amberes, en Suiza o en Alemania, como una vagancia o como un destino.

 

En sus libros, el azar del viaje conduce a Sebald, acaso un narrador ficticio, a conocer personajes peculiares, cuya biografía revela naturalmente una condición característica, en la que pueden descubrirse las minucias de la historia. Muchos son emigrantes judíos y en ellos se va cifrando de manera humana la historia como un devenir personal. Algunos de ellos no sólo han perdido su patria, sino también su nombre.

 

Sin dramatismo ni afectaciones, Sebald refiere esas biografías como una remembranza natural, como una historia circunstancial que incita reflexiones azarosas, entre el ensayo y la ficción, el cuaderno de notas y una relación de hechos, entre el viaje geográfico y el viaje al pasado, lo cual evidencia falsos recuerdos y señala el rastro del olvido porque Sebald creía que, después de la Segunda Guerra Mundial, en Alemania se pretendió menos el olvido que crear un recuerdo soportable de la siniestra historia reciente. Consideraba que la búsqueda de ese pasado no era “la de un judío alemán; desde esa perspectiva, creo yo, nueva y diferente. Se trata de personajes identificables, de historias locales, de cosas que suceden en las pequeñas ciudades. Se trata también de que hablen los testigos de la época, los verdaderos sobrevivientes de esa historia de persecuciones enloquecidas, de liquidaciones masivas. No sólo como un gesto literario, social y generoso, sino como una prolongación de esa memoria que agoniza en el presente”.

 

Su “peregrinación inglesa”, como llamaba al viaje que emprendió caminando a Suffolk, en el este de Inglaterra, para visitar a Michael Hamburger, se convirtió en el origen de Los anillos de Saturno, en el que confesaba que en la época posterior a ese periplo, “me mantuvo ocupado tanto el recuerdo de la bella libertad de movimiento como también aquel del horror paralizante que varias veces me había asaltado contemplando las huellas de la destrucción, que, incluso en esta remota comarca, retrocedían a un pasado remoto”. Según lo escribió en Los emigrados, la destrucción era asimismo un recuerdo de infancia, cuando, después de haber estado en Munich, “asociaba claramente la palabra ciudad a las montañas de escombros, los muros desnudos y los huecos de las ventanas por donde se podía ver el cielo”.

 

Los recuerdos también pueden estar hechos de fotografías. Las historias familiares del siglo pasado suelen preservarse en álbumes cuyas imágenes propician diversas rememoraciones. Esas imágenes no representan meras ilustraciones, sino que importan una realidad a veces inadvertida, y más que conservar un pasado, lo conforman. Con frecuencia, van construyendo asimismo los recuerdos de un viaje y parecen ser parte de él como más que una costumbre. Muchos viajeros van registrando compulsivamente la memoria de sus viajes y hay viajes que parecen ideados para tomar fotografías. Cuando viajaba, Sebald escribía notas de lo que veía y también tomaba notas con su cámara fotográfica. Algunas de esas imágenes terminaban conformando sus libros. Unas, como las de Austerlitz, eran producto del azar, otras tomadas intencionalmente. Muchas, como las de Los emigrados, eran históricas y auténticas en relación con las biografías. No se reducen a meras ilustraciones, sino que forman parte esencial del relato, en relación incesante con la escritura, que les va confiriendo sentidos varios, de la misma manera que las fotografías le confieren sentidos varios a la escritura; son como dos narraciones paralelas que no dejan de combinarse en modos insospechados y cambiantes.

 

Sebald sabía que la portada podía ser asimismo parte de la creación de un libro, que puede guardar significados cómplices y revelar algún asombro. Algo de ello ocurre con la portada de Austerlitz, que reproduce un retrato fotográfico del historiador londinense de arquitectura que se convirtió en un personaje de ese libro. Sebald confesaba que sus “textos con las imágenes y fotografías devinieron más vivos, más reales, con muchas más facetas. Yo trabajo de acuerdo al sistema del bricolage, en el sentido de Lévi-Strauss”, y reconocía que algo de esa creación que combina prosa e imagen procedía de los ensayos obsesivos que había concebido Alexander Kluge con fotografías, con palabras, con el cine.

