El último partido

Ago 30 • destacamos, Ficciones, principales • 3142 Views • No hay comentarios en El último partido

 

POR JOAN M. PUIG 

 

Cuando la polvareda se disipó escucharon el quejido del Gordo Suárez. Lo habían tronado, no cabía duda. Nadie puede chillar de forma tan lastimera para engañar al árbitro. En el banquillo Chávez dio un salto y pidió a gritos la expulsión, haciendo gestos con las manos, reclamando a la banca del equipo contrario por la entrada:

 

—¡No es necesario jugar así!

 

La falta merecía tarjeta. El Gordo había lanzado un ataque en solitario por el centro del campo, llevándose a dos defensas con movimientos de cintura, escondiendo el balón con elegancia, pero el central salió al cruce y se barrió al cuerpo, levantando la pierna a la altura de la rodilla. Los compañeros, olvidándose del dolor del centrocampista, se fueron sobre el sicario, enemigo del buen juego y lo hicieron recular varios metros a base de empujones y mentadas. Pero quién se atreve a iniciar una bronca contra los Gaseros, si son más de veinte y siempre su porra llena el camión en el que reparten los cilindros. Por eso no pasó de una escaramuza y se calmaron los ánimos cuando el árbitro sancionó la jugada con tarjeta roja.

 

Chávez aplaudió la decisión arbitral, asintiendo con la cabeza y rectificando las maneras ante el banquillo contrario:

 

—Era el último hombre.

 

Pero el Gordo no se levantaba, revolcándose en la tierra, aferrado a la rodilla cómo si temiera fuera a desprenderse: empanizado de polvo, con los lagrimales atiborrados de piedritas y unas líneas de sudor espeso como ríos secos a los lados de la cara que le daban la apariencia de un Elvis de llano. Chávez corrió hasta él para reconfortarlo con una botella de agua, la única medicina. No había nada más que hacer.

 

—¡Me rompieron! —repetía.

 

Lo levantaron entre tres, para que no apoyara la pierna, y lo llevaron hasta la banda. Le limpiaron la rodilla y vieron la piel abierta debajo de la rótula, de una pulgada; ante sus ojos se hinchaba la articulación del Gordo. Chávez fue corriendo al puesto de refrescos, detrás de la portería contraria, y consiguió una bolsa de hielo para detener la inflamación.

 

—¿Qué pasó, puedes seguir?

 

Y el Gordo sin cambiar el gesto:

 

—Me rompieron —cantaleta que ya cansaba.

 

¿Y ahora? Julián Suárez, apodado el Gordo, era el único jugador del Atlético Las Cañadas capaz de consentir al balón. Si bien su constitución física que le ganó el sobrenombre no le permitía desbordar o rematar por los aires, su fina pierna izquierda lideraba al equipo. ¡Y con aquel cuerpazo! ¿Quién podía quitarle la pelota? Sólo así, arteramente y a la brava, podía ser detenido.

 

—No lo vi venir.

 

Con el partido empatado a unos, y veinte minutos por delante, había que realizar el cambio: Chávez por el Gordo. El equipo se lamentaba de antemano porque Chávez… Chávez es un negado para el deporte, no hay más que decir. Si lo habían invitado a formar parte del equipo era por amistad, para tener a alguien de suplente, y por Sahara. La hermana de Chávez era una morena de piernas largas y carita de ruiseñor, largo pelo castaño hasta la cintura y nalgas de Afrodita tropical. Pero ese día que Sahara no había ido a verlos era como si Chávez no existiera.

 

Era el último partido de la temporada y ya no se jugaban nada, excepto la honra. Hace tres jornadas que los Gaseros habían sido declarados campeones de la Liga Amateur de Torre Vieja, y el Atlético Las Cañadas, en la parte baja de la tabla, se conformaba con no ser el último. Pero ganar en el partido a los campeones, era campeonar. Y una buena manera de curarse las heridas de la primera vuelta: 7-0. Marcador beisbolero. Cierto que en aquella ocasión apenas y se habían completado porque faltaron el Mago, Luís, los hermanos Soto, Carmona y Chávez, que fueron incapaces de cumplir con el compromiso, porque la noche anterior todo el equipo había asistido al festejo de los quince años de la prima del Mago, y el amanecer los sorprendió aún con ganas de fiesta y sedientos, camino a Santa Cecilia, donde Luís conocía el mejor merendero. Los ocho restantes, que se presentaron adormilados y con las corbatas en la cabeza, apestaban tanto a alcohol que el árbitro estuvo apunto de suspender el encuentro para resguardar la integridad física de los jugadores. Aún así el partido se jugó, y el equipo de los Gaseros, no obstante el partidazo del Chivo en la portería, sacó provecho; el Atlético Las Cañadas —sin fuerzas en las piernas, desgastados, indispuestos y dando arcadas, además de la inferioridad numérica— había luchado con honor hasta que cayó el primero gol, a los cinco minutos; entonces comenzó la debacle.

