Gabriel garcía Márquez: los privilegios de la memoria

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A cinco años de la muerte de Gabriel García Márquez, la editorial Psichogios puso en circulación en Grecia, la traducción de Memoria de mis putas tristes. En el prólogo, el escritor Vicente Alfonso aborda la relación entre recuerdos reales con hechos ficticios que el Premio Nobel expuso en su obras, desde sus primeros relatos hasta sus últimas novelas

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POR VICENTE ALFONSO

En octubre de 2007 participé en un breve taller que Gabriel García Márquez impartió en la Fundación para las Letras Mexicanas, en la Ciudad de México. A lo largo de dos sesiones el maestro escuchó nuestros proyectos de novela, nos dio consejos para mejorarlos y respondió con paciencia las muchas preguntas que le hicimos. Nunca he olvidado que don Gabriel comenzó la primera sesión con una frase incluida en el prólogo a sus Doce cuentos peregrinos: “un buen escritor se aprecia mejor por lo que rompe que por lo que publica”. Aunque siempre atesoré el consejo, no acabé de comprenderlo sino hasta once años después, cuando me puse a estudiar los borradores del Maestro adquiridos por el Harry Ransom Center de la Universidad de Texas en Austin. Según consta en ese archivo, integrado por más de 27,000 documentos, García Márquez guardaba en su caja fuerte un engargolado de 271 páginas rotulado con el título de sus memorias: Vivir para contarla. Sin fecha ni número de versión, el texto es en realidad uno de las primeros borradores de ésta, su última novela.

 

Publicada por primera vez en 2004, Memoria de mis putas tristes es protagonizada por un hombre que en la víspera de su cumpleaños número 90 decide pasar “una noche de amor loco con una adolescente virgen”. El personaje, de quien jamás conocemos el nombre, presume de haber tenido cientos de amantes aunque aclara que nunca se ha acostado con ninguna mujer sin pagarle. Esto, que parece un alarde de macho, también puede ser leído como la confesión de alguien dominado por la inseguridad. El hombre, que se gana la vida escribiendo artículos para el periódico de su ciudad natal, se siente arrinconado por el miedo en el tramo final de su vida. No creo revelar demasiado si digo que la única virgen disponible es una chica de catorce años de quien tampoco sabremos el nombre pero sí el apodo: Delgadina. Al entrar en la rústica habitación del burdel, el anciano se topa con la muchacha desnuda y completamente dormida. Incapaz de despertarla, se dedica a revisarla palmo a palmo hasta que sucede lo que ha de suceder.

 

Malentendida por la crítica, la novela final de García Márquez contiene valiosas reflexiones en torno a temas centrales en su obra como el papel de la memoria en la construcción de la identidad, el carácter cíclico del tiempo y la siempre compleja relación entre amor y sexo. En lo que toca a la construcción de la identidad basta señalar que el autor echa mano de un recurso maestro: es frecuente que en los burdeles tanto clientes como prostitutas eviten usar sus nombres reales. La consecuencia es que dentro de los prostíbulos suele reinar un ambiente más cercano al baile de máscaras que a la descarada orgía. Algo muy parecido provoca Don Gabriel al impedirnos conocer los nombres de quienes protagonizan estas páginas. Con ello quizá pretende hacernos ver una de las realidades más dolorosas del amor: no importa cuánto creamos conocer al otro, siempre quedarán zonas oscuras en nuestro mapa mental del ser amado.

 

El precursor inmediato de esta novela en la obra de García Márquez es un cuento fechado en 1982 titulado “El avión de la bella durmiente”. Incluido en Extraños peregrinos: doce cuentos, el relato es protagonizado por un personaje-narrador cuya identidad tiende a confundirse con la del propio Gabo, quien cuenta cómo sufre los estragos del deseo al observar dormida a su vecina de butaca en un vuelo París-New York. En algún momento del relato, el protagonista menciona que pocos meses antes ha leído una novela del japonés Yasunari Kawabata en donde ancianos ricos pagan por dormir junto a jovencitas desnudas y narcotizadas.