 

“Uno viaja siempre con el mismo equipaje”, sostenía Sebald, “vale decir: sus ideas y resentimientos, sus angustias y obsesiones”. También con sus lecturas que van haciéndose parte del viaje, propiciando descubrimierntos y asombros, percepciones e ideas, visiones y figuraciones. En los libros de Sebald, sus lecturas se entreveran naturalmente con el paisaje, con los hechos, con los personajes, induciendo que por momentos adopten la forma del ensayo, que otros libros interfieran en la trama y que la trama incida sugerentemente en la relectura de esos libros. Aunque también escribía textos acerca de diversos escritores, como los que reunió en Patria pútrida, en libros como Los anillos de Saturno y Un lugar en una casa de campo, la lectura y las ideas acerca de autores como sir Thomas Browne, Conrad, Kafka, Robert Walser se vuelven un componente íntimo del viaje a un género peculiar en el que se concadenan el ensayo, el cuaderno de viaje, las notas de lectura, la biografía, la remembranza y la ficción. “Mi instrumento”, decía, “es la prosa, no la novela”.

 

W. G. Sebald es un personaje de W. G. Sebald. No sólo en Los anillos de Saturno aparece como el caminante que cumple con un peregrinaje azaroso por el norte de Inglaterra, el cual ha originado ese libro y que es el mismo hombre que se halla en el hospital de Norwich en un estado próximo a la inmovilidad absoluta, que escribe el libro llamado Los anillos de Saturno, que refiere asimismo la historia de la escritura de ese libro. Su presencia también se adivina en el resto de sus libros como un testigo silencioso, cuya biografía, en Austerlitz, coincide con la de un hombre de nombre Winfried Georg Maximilian Sebald. A pesar de que pretende evitar el mínimo protagonismo, no deja de ser el hombre en tránsito que se encuentra por azar personajes simples cuya vida revela como una historia esencial, la cual escribe con un idioma sencillo, sin señalamientos ni sentimentalismos, como algo natural. Aunque intenta ser discreto, las observaciones de ese narrador, sus remembranzas, la relación de sus viajes intervienen en el descubrimiento de esas biografías y, por lo tanto, en el devenir de esas existencias. Quizá sin proponérselo, al escribir de otros, Sebald se delata calladamente y escribe sobre sí mismo.

 

La idea de Heimat, creía Sebald, es de origen reciente; comenzó a existir cuando desaparecía, cuando muchos grupos sociales le voltearon la espalda y emigraron: sólo entonces se convirtió en una zona idílica, un punto de referencia y un problema. Mientras más se hablaba de la patria chica, menos existía. Aunque nunca abandonó la errancia, en el último capítulo de Vértigo Sebald regresó a la patria, en la que se imponía la uniformidad incluso en los pueblos ocultos en los Alpes. En las conferencias que impartió en el otoño de 1997, en Zúrich, que se convirtieron en Sobre la historia natural de la destrucción, volvió literariamente a Alemania para rememorar su destrucción y hallar en ella vestigios de un pasado que se perdía, que se callaba quizá como “un instrumento ya afinado con la amnesia individual y colectiva, probablemente influido por una autocensura preconsciente, para ocultar un mundo del que era imposible hacerse ya una idea. A causa de un acuerdo tácito, igualmente válido para todos, no había que describir el verdadero estado de ruina material y moral en que se encontraba el país entero. Los aspectos más sombríos del acto final de una destrucción, vividos por la inmensa mayoría de la población alemana, siguieron siendo un secreto familiar vergonzoso, protegido por una especie de tabú, que quizá no se podía confiar ni a uno mismo”.

 

Sebald murió en el camino, en la neblina de una curva en el norte de Inglaterra, la noche del 14 de diciembre de 2001, cuando manejaba su auto rumbo a su casa, en Norwich. En “Un adiós para Max Sebald”, Hans Magnus Enzenberger lo recordaba en verso como un buscador de vestigios.

 

Que el polvo se le hiciera ligero

lo sabemos sólo por estas tres líneas:

Así me deslizaba silenciosamente

sin apenas mover un ala

a gran altura sobre la tierra…

 

*Fotografía: Sebald, uno de los grandes autores de la literatura europea contemporánea./ ESPECIAL

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