Ibargüengoitia o el desencanto

Nov 23 • Conexiones, destacamos, principales • 5152 Views • No hay comentarios en Ibargüengoitia o el desencanto

 

POR ANUAR JALIFE

 

En Viajes a la América ignota Jorge Ibargüengoitia describe su botiquín de viaje: se trata

de una pequeña bolsa de lona, con forma rectangular, que durante más de 23 años hizo

las funciones de botiquín médico y estuche tocador, y cuyo contenido fue cambiando con

el paso del tiempo. “El primer cambio —escribe Ibargüengoitia— ocurrió cuando me di

cuenta de que la gasa y la tela adhesiva no iban a servir de nada en caso de que se cayera el

avión”. Y redondea la idea con una de sus acostumbradas vueltas de tuerca: “No recuerdo

cuál fue el razonamiento que me llevó a sustituirlas por unas curitas”. Rescato esta cita

no sólo por lo que tiene de triste premonición —Ibargüengoitia, como sabemos, murió

en un accidente aéreo— sino también porque en ella parece decantarse lo esencial de la

prosa del guanajuatense: desencanto, desilusión, desenmascaramiento. Estas palabras

atraviesan toda la obra del autor de Dos crímenes; a ellas se suma una más, a la que el

propio Ibargüengoitia vio siempre con reticencias: humor. Y es que el humor, en su caso,

más que un fin en sí mismo fue el resultado de una forma de ver la realidad, marcada por

el desengaño. En una entrevista de 1979, Ibargüengoitia declara: “El señor que se duerme

preparando chistes y despierta en la noche y dice ‘ya inventé un chiste magnífico’ me

parece grotesco. Es un concepto totalmente español, y probablemente mexicano, heredado

por nosotros. La idea de que soy humorista, en este sentido, es falsa”.

Su trayectoria literaria misma está marcada por el sino de la desilusión. Recordado hoy

sobre todo por sus novelas, el guanajuatense se inició como un autor dramático. En una

brevísima semblanza autobiográfica, recuerda haber comenzado en 1955 lo que parecía

una brillante carrera en el teatro, con Rodolfo Usigli como mentor y una serie de becas

ganadas al hilo: “Pero llegó el año de 1957 y todo cambió: se acabaron las becas —yo ya

había recibido todas las que existían—, una mujer con quien yo había tenido una relación

tormentosa se hartó de mí, me dejó y se quedó con mis clases, además yo escribí dos obras

que a ningún productor le gustaron”. Curiosamente, una de sus últimas pieza teatrales, El

atentado, le trajo el reconocimiento internacional al ser galardonada en 1963 con el Premio

Casa de las Américas y, lo más importante, le “abrió las puertas de la novela” al llevarlo a

conocer los materiales con los cuales escribió su primera narración larga: Los relámpagos

 de agosto.

La importancia de su formación como dramaturgo es relevante en la confección de su obra

completa, no sólo por su capacidad para crear diálogos, esbozar personajes, construir

escenas o marcar el ritmo de las acciones, sino por la preeminencia que tiene en su escritura

la idea del desengaño —central en la tragedia griega, el drama barroco, el teatro

isabelino—. En sus novelas y aun en sus artículos periodísticos subyace siempre una

realidad que o se mantiene oculta desde un principio o en algún punto se desvía del cauce

de lo previsible, debido a la fatalidad, la ineptitud humana o una mezcla de ambas. En lo

que Ibargüengoitia llama su obra “pública” lo velado parece ser la Historia misma. A las

explicaciones sociales, económicas o políticas el guanajuatense opone las trivialidades

cotidianas: el equívoco, la torpeza, la ingenuidad preceden a los grandes acontecimientos.

Benjamín Padilla, ilustre historiador cuevanense, “autor de la más lúcida interpretación de

nuestra Guerra de Independencia”, afirma en Estas ruinas que ves que “la Independencia

de México se debe a un juego de salón que acabó en desastre nacional”. En lo fundamental,

no es otra la tesis de Los pasos de López, de Maten al león o de Los relámpagos de agosto.

En la primera los conspiradores creen, hasta que tienen al ejército realista tras sus pasos,

que podrán conseguir la independencia de la Nueva España mediante la letra: “Va a ser de

lo más sencillo. Basta con firmar un documento”, afirma convencido el corregidor Diego;

en la segunda, se unge al joven José Coussirat —que en definitiva tiene más de sportsman

que de guerrillero— como el revolucionario encargado de asesinar al mariscal Belauzarán,

inmortal dictador de la isla bananera de Arepa; en la tercera, el general José Guadalupe

Arroyo provoca una desbandada de ex revolucionarios por arrojar a Eulalio Pérez H. a una

fosa recién cavada justo una noche antes de que éste fuese nombrado presidente interino de

la República. Los personajes ibargüengoitianos caminan vendados de los ojos entre la

ignorancia y el azar. En algún momento se produce la anagnórisis pero ésta llega siempre

demasiado tarde y de forma inacabada. El general Arroyo, por ejemplo, incapaz de

reconocer su propia soberbia e ineptitud, puede ver, en cambio, a toro pasado, el papel que

ha jugado la suerte en su caída: “En este capítulo voy a revelar la manera en que la pérfida

y caprichosa Fortuna me asestó el segundo mandoble de ese día, fatídico, por cierto, no

sólo para mi carrera militar; sino para mi Patria tan querida”. En esta novela, sin duda una

de las más complejas del guanajuatense, el juego del ocultamiento y la revelación se da en

varios niveles. Por una parte, en lo anecdótico, está lo que el general desconoce —la

desgracia en que caerá su protector, el futuro promisorio de sus rivales, la traición de sus

compañeros—. Por otra, se encuentra algo que los lectores ignoramos y que está en la base

del relato del general: una serie de escritos infamantes cuyo contenido, paradójicamente,

sólo podemos inferir por lo que el propio Guadalupe Arroyo nos dice en sus memorias

como respuesta a éstos: “quiero dejar bien claro que no nací en un petate, como dice

