Infancia truncada

Oct 14 • destacamos, principales, Reflexiones • 4604 Views • No hay comentarios en Infancia truncada

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El valor de los testimonios adquiere en la obra de esta escritora bielorrusa un carácter literario; al modo de retratos corales, los recuerdos íntimos e infancias imposibles perviven y sobreviven en estas páginas al margen de las grandes hazañas bélicas

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POR SERGIO TÉLLEZ-PON

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Elena Poniatowska recibió el premio Cervantes en abril de 2014 y la bielorrusa Svetlana Alexiévich (Minsk, 1948) el premio Nobel de Literatura en diciembre de 2015: a simple vista podrían parecer hechos aislados salvo por el lapso relativamente corto entre uno y otro pero también por el detalle de que dos de los premios más importantes de la literatura universal fueron a manos de mujeres cronistas. Además, los dos actos tienen otro dato curioso y es que fueron premiadas por ese género ahora muy en auge aunque durante mucho tiempo menospreciado: la crónica, que era desdeñada porque era un “género de periodistas”, es decir, no tenía el status de La Novela, La Poesía, El Teatro o El Ensayo (así, con mayúsculas para hacer notar su importancia). Sin embargo, habría que recordar que algunos de los mayores escritores en el siglo XX primero fueron periodistas: pienso en Norman Mailer, Ryszard Kapuscinski, Gabriel García Márquez, Guy Talese… A esos y muchos otros nombres deben sumarse los de Poniatowska y Alexiévich.

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No es gratuito, según creo, hermanar los nombres y las obras de Poniatowska y Alexiévich porque ambas escriben crónicas polifónicas en las que, además, les dan la voz a muchas personas que de otra manera no habrían tenido la oportunidad de contar sus tragedias: La noche de Tlatelolco, Fuerte es el silencio, Nada, nadie. Las voces del temblor, Las mil y una… (la herida de Paulina), en el caso de la mexicana y, por su lado, la bielorrusa en La guerra no tiene rostro de mujer (1985; Debate, 2015), Los muchachos de zinc. Voces soviéticas de la guerra de Afganistán (1991; Debate, 2016), Voces de Chérnobil. Crónica del futuro (1997; Debate, 2015), El fin del “Homo sovieticus” (2013; Acantilado, 2015). A estos últimos ahora se suma Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial, aunque publicado originalmente en 1985 y hasta ahora traducido al español. En su corta pero intensa obra, Alexiévich hace un recuento de la vida soviética a partir de la Segunda Guerra Mundial pasando por la invasión rusa a Afganistán, la explosión del reactor nuclear más dañino para el planeta hasta la Perestroika y el derrumbe de la URSS que creó a una nueva especie, lo que ella llama el “hombre rojo” (es decir, las personas que vivieron durante el régimen soviético y sienten nostalgia de esa vida).

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El conocido llamado “¡mujeres y niños primero!” para salvarlos de la catástrofe que se avecina no se usa cuando se trata de contar los hechos más atroces de la humanidad: dice Alexiévich en La guerra no tiene rostro de mujer que durante mucho tiempo las mujeres contaron su versión pero con la voz y palabras de los hombres, de manera que ella se propuso sacarles sus propias palabras, encontrar una mirada que no fuera masculina, que se liberaran de la prisión del lenguaje masculino. Las mujeres y sus historias de guerra fueron invisibilizadas, primero le contaron una versión parcial y luego la Perestroika hizo posible que se liberaran para abundar más en sus testimonios. Esa invisibilización también se vive en México donde aún no se han escuchado como se querría las historias de las mujeres que participaron activamente en la Revolución mexicana más allá de ser sólo Adelitas o soldaderas. Con los niños pasó lo mismo. En una de las primeras páginas de La guerra no tiene rostro de mujer, Alexiévich adelanta que la guerra dejó más de un millón y medio de huérfanos.

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Sobre esos sucesos, como una guerra, quedan consignadas las grandes hazañas pero no el recuerdo íntimo de alguien, no se escucha a la persona que la vivió en carne propia. Sólo hasta que se les da la voz es cuando la historia personal va articulando el retrato coral de un suceso atroz. Muchos testimonios de esos niños –ya convertidos en profesionistas– coinciden en que la guerra fue un parteaguas en sus vidas. La guerra ya no es un juego infantil con los amigos en los jardines caseros sino un evento traumático, hay un antes y un después, uno recuerda, por ejemplo: “Me he saltado la época de la infancia, ha desaparecido de mi vida. Soy un hombre sin infancia”; y otra niña: “Toda mi infancia soñando con mi madre, con mi padre, con bombones. Durante la guerra no sólo no probé ni un bombón, sino que ni siquiera los había visto nunca. El primer bombón lo comí unos años después del fin de la guerra”. Algunos de esos niños colaboraron en la resistencia con los partisanos y otros miles que quedaron huérfanos fueron a parar a esas especies de guetos que son los hospitales, orfanatorios y, claro, campos de concentración. Allí fueron rebautizados y entre todos los que habían perdido a alguien improvisaron familias. Muchos testimonios son estremecedores pero la escritura de Alexiévich a veces no está exenta de sentimentalismo.

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Luego de haber recogido los testimonios en La guerra no tiene rostro de mujer y Últimos testigos, Alexiévich se prometió no volver a escribir sobre la guerra pero, según ha confesado, la vida la arrastra constantemente a las barricadas. Fue así como en 1988 fue enviada a la guerra de Afganistán donde los soldados rusos muertos allá eran devueltos en unos ataúdes de zinc y al ver las atrocidades que cometía el ejército ruso ella, hasta entonces una “sovok” (es decir, una ferviente partidaria del modelo soviético), pasó a convertirse en una crítica de ese sistema. Así que la publicación del libro Los muchachos de zinc llegó hasta los tribunales: el periódico Komsomólskaya Pravda fue obligado a rectificar los pasajes que publicó como adelanto y Alexiévich fue demandada por los padres de esos luchadores que hasta la aparición de su libro eran vistos como héroes de la gran patria soviética. Para contrarrestar el pensamiento bélico soviético, Alexiévich se propuso hablar del amor en su discurso de aceptación del premio Nobel, que viene en una separata en Últimos testigos, “Sobre la batalla perdida”, porque, para hacer una sinfonía con ese coro de voces y sonidos tomados al vuelo, el amor es el común denominador de esos recuerdos.

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FOTO: Svetlana Alexiévich, Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial, Debate, México, 2016.

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