El café de los existencialistas

Dic 15 • destacamos, principales, Reflexiones • 4154 Views • No hay comentarios en El café de los existencialistas

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

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Aunque nunca han faltando las buenas historias de las ideas y de los filósofos que las encarnaron, de un tiempo para acá a los editores les ha dado por venderlas bajo la impropia etiqueta de “multibiografías”, pese a que no otra cosa fueron los ya remotos libros de Gaston Boissier, Paul Hazard o Edmund Wilson, sobre Cicerón y sus amigos, la crisis de la conciencia europea previa a la Ilustración o los senderos intelectuales que llevaron a la Revolución rusa. Actualmente circulan dos crónicas de esa naturaleza, más académica la de Stuart Jeffries (Gran Hotel Abismo: biografía coral de la Escuela de Frankfurt) y más periodística sin ser por ello banal, la de Sarah Bakewell (En el café de los existencialistas: Sexo, café y cigarrillos o cuando filosofar era provocar, Ariel, 2017).

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Recomiendo colocar, como espejos, un libro frente al otro pues ambos ilustran dos maneras de lograr lo que para el siglo XX fue esencial, aquello de “cambiar la vida y transformar el mundo”, atribuido al jefe surrealista André Breton quien así sumaba, decía, a Rimbaud con Marx. Octavio Paz fue uno de quienes trataron de normar su conducta en el seguimiento de esa consigna y cuando entró en contacto, en Oriente, con el budismo, se dio cuenta de lo irremediablemente occidental que resultaba esa pretensión: cualquier monje de esa obediencia, tras escuchar con atención el dicho bretoniano, hubiera soltado una sonora carcajada, concluía el poeta mexicano.

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Librera de origen, Bakewell está acostumbrada a complacer al lector, y su introducción al existencialismo, desde luego, facilita el acceso a fuentes más especiosas, desde las memorias de Simone de Beauvoir (recientemente admitidas en la Biblioteca de la Pléiade) hasta la pionera historia del existencialismo de Walter Kaufmann, pasando por la ingente bibliografía sobre la vida y aventuras de las figuras señeras de Martin Heidegger y Jean Paul Sartre, el dúo esencial de En el café de los existencialistas. Bakewell, muy en la onda británica de no censurar en demasía a las personas por sus preferencias políticas, virtuosas o no, se abstiene de ensañarse, con el nazi Heidegger o con el ulterior “ultrabolchevismo” (según el precozmente fallecido Maurice Merleau-Ponty) de Sartre.

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Bakewell explica que la invitación de Heidegger a su discípulo francés para que filosofasen juntos en la Selva Negra, apenas en 1945, era inaceptable para Sartre, héroe intelectual de la liberación. Que el filósofo alemán la corriese en semejantes circunstancias políticas, por sí misma, dice mucho de su cruel indiferencia ante la Historia. Al final, se encontraron en Friburgo, en 1953, y no dieron nota periodística, como suele ocurrir cuando se espera el parto de los montes de esos duelos de celebridades. Ninguno hablaba bien el idioma del otro, aunque comentaron el último libro del existencialista católico Gabriel Marcel –también incluido en el repertorio de Bakewell junto a los expatriados negros James Baldwin y Richard Wright o Simone Weil– y Sartre se despidió intimidado. A bordo del tren que lo sacaría de la “ciudad de la fenomenología”, arrojó por la borda el ramo de rosas con que los estudiantes existencialistas lo habían obsequiado.

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Mayor miga para el neófito tiene el esfuerzo de Bakewell por explicarnos qué fue aquello de la fenomenología de la cual surgió el existencialismo, a través de los retratos de Edmund Husserl y Karl Jaspers, quienes se propusieron, sin abandonar la densidad filosófica alemana, ponerla al servicio de la “existencia”, siguiendo las profecías contradictorias de Nietzsche y Kierkegaard. No se trataba (simplifico) de seguir discutiendo qué era lo real, sino de saber cómo las personas vivían la realidad, dimensión capaz de explicarnos por qué tanto Heidegger como Sartre, obsedidos por lo real, se pusieron al servicio de los totalitarismos enemigos, quienes se tomaron muy en serio la inocente consigna de Breton e incendiaron el mundo.

