El virus zombi

Feb 26 • Conexiones, destacamos, principales • 7612 Views • No hay comentarios en El virus zombi

 

POR MAURICIO GONZÁLEZ LARA
@mauroforever

 

¿Por qué el zombi es tan popular? Este texto intenta brindar algunas pistas para entender nuestra fascinación con el Apocalipsis zombi.

 

Todo muere aquí, incluso las estrellas”.- Paul Holland en Yo caminé con un zombi

 

Empecemos por lo evidente: pensar en zombis presupone visualizar el fin del mundo.

 

Esa es la constante que ha distinguido a la narrativa audiovisual de zombis desde el estreno de La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero, en 1968: si vemos a un “muerto viviente a cuadro”, sabemos instantáneamente que la humanidad se ha ido al carajo. No hay marcha atrás: lo único que queda es sobrevivir. A diferencia de otros monstruos emblemáticos de la cultura popular occidental –vampiros, demonios, hombres lobo, mutaciones del pantano y demás–, el “muerto viviente” moderno no está constreñido por coyunturas o geografías. Tampoco sigue una lógica de guerra o posesión, ni puede ser derrotado en términos categóricos. El zombi contemporáneo carece de inteligencia, por lo que no puede clasificarse como un invasor. Su único fin es esparcirse. Es un virus: un brote zombi empieza pequeño y local, para después crecer exponencialmente. El punto de inflexión llega rápido. Los humanos se convierten en minoría: tribus errantes que buscan mantenerse con vida en los restos de una civilización colapsada. El terror zombi no es el único problema. Preso por el imperativo de solventar sus necesidades básicas, el hombre depreda al hombre. Robos, rapiña, violaciones, asesinatos. Sobrevivir el holocausto zombi no sólo implica sobreponerse a los muertos vivientes, sino de manera más aterradora, a una especie humana rabiosa y cruel.

 

Las narrativas religiosas nos empujan a creer que el mundo comienza y termina con la persona que lo contempla; una vez muerto el individuo, éste ingresa a un estadio espiritual en el que encuentra su verdadera felicidad, invencible y eterna. La tecnología y el escepticismo secular han mermado la fuerza de estas historias metafísicas, pero no han desterrado el temor a la muerte y el fin del mundo. Imaginar el Apocalipsis equivale a reconciliar nuestro destino individual con el del mundo. Es una cuestión de ego y conciencia; una muestra clara de nuestro deseo de sentirnos únicos. No podemos concebirnos insignificantes frente al estado de las cosas, por lo que atamos la vida del planeta a la de nuestra corta existencia. La idea de que todo continúe con normalidad después de nuestra muerte resulta intolerable. Nos gusta pensar que vivimos el fin de los tiempos para reconciliar nuestro destino individual con el mundo, para acomodar la noción de que nuestra vida y el cosmos están entrelazados.

 

El Apocalipsis zombi funciona como una alegoría para comentar sobre los miedos provocados por la posibilidad de que suceda un desastre de dimensiones mayúsculas, sea natural o creado por el hombre: terremotos, epidemias, derrames nucleares, cambio climático, hambrunas, flujos incontrolables de migración, pobreza extrema. El zombi viral se ha posicionado como el monstruo favorito del siglo XXI gracias a que permite imaginarnos como guerreros capaces de desplegar un estoicismo épico ante el final. El mundo está condenado, pero que no quede duda: seremos los últimos en caer.

