Instrucciones viales

Mar 13 • destacamos, Ficciones, principales • 9246 Views • No hay comentarios en Instrucciones viales

POR DANIEL KRAUZE 

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Después de cinco dichosos años como profesor adjunto de Cinema Studies en la Universidad de Edmonton, en agosto del año pasado regresé a vivir a la Ciudad de México para impartir un semestre como profesor invitado en una renombrada universidad del antes Distrito Federal. Mi ausencia le pasó factura a mi memoria. Admito, con vergüenza, que olvidé cómo desplazarme del sur al norte, del poniente al oriente de la gran ciudad. En Edmonton (recordar mi vieja casa me provoca una lágrima repentina) no necesité siquiera comprar un automóvil. En la CDMX, sin embargo, no he podido gozar el privilegio de la libertad peatonal. Irma, mi esposa, me pidió que fuéramos responsables y compráramos una camioneta, para llevar a las niñas a la escuela e ir al trabajo. Como buen marido, desembolsé parte de mis ahorros y la adquirí.

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Al cabo de unos días me di cuenta de que no sabía llegar a ningún sitio. Les pregunté a mis alumnos si existía una aplicación para mi teléfono móvil que me indicara las rutas adecuadas. Me sugirieron bajar una aplicación llamada Waze. Colorida y llena de íconos chuscos, Waze me simpatizó de inmediato. El trayecto de vuelta a mi departamento en la colonia del Valle me tomó escasos treinta minutos. Puntual, la aplicación me mostró desviaciones, senderos y callejones desconocidos. Mis alumnos notaron cómo Waze cambió mi estado de ánimo. Una semana después de haber empezado a utilizar la aplicación, Laura, una alumna, exclamó de súbito, diría yo que hasta conmovida: “¡Profesor!, ¿qué le ha ocurrido? Lo noto exultante. Sus comentarios sobre la obra de Tarkovski son cada vez más profundos. ¿A qué se debe este cambio en su ser?”

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Agradecí su perspicacia (y me sonrojé). Les dije que simplemente estaba muy satisfecho dando clases en mi patria de nuevo (una falsedad, por supuesto: cómo echo de menos Edmonton). En realidad, todo era gracias a Waze. Dormía veinte minutos más cada mañana y conducía sin tensiones, sabiendo que siempre llegaría a mi destino con tiempo de sobra.

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Pasaron los días y mi relación con Waze empezó a agriarse. No tardé en advertir el motivo. Estaba cansado de la voz –femenina, neutra y robótica– que me daba indicaciones. Como pasaba una hora y media en el tráfico diariamente, era necesario contar con una compañía más cálida y humana. Una noche, mientras Irma roncaba a mi lado, entré a Waze en busca de una voz distinta. Como se dice vulgarmente, las hay de todos los colores y sabores. En inglés está el Coronel Sanders y hasta una Boy Band (que no suena en absoluto a una Boy Band: lo sé porque Emilia, mi hija, está obsesionada con One Direction). En Español, está Ariane, Federico y Marcela Alarcón (la amabilidad de Marcela es tan falsa como el acento latinoamericano de Ariane). A punto de rendirme, por suerte encontré un botón de Opciones Avanzadas. Le di clic y vaya sorpresa lo que hallé. En una variable para gente casi sorda, daban las instrucciones a gritos; en otras usaban la voz de Homero Simpson, de Carlos Salinas y, en la más extraña, titulada “Mamá”, mi propia madre daba indicaciones. Siempre he pensado que Los Simpson son corrientes, Salinas seguro me haría llegar a donde no quería ir y suficiente tenía con escuchar a mi madre una vez por semana, de modo que seguí buscando. Finalmente di con una, titulada Manolito. El nombre me remitió al gran Manuel Alexandre, parte del elenco de La venganza, dirigida por Juan Antonio Bardem, obra maestra olvidada del cine español de mediados de siglo, una película con feroces subtextos antiimperialistas. Escogí a Manolito y me acosté a dormir.

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El domingo salí sin mi familia a comprar tornillos y tuercas para arreglar las puertas del clóset (como todo en nuestro departamento, el clóset estaba a punto de derrumbarse). En la tarde iríamos a comer a casa de mis padres. Puse Waze para llegar al Home Depot más cercano. Gire a la izquierda en Concepción Béistegui, dijo Manolito. En 300 metros, manténgase a la derecha en Avenida Coyoacán. Su voz era meliflua, como la de un locutor de radio matutino, sin esas pausas mecánicas que tanto detestaba en Ariane. Antes de dar vuelta a la derecha, pasé por un puesto de flores. En ese momento, Manolito sugirió: estacione el automóvil y compre unas margaritas y unas gardenias para Irma y su madre.

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Pensé que había escuchado mal y, sin darle mayor importancia, seguí la ruta, cerca de llegar al Home Depot. En un kilómetro hay otro puesto de flores. Román, compre unas margaritas y unas gardenias para Irma y su madre.

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Me detuve un segundo para revisar mi teléfono móvil. Quizás había entrado una llamada y alguien me jugaba una treta. Pero no. Waze estaba encendido. Cuando lo tomé entre las manos, Manolito volvió a hablar. Descienda del automóvil. Compre las flores.

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De vuelta a la casa apagué la aplicación. Mi esposa agradeció las margaritas, y mi madre casi estalló en llanto al recibir las gardenias. Había olvidado que eran sus flores predilectas. ¿Quién era Manolito y por qué sabía tanto de mi vida?

