Introducción a Francisco A. De Icaza

Ene 14 • destacamos, principales, Reflexiones • 4363 Views • No hay comentarios en Introducción a Francisco A. De Icaza

Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

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Tras el revuelo causado por Ulises Carrión (1941-1989), el año pasado, me puse a pensar en la cantidad, poco numerosa en comparación a la de otros países del idioma, de escritores mexicanos que, como él en Ámsterdam, habían muerto en el extranjero, otro argumento a favor de México como sociedad uterina hecha para absorber y no expulsar, tema del gusto de Luis Cardoza y Aragón, guatemalteco muerto en México, según me lo trasmitió hace años Alejandro Katz, quien lo visitaba en sus años finales. No menores a las centro y sudamericanas fueron nuestras querellas civiles y militares decimonónicas. Sin embargo, lo mismo en la generación de la Reforma que en la revolucionaria, lo común era salir huyendo de México hacia Nueva Orleans y La Habana para volver a la bola, a veces extendiendo el retiro estratégico a las Europas, prefiriendo la muerte a los destierros prolongados. Así lo hicieron durante la guerra de 1910, Martín Luis Guzmán y José Vasconcelos, quienes regresaron, con honores o sin ellos, a la patria de la que los había expulsado la desavenencia política o el fracaso electoral.

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Alejados de México por don Porfirio, aunque no del todo malquistados con él, murieron dos de los grandes maestros liberales: Ignacio Manuel Altamirano en San Remo (1893) y Vicente Riva Palacio en Madrid (1896). Antes de ellos, el vómito prieto cegó la vida del protorromántico Ignacio Rodríguez Galván en La Habana en 1842. Entre los modernistas, casi todos ellos comprometidos con la usurpación huertista, la mayoría regresó, ya reconciliada con el nuevo régimen, ya condenada a sobrevivir entre nosotros como extraños visitantes y reliquias del Porfiriato. Excepciones fue la muy sonada muerte de Amado Nervo, fallecido un 24 de mayo de 1919 en Montevideo y cuyo cadáver, en calidad de efímero sucesor de Rubén Darío, fue escoltado rumbo a México por fragatas militares uruguayas y argentinas. Murió Efrén Rebolledo en Madrid (1929) y allí falleció también Francisco Asís de Icaza (1863–1925), uno de los más infravalorados entre los escritores mexicanos, acaso por haberse integrado por completo, como sólo lo había hecho antes el taxqueño Juan Ruiz de Alarcón (1581–1639), a la vida literaria de la entonces tenida por madre patria.

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Como poeta, según lo estableció José Emilio Pacheco en su canónica Antología del modernismo (1978), Icaza se sumó al modernismo peninsular más que al latinoamericano, siendo además, por Examen de críticos (1893), uno de los pocos mexicanos en sentar plaza como crítico, a la vez cordial e inclemente, en España. Pero antes de detenerme en la muy notable contribución crítica de Icaza, seguiré unos párrafos más con el chisme de los escritores mexicanos muertos en el extranjero. Los últimos de los modernistas en morir fuera del país fueron Luis G. Urbina, en Madrid también (1934) y José Juan Tablada, en Nueva York, en 1945, días antes de la caída de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.

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La globalización aeronáutica del mundo, tras la Segunda Guerra mundial, volvió más factible la posibilidad de regresar para morir en casa. Todavía el poeta Gilberto Owen, murió en Filadelfia en 1952, siendo el único de los Contemporáneos en morir en el extranjero, pues el resto de aquellos desarraigados por convicción, extinguiéronse en un país del que escasamente salieron, excepción hecha del diplomático Jaime Torres Bodet, parisino frecuente. La lista, provisoria, se vuelve más exigua con las décadas: no sólo el ya citado Carrión, sino José Carlos Becerra (1970) en Brindisi, Rosario Castellanos en Tel Aviv (1974), Francisco Tario en Madrid (1977) y Jorge Ibargüengoitia, no muy lejos de aquella ciudad, en el aeropuerto de Barajas, en 1983.

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Al contrario de quienes en la década siguiente, niños o casi niños, saldrían de España rumbo a México para morir acá como exiliados o hijos de exiliados de la República derrotada en 1939, –los Moreno Villa, los Cernuda, los Aub, los Segovia o los Deniz–, entre otros, Icaza hizo de la integración a la España literaria, una meta consumada. Primer secretario de la sección de literatura del Ateneo de Madrid, inauguró el curso de 1893 con ese Examen de críticos, que en la muy nacionalista opinión de Ermilo Abreu Gómez, vengaba a Ruiz de Alarcón, legendariamente maltratado en la Villa y Corte por ser de origen indiano. Quizá los varapalos de Icaza, sobre todo el propalado a la condesa de Pardo Bazán por haberse plagiado a Melchior de Vogüe, el viajero francés descubridor para Occidente, nada menos que de la novela rusa, la de Dostoievski y Tolstoi, fueron vistos como una venganza criolla en México, aunque parece estar fuera de duda la genuina vocación peninsular de Icaza.

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Brillante cervantista, buen conocedor de la literatura francesa de su tiempo como no podía ser de otra manera y uno de los primeros latinoamericanos en asomarse al espíritu germánico (lo cual estaba en el zeitgeist español de la época), Icaza da comienzo a su Exámen de críticos, asumiendo que, a diferencia de otros tiempos (como los nuestros, agrego), “hoy todos leemos, por fortuna, y todos escribimos, por desgracia; por donde que en las letras estén representados el vulgo, la burguesía y la aristocracia intelectual”.

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Frase para envidiarse en una época donde toda crítica literaria tiende a extinguirse, pues Icaza pasa a examinar tres clases de críticos: quienes trabajaban para el tercer Estado, para los togados y para la nobleza de espíritu, prefiriendo sin duda, su propia crítica, dedicada al tercer estamento, pero sin librarse de aludir a quienes, modestos o vacuos, se dedicaban a la fajina crítica entre los lectores menos dotados. Ya lo veremos.

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Foto: Francisco A. De Icaza perteneció a una camada de escritores que alcanzó la madurez intelectual en el extranjero. En la imagen, De Icaza (sentado, al centro) con otros ateneistas en Madrid (ca. 1920). Crédito de foto: Centro Virtual Cervantes

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