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Husserl murió en 1937, represaliado por ser judío y desdeñado por su discípulo Heidegger mientras que el psiquiatra Jaspers filosofó sobre la culpa alemana en las atrocidades del nacionalsocialismo, en un opúsculo histórico que remitió a su inconmovible maestro. “¿Cómo ser-en-el-mundo después de los campos de concentración?”, parecía preguntarle Jaspers a Heidegger, según Bakewell. La respuesta la darían otros, no el autor de Ser y tiempo. En tanto, París era, otra vez, una fiesta.

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La explosiva ansiedad de la liberación convirtió a Sartre y a Beauvoir, pero también al músico y novelista Boris Vian, a Merleau-Ponty, a Albert Camus y a todo el equipo de Les Temps modernes, dueños del micrófono, de las salas de teatro, del debate periodístico. Desde los clubes de jazz, París renacía de las cenizas de la ocupación. En En el café de los existencialistas, Bakewell cuenta que las largas jornadas en los cafés germanopratenses (por Saint-Germain-Des-Prés, el barrio), no sólo se debían al apetito mundano de aquellos hombres de la hora, sino a la urgencia de huir de las heladas habitaciones, sin calefacción, de los hoteluchos donde pernoctaban. Se entiende que allí no se podía trabajar. A Sartre, además, a diferencia del filósofo huraño del bosque espeso, le complacía el mundanal ruido de las conversaciones ajenas y de la vajilla en movimiento en manos de los meseros.

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Beauvoir, insiste Bakewell, fue el gran personaje del existencialismo de París. Carecía de la potencia filosófica de su compañero pero era mejor narradora que él y si hay una obra, por encima de todos los “compromisos” sartreanos, que ha sobrevivido en cuanto aplicación no sólo política sino práctica, del saber existencial, es El segundo sexo (1949). Al fundar el feminismo moderno, es de los pocos libros de los que se puede decir con certeza que cambiaron el mundo o al menos y no es poca cosa, la vida de miles de mujeres (Bakewell incluida, según lo admite) y de no pocos hombres.

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Y en cuanto a la relación entre Sartre y Beauvoir, En el café de los existencialistas ofrece una visión distinta a la que yo tenía. Lejos de ser una treta machista del filósofo para vivir, aunque no estuvieran casados, un “matrimonio abierto”, la beneficiada fue Simone, quien usó esa libertad para llevar una vida sexual más feliz –incluidos los famosos triángulos en los cuales la pareja se desfogaba, acaso abusando de alumnas y admiradores– que el filósofo, entonces ya tan rico que sus propinas eran las más generosas de París y tan solicitado como para escribirle algunas canciones a Juliette Gréco. Curiosamente, el primer rejego contra Sartre fue su “san” Jean Genet quien, muy esencialista, le dijo a su hagiógrafo que él había nacido homosexual y su “existencia” no era la responsable de ello.

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Simone eligió a Jean-Paul por encima de Merleau-Ponty, su amigo íntimo durante la juventud, porque carecía de la violencia necesaria para vivir en el Reino de Dios (y destruirlo, supongo), aquella en la que Sartre fue insuperable. Su multitudinario entierro en 1980, como dijo Claude Lanzmann, dio fin a las jornadas del 68, en las que Sartre fue el único de los viejos al cual le fue permitido hablar (no sin llevarse sus abucheos, también) como a un Papa desde el balcón del Vaticano. Alguien debería, sugiere Bakewell, instalar sobre la tumba de Sartre y Beauvoir en Montparnasse, una cámara con la secuencia ininterrumpida de ambos filósofos escribiendo y leyendo, un eterno memorial en video. En un mundo como el nuestro, de nuevo en mutación perversa, a Sarah Bakewell, le siguen pareciendo, como en su juventud, más excitantes las situaciones-limite del existencialismo que la “ciencia” estructuralista que intentó sustituirlo.

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Crecí con una foto de Sartre y Beauvoir presidiendo el consultorio de mi padre y los tenía, megalómano, por unos abuelos antipáticos armados de una nueva moralina. Aunque hoy día mi pobreza filosofante prefiere, entre los existencialistas, a Emmanuel Lévinas, he de confesar –y lo confirmo leyendo En el café de los existencialistas– que agradezco esa veneración familiar (pese a las oprobiosas páginas sartreanas contra Flaubert y Baudelaire) como una herencia muy dulce.

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FOTO: Portada del libro El café de los existecialistas, de Sarah Bakewell./ Especial.

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