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Tecleé su nombre en Google y descubrí que se trataba de una nueva versión de Waze, capaz de dar indicaciones viales y vitales. Lo tomé como un regalo divino y, desde ese día, acaté sus consejos. Antes de pasar a una panadería, me dijo: gire a la izquierda en Río Churubusco; no pare por otro croissant cubierto de chocolate en esa panadería que tanto le gusta. Haciendo el mandado: en 500 metros llegará a su destino. No olvide comprar las cebollas que le pidió Irma. Antes de salir de la casa: Estamos listos. ¿Trae los exámenes revisados? Rumbo a la universidad: manténgase a la izquierda y límpiese la camisa; trae una mancha de yema de huevo a la altura de la bolsa izquierda. ¡Pero no lo haga ahora! Vea su camino. Al estacionarme: ha llegado a su destino, limpio, a tiempo y con los documentos correctos. No lo arruine, por favor, y cómase una menta.

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A veces, en las noches, me escondía en el baño y prendía Waze para pedirle su opinión sobre mi vida. ¿Debía volver a Edmonton, aunque mi familia estuviera tan contenta aquí? ¿Algún día publicaría mi segundo libro? ¿Qué tema debía abordar? ¿Era feliz con Irma? ¿Mis hijas la pasaban bien en su nueva escuela? Sin embargo, Manolito guardó silencio. Solo funcionaba en un automóvil en movimiento.

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Un viernes, al salir de una clase particularmente bien impartida sobre la influencia de Schopenhauer en la obra temprana de Lubitsch, mis alumnos, agradecidos, me invitaron a ir por una cerveza. Laurita fue quien extendió la invitación, con el pulgar entre dientes, sus ojos, como dos estanques cristalinos, observándome con una suerte de añoranza. Acepté la invitación. Al subirme al coche y encender la aplicación, Manolito no tardó en sugerir, esta vez sin molestarse en dar indicaciones: No vayas por esa cerveza, Román.

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Hice caso omiso. Manolito tampoco era una bola de cristal.

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A partir de mi acto de rebeldía, Manolito se volvió impaciente, incluso áspero. ¿Otra vez por un café? ¿No te importa tener los dientes amarillos? A veces me insultaba. Deja de tocar el claxon, cabrón. Intenta ser civilizado. Empezó a negarse a sugerir rutas y, de repente, a enviarme por caminos erróneos. Luego se echaba a reír, el malnacido.

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Estamos listos. Segundo día que sales con quince minutos de retraso. ¿Estás consciente de que si te corren perderías tu única fuente de ingreso?

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No te saques los mocos en la vía pública, Román. No seas puerco.

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Ah, ¿querías llegar a Santa Fe? Discúlpame. Entendí San Ángel.

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Y finalmente, la noche en la que decidí invitar a Laurita a tomarse una copa en un hotel:

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En 500 metros te volverás un patán aún más grande del que ya eres. Has llegado a tu destino. Por favor ponte condón. Nada más falta que embaraces a esta pobre escuincla.

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No volví a prender Waze. Había tenido suficiente del metiche de Manolito.

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Hace un par de semanas, Irma y yo salimos rumbo a Cocoyoc, a la boda de su sobrina Pilar. Nos perdimos cerca de Tepoztlán (me confundí de salida), y mi mujer me sugirió buscar direcciones con mi teléfono móvil. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que prendí Waze, que olvidé a Manolito, quien no tardó en soltarle la sopa (como burdamente se dice) a Irma. En 100 metros, usted y el infiel de su marido llegarán a su destino.

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Irma pegó un grito y me arrebató el teléfono. “¿Bueno?”, preguntó. “¿Quién eres?”

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Basura de ser humano detectada dentro de la camioneta. Irma, manténgase lejos de este imbécil.

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“¿Qué chingados está pasando?”

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“Es una muy mala broma”, le dije, estirando el brazo para quitarle el teléfono de las manos. “Debe ser una grabación que alguien me mandó. Déjame apagarlo.”

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Mi mujer apartó el aparato, fuera de mi alcance.

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Atención al marido que se baña en loción barata antes de salir del departamento; al que lee poesía romántica para dizque preparar una clase; al que tiene junta de padres de familia el martes, a las diez de la noche.

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“¿A quién te estás cogiendo, Román?”

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A una de sus alumnas. La lleva persiguiendo todo el semestre.

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Le dije a mi mujer que se trataba de un desperfecto en la aplicación. Un virus llamado Manolito. “¡Me hackearon!”, grité.

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“¿Cómo se llama?”, me preguntó.

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No tuve más remedio que sincerarme. Para mi sorpresa, Irma no se puso a llorar. Me tachó de mediocre, soberbio y farsante, y me pidió que la dejara en la boda. Me daría esa tarde para salirme de la casa.

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De regreso a la Ciudad de México, Manolito no paraba de reír. Harto, arrojé el teléfono a la calle. Un trailer le pasó por encima, reventándolo en pedazos.

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No pude evacuar el departamento esa tarde. Me perdí de vuelta y acabé en Taxco.

 

 

*FOTO: Para su primera novela, Fallas de origen, ganador del Premio Letras Nuevas en 2012, Daniel Krauze eligió un tono de escritura “compacto y vertiginoso”/ Germán Espinosa/EL UNIVERSAL.

 

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