 

Del vudú a la pandemia

En sus orígenes fílmicos, el zombi no era pandémico ni ajeno a la metafísica. La palabra zombi proviene de “nzumbé”, término que en quimbundu (una lengua de Angola) se utiliza para describir el alma de una persona. El mito del zombi es una parte central del vudú, religión sincrética que se basa en elementos animistas y creencias cristianas. El vudú se practica de manera ostensible en Haití y otros países caribeños desde finales del siglo XVIII. En algunas expresiones del vudú, el bokor (chamán o brujo) puede cambiar a un humano en zombi al administrar un veneno que produce un estado cataléptico del cual la persona emerge transformada en un ser esclavizado tras una hipnosis profunda. La figura del zombi está relacionada con la ansiedad provocada por la historia de esclavitud y denigración sufrida por la población haitiana. El vínculo radica en la destrucción de la memoria: en aras de que la explotación fuera exitosa, no bastaba con bautizar a los esclavos provenientes de Africa, también había que reprogramarlos mentalmente para que olvidaran su pasado y se desenvolvieran con docilidad. Si bien existen algunos antecedentes que proyectaban criaturas similares al “muerto viviente” – para no ir más lejos, Frankenstein (Whale, 1931)–, la primera obra en presentarse abiertamente como una cinta de zombis fue White Zombie (Halperin, 1932). El subtexto esclavista se esconde tras una historia convencional: un cacique despechado acude a un bokor (Bela Lugosi, icónico) para que convierta en zombi a la mujer que lo desdeña. El bokor posee una plantación de azúcar cuyo éxito se basa en que todos sus empleados son muertos vivientes (“son los trabajadores perfectos”, se ufana Lugosi). Al final, el orden moral se restablece: los villanos mueren, el trance se rompe y la protagonista es rescatada por su esposo.

 

El tono dista de ser optimista en Yo caminé con un zombi (I walked with a zombie, 1932), de Jacques Tourneur. Situada en una ficticia isla caribeña, el filme narra en flashback las peripecias de Betsy Connell (Frances Dee), una enfermera canadiense contratada por Paul Holland (Tom Conway), terrateniente de una plantación azucarera para que cuide a su esposa, quien se encuentra en estado catatónico. La enfermera descubrirá que detrás de la enfermedad de la esposa yace algo más oscuro, a la vez que ella misma se verá tentada por las fuerzas pasionales, quizá sobrenaturales, que habitan en el centro de la isla. El innovador juego de claroscuros –ya presente en Cat People, la obra anterior de Tourneur– explora cómo la fachada de la civilización puede colapsarse en segundos frente al deseo materializado en una simple sombra. Somos poco más que animales fieles a nuestros apetitos. El zombi –un cadáver, a fin de cuentas– funciona como un recordatorio sobre la mortalidad del cosmos. Como le dice Holland a Connell en el barco, antes de llegar a la isla, todo está destinado a desaparecer: “El mundo le parece bello porque no lo entiende. Esos peces voladores, no saltan de alegría, sino de terror. Otros peces quieren comérselos. El resplandor que ve en el agua se alimenta de la energía de millones de pequeños cadáveres. Es el brillo de la putrefacción. No hay belleza aquí, sólo decadencia”.

 

Los “muertos vivientes” de Romero

La transición del zombi vudú al zombi pandémico que conocemos hoy sería inentendible sin la serie de “los muertos vivientes” de George A. Romero, la cual consiste hasta ahora de seis películas: La noche de los muertos vivientes (1968), El amanecer de los muertos vivientes (1978), El día de los muertos vivientes (1985), La tierra de los muertos (2005), El diario de los muertos (2008) y Survival of the dead (no estrenada en México pero exhibida en España bajo el nombre de La resistencia de los muertos, 2009). Si bien no fue el primero en jugar narrativamente con la idea de sobrevivir en un mundo devastado por hombres convertidos en monstruos –el antecedente más reconocido: Yo soy leyenda, la novela de Richard Matheson publicada en 1954 que cuenta con varias adaptaciones al cine–, el mérito de Romero es doble. En primer término, le regaló al género de horror uno de sus monstruos más memorables: una criatura putrefacta y deambulatoria de imposible domesticación cuyo único objetivo es alimentarse de carne humana. El concepto de “muerto viviente” creado por Romero es hermoso por su naturaleza ambigua: mientras más celebramos la obliteración de los zombis, más deseamos verlos devorar a sus víctimas; mientras más cercanas y peligrosas lucen las criaturas, más envolvente nos parece la desesperación lírica apenas oculta en su movimiento lento y torpe. El maquillista Tom Savini, quien se desempeñó como fotógrafo de combate en Vietnam, abona al delirio. Hay algo bélico en el gore (sangre y vísceras); un sacudimiento atroz e hipnótico. No en vano se dice que todo fanático del género sueña en secreto con morir eviscerado por los zombis de Romero, así como todo seguidor del western se imagina siendo baleado en slow motion en una película de Sam Peckinpah.

