Fuego a discreción

Nov 19 • Conexiones, destacamos, principales • 5773 Views • No hay comentarios en Fuego a discreción

A unos días de recibir la Medalla Bellas Artes, el poeta Francisco Hernández habla de su constante diálogo con otros creadores: Desde López Velarde, Fernando Pessoa a Hölderlin y Shumann, su obra se ha nutrido de otras voces. Comparte la importancia de sus guías en el trabajo poético y el enigma de los versos

POR AARÓN BARRERA

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La poesía de Francisco Hernández es un fuego discreto, —no fuego a mansalva, que acribilla al por mayor— una flama que se mantiene agonizante, irradia un susurro y muestra las heridas del poeta, un constante golpeteo que ha mutado desde sus primeros versos, pero que mantiene la vitalidad perpetua.

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Desde 1976, cuando comenzó su camino con su poemario Portraretratos, se ha visto envuelto en muchas ocasiones por el laurel de los lectores: en 1982 ganó el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes por su poemario Mar de fondo; en 1994 recibió el Premio Xavier Villaurrutia por Moneda de tres caras, su obra más conocida, y en 2010 el Premio Mazatlán de Literatura.

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Hoy, a sus setenta años, Francisco se regocija en la serena intimidad de su estudio; sigue en busca de aquello que le invite a la escritura, ese nuevo primer amor. Le agradó el Nobel a Bob Dylan, pero también le inquieta que muchas vidas dedicadas a la escritura, y no a la música, hayan quedado fuera de la terna; pero a fin de cuentas, para él siempre es bueno encontrar la poesía de la música.

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La obra de Francisco Hernández se ha mostrado como exorcismo que le acompaña, como recuento de los daños y en especial como una suerte de transfiguración que le acerca a otros creadores: Georg Trakl, Fernando Pessoa, Ramón López Velarde, Robert Shumann, Octavio Paz, Emily Dickinson, José Lezama Lima, José Emilio Pacheco, Friedrich Hölderlin y Pablo Neruda son algunos de estos consanguíneos. Charla con unos, a otros les musita al oído y a quienes siente más cercanos les encarna desde sus visiones compartidas.

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San Andrés Tuxtla, municipio que se encuentra entre Catemaco y Santiago Tuxtla, al sur de Veracruz, fue el paraje tropical que le vio andar en sus primeras lecturas; desde sus nacientes años fue cercano a la escritura: “Si debo describir mi infancia, la primera palabra que se me ocurre es tranquila. Tuve un maestro de los llamados refugiados españoles, Patricio Redondo, que por una razón que desconozco se quedó en mi pueblo a dar clases. Ahí, en la escuela técnica Freinet, yo tuve una gran ventaja que tenía que ver con la libertad: ‘El niño en su propia educación’; de entrada, sonaba muy extraño.”

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Las tareas no existían; sólo había un deber entrecomillado para cada lunes: relatar el infantil fin de semana. Las narraciones eran impresas y grabadas en prensas por los niños con la guía del profesor; cada grado escolar tenía su propio cuadernillo en tamaño media carta, donde plasmaban lo que se atrevían a imaginar: “Yo veía impreso, desde primero o segundo de primaria, lo que escribía y dibujaba, con absoluta naturalidad.”

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En casa de sus padres había pocos libros, pero allí estarían sus primeros faros: “Rubén Darío y Díaz Mirón me despertaron el gusto por la música que salía de sus obras; eso me ha encantado siempre, pero como no tengo muy buen oído tenía, que ser muy terco para entrar al mundo de la poesía.”

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Con el pasar de los años su familia apercibió el interés más genuino de Francisco, sobre todo su padre, Faustino Hernández, quien concebía a un hombre de éxito como aquel que se dedica al estudio del Derecho o trabajando de médico o dentista, pero no como escritor: “Por un lado se dan cuenta que lo que me interesa es la poesía y lo que no me interesa es el estudio, y en medio de todo eso, el alcoholismo. Entonces se volvió un problema.”

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En su juventud, Francisco decidió abordar el camino de la rebelde terquedad, el sendero de las letras. Comenta que las dificultades comenzaron con su decisión y terminaron con su partida del hogar. Antes de salir a la Ciudad de México, le pidió a su padre dinero para entrar a la ahora extinta Escuela Técnica de Publicidad, ubicada en la calle de Tabasco en la colonia Roma. Con esa experiencia consiguió trabajo como “cácaro”; se encargaba de pasar los comerciales en cintas de 16 mm, ponerlas en el proyector, pegarlas si se reventaban… pero Francisco quería redactar, inventar y convencer por medio de un slogan o un agudo comercial.

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La sedición de aquel espíritu audaz seguía de pie. Ante la imposibilidad de escribir en el lugar donde trabajaba decidió buscar otra agencia. Fue entonces que conoció al poeta Francisco Cervantes, autor de Los varones señalados y Cantado para nadie, quien lo introdujo a Fernando Pessoa, Saint-John Perse, Lezama Lima, y de este modo terminó por confirmar su destino.