 

En cuanto al tema de la prostitución, el antecedente más directo en la obra del colombiano es la protagonista de un cuento publicado en 1972. Se trata de Eréndira, una cándida muchachita prostituida por su abuela. Hay un lazo entre ambas no sólo porque ella y Delgadina tienen la misma edad —catorce años—, también porque en ambos casos su virginidad es vendida a un anciano. Por si fuera poco, las dos tienen la capacidad de “seguir viviendo en el sueño”, es decir que mientras duermen son conscientes de lo que ocurre a su alrededor. En ese sentido vale hacer una aclaración: las putas a las que hace referencia el título no son tristes en un sentido de melancolía, sino de desgracia. No hay nostalgia en estas memorias ficticias, sino amargura. Porque la tragedia mayor no les ocurre a ellas sino al abuelo que por décadas ha sido su cliente asiduo: cuando éste descubre, quizá demasiado tarde, que está a punto de morir “sin probar la maravilla de tirar con amor”, el recuerdo de las putas se vuelve agrio en su memoria.

 

En la obra de García Márquez es posible localizar antecedentes aún más remotos de esta historia de burdel. Para ello es necesario remontarse a 1950, año en que Gabriel era un columnista veinteañero que con esfuerzos lograba publicar uno que otro cuento en los suplementos periodísticos de su natal Colombia. Uno de esos relatos es “La noche de los alcaravanes”. En el cuento las aves le sacan los ojos a tres clientes de un prostíbulo, quienes deambulan ciegos por la casa de citas buscando a tientas la salida. Con sólo cuatro cuartillas de extensión, el texto viene al caso por estas líneas:

 

 

—Esto es una mujer —dijimos.
El otro, el que había hablado de los baúles, dijo:
—Creo que está durmiendo.
El cuerpo se sacudió bajo nuestras manos; tembló; lo sentimos escurrirse, pero no como si se hubiera puesto fuera de nuestro alcance, sino como si hubiera dejado de existir.

 

 

En sus memorias, García Márquez afirma que concibió ese relato durante la noche del 27 de julio de 1950, mientras se encontraba de parranda con sus amigos en un burdel de Barranquilla conocido como la casa de la Negra Eufemia. Eso nos lleva de regreso al borrador de esta novela que, bajo el título Vivir para contarla, guardaba al final de su vida en la caja de seguridad de su estudio: una lectura cuidadosa permite establecer que el cambio de nombre no se debe a un error. Publicados con sólo dos años de diferencia, los dos últimos libros de don Gabriel nacieron tan entrelazados entre sí que no es remoto pensar que fueron escritos al mismo tiempo, pues hay pasajes donde la novela y las memorias se confunden. Prueba de ello es que en ambos aparecen mencionados con nombre y apellido ciertos amigos de la época en que el autor era un joven que se ganaba la vida como columnista, por ejemplo el pintor Orlando Rivera, Figurita, la pintora Cecilia Porras y el escritor y periodista Álvaro Cepeda Samudio. Otra evidencia es que, aunque en la novela el nombre de la ciudad no se menciona, es fácil reconocer que se trata de Barranquilla, pues las poblaciones de ambos libros coinciden no sólo en los nombres de ciertos barrios y calles, también en puntos estratégicos como la ya mencionada casa de la Negra Eufemia.

 

Que las memorias de García Márquez se confundan con sus novelas no debe sorprendernos: ya desde 1982, año en que le fue concedido el Premio Nobel de Literatura, el escritor adelantó en entrevista con Óscar Collazos que estaba preparando sus memorias, pero que éstas no serían una autobiografía clásica, sino “las memorias de un escritor que devela su biografía a través de sus personajes de ficción”. Por la misma razón tampoco debiera asombrar a nadie que en esta novela ocurra lo contrario, es decir, que recuerdos reales sirvan para apuntalar unas falsas memorias.