Artajo, ni mi madre fue prostituta, como han insinuado algunos, ni es verdad que nunca

haya pisado una escuela, puesto que terminé la Primaria hasta con elogios de los maestros”.

Finalmente, más allá del mundo figurado en la narración, está lo que los lectores

conocemos: la historia de la Revolución Mexicana, las memorias de revolucionarios como

Juan Gualberto Amaya, Francisco J. Santamaría o Álvaro Obregón, de los cuales Los

relámpagos de agosto es una parodia des-encantada.

No deja de llamar la atención que en estas novelas parte fundamental de la trama se teja

en medio de una obra de teatro, en el primer caso; en un baile de salón, en el segundo, y

en un funeral que devino borrachera, en el último. Se trata del entrecruce de los espacios

broncíneos de la historia y los cobrizos de lo cotidiano. Basta desenfocar un poco la lente

histórica para que esos mismos personajes y hechos revestidos de heroicidad muestren lo

que tienen de contingentes, de azarosos y de triviales. Después de ver el busto irreconocible

de algún prócer anónimo, al lado del de Hidalgo y el de Morelos, Ibargüengoitia

recomienda a los jóvenes aprendices de héroe: “si no es uno calvo, o no tiene uno la

costumbre de amarrarse un trapo a la cabeza, hay que cultivar algo que constituya un

sello inconfundible, como, por ejemplo, usar anteojos cuadrados, dejarse crecer una barba

extraordinaria, por lo hirsuto, por lo ralo o por lo largo, o taparse un ojo con un parche,

porque en los rasgos fisonómicos nadie se fija, y un héroe sin imagen, es como si no

existiera”.

En Ibargüengoitia eso que se nos oculta y en un instante se nos revela es lo ridículo que

está detrás de lo sublime. Su llamada obra “privada” y su trabajo periodístico, como decía,

no están exentos de esta mirada decepcionada. Para el autor de Las muertas, la

grandilocuencia y la solemnidad no son un monopolio de las instituciones o de la historia

“oficialista”, pues permean nuestra vida diaria y constituyen una forma de relacionarnos

con la realidad; algo que despierta el escozor de nuestro autor y contra lo cual dirige su

humor crítico —o quizás sea precisamente esa dirección la que le da a su humor tal cariz—.

En los cuentos de  La ley de Herodes y en sus numerosos artículos no cesa este horror ante

la ceremonialidad y el sinsentido de lo cotidiano, los cuales se presentan bajo una infinidad

de formas: los rituales del mundillo intelectual, las imposturas ideológicas, las reglas de

etiqueta, los laberintos burocráticos, la corrupción institucional, las costumbres religiosas,

las modas pasajeras, las conmemoraciones patrias, la idea de lo femenino y hasta un charco

de agua hedionda en Coyoacán que se resiste a desaparecer. Nada se escapa a la mirada

ocre del escritor que —como bien ha visto Enrique Serna en un artículo reciente para

Letras Libres— sostuvo una batalla permanente contra la cursilería, que Ibargüengoitia

definía como “una disposición patética: querer ser elegante o apasionado y no poder serlo.

Querer ser y no poder”. Uno de los puntos más acabados de esta visión se encuentra, me

parece, en Estas ruinas que ves. Novela en la que nuevamente algo se oculta —el falso

chisme de que Gloria Revirado, objeto del deseo del protagonista y narrador, morirá en

cuanto tenga su primer orgasmo—, es el retrato de la intelectualidad provinciana de

Cuévano —doble de Guanajuato—, ciudad castiza, cultivadora del recato, el decoro y la

doble moral; pero, más aún, imagen sucinta de México tal como lo concebía

Ibargüengoitia. El título del relato no podría ser más elocuente y pone en evidencia la

decepción desde la cual Ibargüengoitia ve las cosas: “—Esto que ve usted aquí —le dicen

al visitante— no es más que rastrojo de lo que fue. A lo que el recién llegado debe

responder: —¿Pero cómo rastrojo, si esta ciudad es una joya? Si no dice algo por el estilo,

corre el riesgo de ofender al anfitrión, porque la añoranza de bienes pasados que parecen

tener los habitantes de Cuévano es falsa. En el fondo están satisfechos con la ciudad como

está”. La prosa de Ibargüengoitia no tiene reparos en ofender a sus anfitriones, ni se

muestra satisfecha con nada; por el contrario, se solaza en el desencanto de contemplar

únicamente ruinas donde los otros ven a “la Atenas de por aquí”.

 

*Fotografía: Jorge Ibargüengoitia murió hace 30 años en un accidente aéreo/ESPECIAL.

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