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“Fue una especie de maridaje entre la publicidad y la poesía. En algo se parecen: tener la palabra precisa, decir algo de manera especial para convencer a la gente de que compre algo que ni siquiera le importa o que no sabía que existía; la poesía es similar, busca sorprender con esa palabra que hace falta y quién sabe dónde está, quién te la dice. Ambas me sirvieron como dos rieles para desplazar mi transitar todo este tiempo”.

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Descubrió también que en la sencillez de una copla se conjugaba la fuerza que podía contener una frase de publicidad. Su hermano escribía “calaveritas” en la temporada de Día de muertos y a Francisco se le ocurrió acercarse a las posibilidades de aquellas coplas burlonas; tiempo después ya registraba coplas con naturalidad.

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“Un día se me ocurrió ponerme a hacer ‘calaveras’. Pensé que yo también podía hacerlas. Empecé a escribirle coplas a una muchacha, ella las guardaba, creo que no le disgustaban. Hasta la fecha las he seguido escribiendo; hace poco mi hijo cumplió años y entre otras cosas, le regalé sus coplas.”

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A Francisco le da mucho gusto que ahora sus coplas puedan ser presentadas con acompañamiento musical, en forma de danzonete, combinación entre el son y el danzón, y todo ello comenzó con un seudónimo: “Me pidieron de la UAM unos poemas para su revista. Víctor Hugo Piña Williams fue el poeta que me pidió algunos versos para unos cuadernitos que metían a la revista. Le dije que sí y me acordé de las coplas. Las reuní y pensé en inventar un seudónimo, así como Pessoa inventó sus heterónimos: Mardonio Sinta. Hasta le inventé una vida. Se los entregué y sí, me comentaron que qué bueno que los había reunido. Salió entonces el primer cuadernito, Coplas a Barlovento, a favor del viento.”

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Después de Barlovento, los primeros pasos se acercaban. Ya trabajaba en agencias norteamericanas, donde el pago era mejor y fue por eso que logró costear la publicación de sus primeros cuatro libros: Portarretratos en 1976, Cuerpo disperso en 1978, Gritar es cosa de mudos en 1979 y Textos criminales en 1980. Confiesa que tuvo temor al publicar las primeras obras.

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“¿Cómo llegar a una librería y decirles: ‘fíjese que yo escribí este libro y yo lo publique, ¿me lo puede vender?’ Se siente miedo, vergüenza. Pero después, gracias a Huberto Batis se reunieron los cuatro libros en uno solo y fueron publicados por la UNAM. De ahí en adelante ya no me he pagado ningún libro, aunque no descarto la posibilidad de volver hacerlo ante una posible crisis a futuro.” Ese futuro no ha llegado y parece que difícilmente llegará ante el creciente reconocimiento de su obra, que este 22 de noviembre sumará la Medalla Bellas Artes.

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El inesperado dictado del asombro
Con el paso de los años los estigmas dejan marcas más profundas. Así, Francisco Hernández ha sido cortejado por sus demontres más cercanos: soledad, nostalgia y depresión, el nombre de los jinetes silenciosos. De aquella devoción por observar con vehemencia —y observarse a sí mismo también— se engendran figurines que cuentan sus derrotas más oscuras, enfermedades y lamentos, el erotismo y sus asombros por el arte; su lirismo es igual de capaz para encontrar la riqueza de la podredumbre o para conversar con una obra. Para él, los poemas terminan por ser un testimonio frente a sí mismo, un espejo que le acompaña ante el vaivén de sus días: “Hasta la fecha no puedo decir qué buscaba; no sé cuál puede ser ese momento, ese pretexto, ese lugar, esa música, simplemente busco algo. Quisiera que se me apareciera otro pretexto para volver a escribir, así como Schumann o Emily Dickinson, que me prendiera como los enamoramientos de antaño, que ya no se presentan.”

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“Cuando fui al taller del escultor Moris empecé a tomar notas, fueron como 35 textos. Antes ya había escrito gran parte del libro Odioso caballo: había entregado a la editorial una parte sobre un viaje de un mes en París, pero lo quité y puse lo de Moris. ¿Te das cuenta lo inesperado que puedo resultar esto? En un momento dado ni París, una cuna de creación, puede resultar más importante que lo que te provoca algo sorpresivo, interno, cercano, que verdaderamente te mueve.”

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Como toda fuga, la escritura también puede ser algo jovial; Mi vida con la perra presenta el proceso catártico en el que Francisco personaliza a la depresión incisiva que le amenaza, para después reír de su propia condición: “Llevé algo que puede ser terrible, como la depresión, a un texto ingenioso y divertido que me costó muchos años de psicoanálisis y muchos antidepresivos hasta el día de hoy, para poder cohabitar con la perra; sólo así. Si no, la perra me hubiera ganado la partida.”

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Hernández manifiesta que el encuentro con tales visiones no son a voluntad; todo se establece por extrañas razones que superan sus nociones. Cuenta que un día entró a una librería en Coyoacán, escuchó un cuarteto de Robert Schumann y el vendedor le dijo que el disco no estaba en venta; la intriga lo invitó a investigar sobre aquel músico: quince días después estaba lista una tercia de su célebre Moneda de tres caras.