 

Justo en ese tema —las falsas memorias— creo encontrar uno de los antecedentes directos de este libro: en muchas ocasiones el Maestro afirmó que había aprendido los trucos del oficio leyendo a Ernest Hemingway. “No sé quién dijo que los novelistas leemos las novelas de los otros sólo para averiguar cómo están escritas. Creo que es cierto. No nos conformamos con los secretos expuestos en el frente de la página, sino que la volteamos al revés, para descifrar las costuras”, escribió García Márquez en un artículo dedicado a Hemingway el 29 de julio de 1981. A la luz de esas palabras no sería ocioso recordar que sólo cinco años antes de la publicación de Memoria de mis putas tristes fue publicado True at First Light, libro póstumo del norteamericano que mezcla recuerdos reales con hechos ficticios y que lleva por subtítulo A fictional memoir. Leyendo ambos libros queda claro que memoria e imaginación van ligadas. Aunque solemos pensar que es la memoria quien alimenta a la imaginación, lo contrario también ocurre.

 

Como ya mencioné, otra de las lecturas que detonaron en el Maestro la necesidad de escribir este libro es La casa de las bellas dormidas, de Yasunari Kawabata. García Márquez usó la novela del japonés de la misma manera en que Beethoven empleó motivos de Mozart para componer su quinta sinfonía: como punto de partida. Esto quiere decir que hay notables similitudes entre ambas novelas, pero hay también muchas diferencias. Por ejemplo: mientras el protagonista de Kawabata es un hombre casado y con tres hijas, al sabio triste de García Márquez le asustó siempre la posibilidad de casarse. También existen diferencias de forma, comenzando por el narrador: mientras las aventuras de Eguchi nos llegan en tercera persona, García Márquez deja que sea su personaje, asiduo a los diccionarios, quien nos cuente sus amores contrariados.

 

Es bien sabido que la estructura de Cien años de soledad obedece a un tiempo en espiral. Es Úrsula, la más longeva de la estirpe Buendía, quien advierte que en Macondo el tiempo, más que pasar, da vueltas en redondo. Lo que ya ocurrió volverá a suceder tarde o temprano. Algo muy parecido ocurre en esta novela: cuando el director del periódico le pide al sabio actualizarse bajo el argumento de que “el mundo avanza”, éste responde que sí, el mundo avanza, “pero dando vueltas alrededor del sol”. Basado en la experiencia, su razonamiento es impecable: “Los adolescentes de mi generación avorazados por la vida olvidaron en cuerpo y alma las ilusiones del porvenir, hasta que la realidad les enseñó que el futuro no era como lo soñaban, y descubrieron la nostalgia”.

 

Esta naturaleza cíclica del tiempo queda aún más clara cuando hacemos consciencia de un dato que a primera vista puede pasar inadvertido: la historia completa de esta novela está contenida en un año exacto en la vida del protagonista, es decir, en una vuelta al sol. En ese lapso no sólo el protagonista se transforma, cambia la ciudad completa y con ella la joven Delgadina. Este cambio constante da pie al Nobel colombiano para reflexionar en torno a otro de sus temas predilectos: el oficio periodístico. Desde la remodelación de las instalaciones del diario hasta la cotidiana práctica de la censura por parte del Estado, la novela está llena de situaciones que le permiten a García Márquez repasar en la voz del anciano sabio sus vivencias como reportero.

 

“Creo hoy más que nunca que novela y reportaje son hijos de una misma madre”, sostiene Don Gabriel en la página 315 de Vivir para contarla. Ese volumen, es bien sabido, forma parte de una trilogía que no llegó a completarse. Pero en su lugar el maestro entregó a imprenta esta magistral novela construida con las más depuradas técnicas del oficio. Pieza maestra de carpintería narrativa, Memoria de mis putas tristes es un testimonio en clave sobre los ciclos que al autor le tocó vivir en más de ocho décadas sobre la faz de la tierra, pero es también una declaración de amor al arduo oficio de novelista. Acaso una frase del sabio triste que protagoniza esta ficción defina mejor que ninguna otra la posición del Maestro Gabriel García Márquez: “es un triunfo de la vida que la memoria de los viejos se pierda para las cosas que no son esenciales, pero que raras veces falle para las que de verdad nos interesan”.

 

FOTO: En 2015, el fotógrafo griego Dimitris Yeros publicó una serie de retratos inéditos que le tomó al García Márquez en México y Colombia. / Dimitris Yeros

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