 

En segundo lugar, Romero utilizó al zombi para satirizar el sueño americano. La crítica a la carnicería en Vietnam, la burla vencida al capitalismo, la política castrense de los años Reagan, la iniquidad social aparentemente intrínseca a la globalización y la enajenación tecnológica han sido algunos de los tópicos abordados por el director a lo largo de cuatro décadas. La saga de los “muertos vivientes” es, entre otras cosas, un editorial corrosivo e inteligente de la historia moderna de Estados Unidos.

 

De Exterminio a The Walking Dead

A pesar de que ha sido materia prima de varia comedias desde que fuera popularizado por Romero –caben destacar la anárquica Regreso de los muertos vivientes (Dan O´Bannon, 1985) y la inglesa El desesperar de los muertos (Edgar Wright, 2004)­– el “muerto viviente” no ha perdido su capacidad para ejercer temor. Por el contrario, los zombis de este siglo son más letales que nunca. Algunos están lejos de ser los monstruos lastimeros de antaño. En Exterminio (Danny Boyle, 2002), una variante del virus de la rabia salta a la población humana gracias a que un chimpancé es liberado por un grupo de defensores de los derechos animales. En cuestión de días, la epidemia ha convertido a la mayoría de la población de Inglaterra en seres irracionales y sicóticos. Algo similar sucede en Guerra Mundial Z (Marc Forster, 2013), cuya imagen emblemática está compuesta por miles de infectados que se apilan unos sobre otros para vulnerar los muros construidos para contener su avance. De acuerdo con Max Brooks, autor de la ocurrente Guía de supervivencia zombi (Editorial Berenice, 2003) y la novela que sirvió de base para Guerra Mundial Z, quizá estos monstruos virales no sean técnicamente “muertos vivientes”, pero son herederos legítimos del tema central de la mitología zombi, la ansiedad de lidiar con la muerte y el fin del mundo: “Los zombis son un virus. No son depredadores. El depredador es inteligente y sabe cazar, los zombis se extienden, infectan y consumen. Sin piedad ni conciencia”.

 

En términos formales, la narrativa zombi más popular de la actualidad, el programa televisivo The Walking Dead, está más cercana a las creaciones de Romero que a la viralidad de Exterminio. No obstante, el discurso exhibe una diferencia sustancial: The Walking Dead es extrañamente conservadora. Basada en el comic escrito por Robert Kirkman, sus cinco temporadas están repletas de “muertos vivientes” de andar paquidérmico por un universo más cercano al western que a un wasteland fantástico. La mayor parte de la acción sucede en granjas o en parajes bucólicos, como si los sobrevivientes se movieran por la frontera estadounidense del siglo XIX. Resulta revelador, por ejemplo, el tiempo que el programa le dedica al derecho legítimo de poseer un arma o cómo una infidelidad puede alcanzar dimensiones dramáticas de telenovela en medio del Apocalipsis. El aspecto más rescatable de The Walking Dead es su lealtad al rigor fatalista asociado con los “muertos vivientes”. Cada vez que vemos a un protagonista ser desentrañado por hordas de zombis hambrientos recordamos que en realidad no elegimos demasiado acerca de nada. Lo que hacemos es sucumbir.

 

 

*Fotogafía: “The day of the dead”, una de las cintas clásicas del cine de zombis / Crédito: Especial

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