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“Fue de una manera muy natural. No me puse a buscar, porque quizá si hubiera buscado no lo hubiera encontrado; me hubiera frenado ante la figura de Hölderlin o de Schumann. Fue algo automático, algo que se dio. Fui el primer sorprendido de que haya sido así. Ese es el misterio de estas cosas. ¿Cómo puede pasar esa maravilla de la poesía? Presencias algo que te va a provocar un cambio en tu vida, para siempre. Espero que el azar me vuelva a poner en frente de ese misterio y que pueda adentrarme ahí y volver a escribir algo así, porque no lo pensé ni me lo propuse.”

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Entre las transfiguraciones y aproximaciones también hay identificación, con la locura de Schumann, Hölderlin y Trakl: “Fue identificación también, un poco con esa locura de los tres, o la drogadicción de Trakl; de alguna manera el no estar del todo en una realidad. Creo que yo también he vivido así mucho tiempo, pero me aparté de ese mundo porque me esperaba la destrucción y aunque pude hacerme a un lado, algo quedó en mi mente, como nostalgia de la muerte —como diría Villaurrutia—, nostalgia de esa locura, y quizá se apareció mediante la escritura.”

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El poeta se declara perseguido por el enigma de sus versos: se encuentra con las primeras fuerzas que le dictan registrar el cincel en un taller o la vida entre las notas del piano. Da igual, siempre es el mismo arcano desconocido el que le invita a manifestar la encarnación del poema.

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“No sé hacer otra cosa, porque así lo siento. Si es aceptada, publicada o premiada, pues qué bueno, pero si no, yo no andaba buscando nada. Es lo que sientes, tú sabes, tú sientes lo que acabas de leer. En mi caso, para identificarlos son los años de lectura, los años de experiencia; tantos vericuetos, tantos laberintos por donde he andado me permiten que si no sienta lo que leo, pueda preguntarme ¿de dónde proviene entones?”

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A lo largo de su obra el erotismo también ha tenido lugar como reflejo de sus encuentros más cercanos, pero en contados casos la realidad de una sociedad convulsa como la nuestra también se presenta en sus ideas: “No me cansan los poemas de amor; en los poemas eróticos se combina todo, lo estético, lo teórico, lo que más me interesa. Para lo único para lo que estoy dotado es para el tipo de poemas que he escrito y por eso nunca me he interesado en meter la poesía al berenjenal de lo político; debe ser parte de mi ‘yo reaccionario…’ Hay otros mejor dotados a quienes les interesa mucho y lo hacen, y qué bueno que lo hagan porque es muy necesario, pero no es mi caso. Tampoco me siento disminuido por eso porque cada quién está aquí para lo que puede hacer.”

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Ante el dolor de nuestros días, frente a la desesperanza hacia los futuros posibles, ¿Cuál es la valía de la poesía? ¿Qué tan necesaria es en un país como el nuestro? “Será pertinente siempre, siempre poetas, siempre escritores, siempre visualizadores, siempre soñadores, siempre imaginistas o imaginadores, siempre. Porque como dice Thomas Bernhard, la realidad no tiene compasión jamás, entonces siempre nos hace falta otra cosa para vivir.”

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En su última aventura, que lleva por título Odioso caballo, Hernández fue a la caballeriza y se empeñó en buscar a Dios, aquella vieja bestia de carga que nos azota ruborosa, la que culpamos de las penurias que no se agotan. ¿Dónde está Dios? ¿Somos lo suficientemente buenos como para ser considerados por esa inasible voluntad? ¿Existe tal? Para Hernández, aquel enigma de creer en lo que no puede asirse, también tiene mucho que ver con la poesía. El escritor duda sobre estas cuestiones y culpa al caballo. ¿Un Dios que claudicó? Puede ser: “Siempre he tenido presente la idea de Dios. Hay un sí, pero también un no. ¿Cómo puedes pensar la idea de un Dios bienhechor y entonces ves a unos niños en Irán destruidos totalmente por la guerra? ¿Qué es eso? ¿Dónde está ese Dios? Quizá por eso viene lo de pelearse con el caballo…”

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Ahora busca vivir su obra en relativo silencio, porque a pesar de que conoció las entrañas de la publicidad, cuando era una práctica casi artesanal, no se ha encargado de enunciarse respecto de sus versos ni darles bola o buscar notoriedad; y es que no hace falta, pues su expresión habla por sí misma.

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Frente a la entrega de la Medalla Bellas Artes, ejemplifica con un texto de Karl Jasper, en el que cita a Hölderlin: “‘Antes me regocijaba de una nueva verdad, de una visión mejor de cuanto podemos vislumbrar por encima de nosotros. Ahora temo acabar como el viejo Tántalo que recibió de los dioses más de lo que podía digerir’. Así me siento a fin de cuentas, el famoso “¿Yo por qué?” Tal vez también sea más de lo que pueda digerir, pero bueno, yo simplemente lo hice y como dice Borges, que tanto hemos citado, el azar suele ser generoso.”

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FOTO: Durante décadas, el poeta Francisco Hernández ha coleccionado recortes de publicidad en sus “Cuadernos negros”, los que interviene para darles lecturas con un sentido erótico o irónico.

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