 

Pero este partido es otro cuento: empataban y tenían encerrados a los Gaseros en su cancha. Total, Chávez entró de cambio. El Mago prefería mirar al piso antes que confirmar cómo aquella figura endeble se despojaba de los pants revelando las delgadas y blancas piernas que contrastaban con los calcetines de trabajo, negros, que apenas le cubrían los tobillos, y las rodillas bizcas de niño que pegó el estirón antes de tiempo. Ah, pero eso sí, aquellos zapatos de piel que le costaron un dineral, con ribetes amarillos y el nombre de un delantero brasileño en el exterior. Tanto zapato para puro punterazo. El Mago se fue a donde Ramón Soto y sugirió dejaran a Chávez de delantero y él pasara a la media punta; no podían esperar en la delantera a que Chávez les lanzara un balón a profundidad o un centro medido. Mejor dejarlo abandonado en la trinchera enemiga y trabajar el medio campo con orden y seriedad, para contener al equipo contrario.

 

—Aguantemos el empate, Ramón, el resto es milagro.

 

Pues Chávez a la delantera, con recomendaciones de los compañeros para que no cayera en fuera de lugar y estorbara al contrario cuando armaran juego: perseguir al portero cuando los defensas le dieran el balón, luchar las pelotas por aire en los despejes, abrir a la banda contraria cuando el Mago o Ramón Soto armaran juego desde la media para jalar marca y, sobre todo, no cometer faltas tontas. Hacer bulto fuera del pasillo, pues.

 

Poco pudo hacer Chávez en sus primero minutos de juego porque los Gaseros, conscientes de la baja que habían causado, atacaron con todo. No prestaron el balón y en diez minutos tiraron cuatro veces contra la portería del Chivo, un poste y dos lanzamientos colosales, dignos de foto. Se crecía el Chivo y volaba todo lo largo que era, para atrapar el balón con ambas manos; cuando se erguía, abrazando el balón contra su pecho, gritaba a todo pulmón:

 

—¡Salgan!

 

En el círculo central Chávez parecía un espectador más, sin poder siquiera tocar la caprichosa. El Chivo despejaba largo, hacia las bandas, buscando siempre a Ramón Soto o al Mago, mientras Chávez, trastabillándose, intentaba seguir la trayectoria de la pelota.

 

Entonces el Mago logró un desborde por la banda derecha, llevándose a un defensa por velocidad, y quedó libre el carril hasta el área contraria, pero se dio cuenta que con la jugada había dejado atrás también a sus compañeros de ataque. Delante tres defensas y Chávez, en el centro, dando brinquitos para desmarcarse. No quiso esperar al resto por seguir el contragolpe y se lanzó veloz hacia la portería. Tres contra dos. Cerca de los mal marcados límites del área le cortaron el paso dos defensas, e incapaz de seguir adelante por el cansancio del sprint y la falta de espacio, con Ramón Soto trotando en la media cancha, el Mago —que le llaman así por su profesión y no por su habilidad futbolera— decidió lanzar el balón a Chávez que esperaba en la media luna, junto a un defensa que le doblaba en tamaño y cuerpo. Chávez vio venir el balón y lo atajó con la pierna derecha, pero le rebotó un metro adelante.

 

—¡Tira! —le gritó desesperado el Mago.

 

Demasiado tarde, a pesar de que Chávez recuperó el balón, pisándolo para matarle su capricho, cuando quiso darse la vuelta el defensa metió la pierna, taponándolo limpio, y le robó la cartera.

 

—Para la otra inténtala como te llegue —le aconsejó el Mago.

 

Chávez no tuvo tiempo de pensar qué había pasado, porque ahora tenían que bajar todos a defender, a contra paso. Para su suerte, el defensa intentó un cambio de juego que acabó con el balón fuera del terreno, fuera del vallado. Y como el campo quedaba en la parte alta de la loma, una pelota fuera de los límites traía sus cinco minutos de espera. A recuperar fuerzas y tomar agua.

 

Soto se fue a donde Chávez, que seguía mirando la portería contraria, visualizando la jugada y repasando el fallo. Se le escapaban breves movimientos de la pierna, gestos que pretendían acomodar mejor el cuerpo a la hora de recibir el balón.

 

—Este es tu partido, Chávez. ¡Les tenemos que ganar!

 

Chávez miró incrédulo a Soto. ¿Confiaban en él? Sabía que no, él mismo conocía sus carencias. Pero siempre hay un día para todo, para dejar atrás la burla, para conseguir la hazaña que fuera recordada durante años y que le abriera el pecho cada vez que los amigos contaran: ¡Se acuerdan el partido contra los Gaseros, que ganamos en el último minuto con gol de Chávez…! Riendo todos de alegría, palmeándole la espalda o sujetándole los hombros con agradecimiento. Podía saborearlo, y le gustaba. Todos podemos ser héroes, pensó.

