En defensa de Antonio Sánchez

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POR IVÁN MARTÍNEZ 

 

Vi Birdman (or The Unexpected Virtue of Ignorance), el nuevo largometraje de Alejandro González Iñárritu, por segunda vez. Como la primera, me impresionó de muy diferentes maneras y a distintos niveles: en el plano dramático desde su premisa, en el técnico con su glorioso manejo de la cámara; redefinió mi obsesión por la lente de Emmanuel Lubezki y creo que Iñárritu ha logrado una joya en su conjunto y que se consolida como director de actores: Michael Keaton como su Riggan Thomson le debe mucho al mexicano.

 

Por sobre todo, lo que me parece esencial en esta cinta, y de lo que se sirve para ser efectiva en el espectador, es el ritmo: dramático, cinematográfico, si se quiere. Y si bien ello se debe mucho a un guión bien estructurado y a los detalles técnicos ya abordados por especialistas urbi et orbi, su particularidad —no lo dudo—está en la partitura que Iñárritu ha encomendado a Antonio Sánchez.

 

Sánchez, de formación como pianista y compositor en México antes de la que tuvo como percusionista en Nueva York y que lo consagró como baterista en todo el mundo, se ha servido únicamente de su instrumento y sus recursos interpretativos (redobles de diferente intensidad, acentos, sforzandos, etcétera) para acompañar la historia. Suena simple, y de esa manera recuerda un poco a esa música para percusiones tan diáfana e intuitiva que Gabriela Ortiz puso a Por la libre (Juan Carlos de Llaca, 2000), pero va mucho más allá. En Birdman, la música no funciona como acompañamiento, sino como un elemento dramático más, y de esta manera, está unida más bien a la que Bernard Herrmann puso a, entre otros títulos del universo hitchcockiano, Psycho (1960): la de Sánchez es una de esas músicas que quedan ligadas por siempre a la identidad de la película.

 

Poco se sabe de los secretos creativos de Hermann, pero sí mucho de la obsesión de Hitchcock y su esposa por la música y hoy nadie pone en duda la efectividad de ésta y su relación con la de los filmes.

 

Iñárritu parece haber ido más allá: la partitura de Sánchez fue siendo escrita en el proceso de preproducción, casi a la par de la finalización del guión, a diferencia de otros compositores de la industria que ante cintas terminadas, silentes de incidentales, rellenan con fórmulas gastadas, intercambiables y muchas veces indiferentes a lo que sucede en la historia (Glass, Williams, a veces Zimmer). Para probar y refinar su efectividad, los actores ensayaron con Sánchez ejecutando, en la misma sala, los solos que acompañan cada uno de sus matices dramáticos.

 

Musicalmente, no estamos por supuesto ante un nuevo Tambuco de Chávez, y afortunadamente tampoco ante una de las primitivas partituras para percusión de Cage; si se tratara de salir de contexto, pondría el antecedente de esta partitura en los solos obligados para tarola de la obra orquestal de Carl Nielsen, al igual que los Caprichos de violín que le valieron el Oscar a John Corigliano por El violín rojo (François Girard, 1998).

 

Su naturaleza está en la más alta y culta categoría de la improvisación y en el entendimiento profundo de cada uno de los personajes, de los que es uno más. No es una partitura que fuera de la película vaya a revolucionar la forma en que se escribe para la percusión (quizá sí debería para el cine) pero —sin mencionar la insuperable primera trilogía de Alan Menken para Disney— sí una de las más efectivas en la historia del cine de las últimas décadas.

 

Hace unos días, la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, la que entrega los premios más afamados de la industria del cine, rechazó por segunda vez, luego de una apelación, la candidatura de Sánchez para ser incluida en las preselecciones para la categoría de mejor partitura, rumbo a la entrega número 87 del Óscar. Las razones no son oficialmente conocidas, pero hay varias, todas cuestionables y, salvo la que indica que Sánchez no es miembro de la Academia, ininteligibles.

 

La menos insensata es la que indica que se usó demasiada música prestada; para la apelación, la productora probó que más del cincuenta por ciento era música de Sánchez, e Iñárritu intentó defender la inclusión de músicas de Mahler, Rachmaninov y Tchaikovsky aludiendo lo imprescindible de sus incisos: elección ciertamente fallida, quizá el único punto débil de la cinta. No cambia el hecho de que, por otro lado, sí se acepten por partitura original tramposas nuevas instrumentaciones a adaptaciones del teatro musical.

 

Algunos suponen un veto ligado al plano estético: los compositores de la Academia no habrían reconocido el valor artístico en una partitura para un instrumento solo, minimizando el abanico probado de recursos; pero Corigliano fue premiado. Pudieron haber aludido, todos acostumbrados al sinfonismo, pobreza de colores; pero cada año aparece nominado John Williams, quien desde 1982 no escribe una partitura tan original y tan rica en emociones como la que Sánchez dio a Birdman.

 

Una de las teorías conspiratorias dice también que a la Academia no gustó la forma de la apelación. Espero no abonar a ello y que por lo menos el Ariel no se le niegue. Como ya se le negó a la imprescindible Gabriela Ortiz en 1999.

 

*Fotografía: La película Birdman, del mexicano Alejandro González Iñárritu, es protagonizada por Michael Keaton / Especial.

 

 

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