 

—Vamos a ganar, Ramón. Este partido no se nos escapa.

 

Con el balón de regreso en el campo se lanzaron los jugadores a matarse en los últimos minutos. No había por qué guardar fuerzas, irían por todas las canicas. Juego duro en la media cancha, balones largos, pases mal medidos, jugadas trabadas que acababan siempre con una falta en el círculo central… El juego no progresaba y los Gaseros parecían conformes, manejando el ritmo tocaban el balón en horizontal y lanzaban desbordes por la banda que acababan con pérdidas de tiempo en el banderín de córner. Y Chávez allá arriba, de un lado al otro del terreno, desmarcándose constantemente y tan lejos del juego.

 

En una de las pocas jugadas en que los Gaseros perdieron el control del partido Luís consiguió un tiro de esquina a favor y todo el Atlético Las Cañadas, excepto el Chivo, subió a buscar el remate. El Mago se preparó para mandar el centro templado buscando al larguirucho de Carmona y justo en el momento en que impactó el balón —como si se tratara de un artificio suyo— tronó el cielo como en día de juicio final, rompiendo la concentración de todos los jugadores. Un truco fantástico. Los defensas se quedaron estáticos ante el estallido, quizá pensando que el arbitro marcaría algo pero no hay nada en el reglamento que contemple circunstancias divinas y el balón voló inadvertido hasta chocar contra la cara de Chávez, absorto también, y de ahí fue a dar contra el poste… ¡Este es su partido! Con las manos en la cara, en gesto de dolor y lamento, sintió la lluvia caer a regadera abierta, explicando el asombro. Nadie había notado las nubes y ahora, con el cielo rasgado, soltando sobre el campo toda su cólera, veían con asombro la tormenta. Venía el agua con todo, convirtiendo el campo en lodazal que impedía la trayectoria del balón, estancando cada paso y apenando aún más las carreras; no se podía desbordar ni driblar, sólo mandar pases por alto, así que el árbitro aprovechó un saque de banda para consultar a los capitanes:

 

—¿Le seguimos? ¿Cinco minutos, más la compensación?

 

Siguieron, para acabarlo bien, como se debe. La lesión del Gordo y la salida del balón del campo darían casi seis minutos extras. Tiempo suficiente. En ese momento Chávez tuvo una visión, tan clara como el agua que caía. La vio cuando el delantero de los Gaseros acabó con la cara en el lodo tras intentar un remate a portería que terminó en saque de banda, provocando incluso las risas de su propio equipo:

 

—¡Estrai!

 

Todos, con la lluvia, eran igual de torpes y él podía sacar ventaja de eso. ¿Cuál diferencia?

 

Entonces llegó la jugada, su jugada: pase de Ramón Soto a los límites del área que, a pesar de la mala recepción de Chávez, lo dejó solo frente a la portería gracias a un resbalón del defensa. Perfilándose, Chávez soltó un potente calcetinazo, raso, al palo contrario… que nunca llegó. El balón se quedó a medio camino, varado en el agua. Todos —el portero, Chávez, el árbitro— miraban al esférico cambiar de rumbo en una corriente de agua que invadió el campo, y se iba, solito, llevado por el cauce, hacia la banda contraria. Cayó tanta agua que en el área de los Gaseros se formó un surco de agua infranqueable, en el que el balón viajaba fuera del campo, como cansado, harto de patadas y manoseos, loma abajo.

 

El árbitro pitó el final con acuerdo de los capitanes, firmando el empate, porque no se puede jugar con un canal de agua a mitad del campo. ¿Con el tiempo cumplido qué importaban tres minutos más? Así que comenzaron las carreras para salir de la tormenta. La tensión del partido se transformó en carcajadas porque todos estaban ensopados, enlodados, y más de uno se fue al suelo patinando y acabó en el barro; los más chamacos comenzaron una guerra de lodo, todos amigos. Era tiempo de refugiarse en el changarro de la esquina, de preocuparse por el estado del Gordo y tomarse unas cervezas, felicitar a los campeones quienes admitirían la lucha y el partidazo del Atlético Las Cañadas. Todo se disipaba, como olvidado. Al Mago se le comenzó a borrar de la cabeza su golazo de bolea a bote pronto, para el uno a uno, porque ya era historia. Se marchaban todos a la carrera, menos Chávez. Él caminaba casi de espaldas, sin poder apartar la vista de la portería atravesada por aquel río de agua en el que el balón navegaba a la deriva.

 

 

Cuentista y traductor de literatura brasileña

 

* “Joven futbolista” (1926), de Ángel Zárraga / ESPECIAL

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