La conjura de los lunares

Sep 27 • destacamos, Miradas, principales, Visiones • 3793 Views • No hay comentarios en La conjura de los lunares

 

POR LEONARDO TARIFEÑO

 

La locura es la protagonista de la que muy posiblemente sea la exposición más importante del año en la Ciudad de México. En una artista que, como la japonesa Yayoi Kusama, se encuentra internada en un manicomio desde 1977, las fronteras entre vida y obra se borran y cada trabajo suyo constituye, antes que nada, una extensión alucinada de su paisaje mental. “La peculiar condición que la ha hecho sufrir durante toda su vida también la ha empujado a un mundo simbólico creado por ella. Por eso ha concebido espacios que nos permiten experimentar los contradictorios mecanismos que se funden en su inconsciente”, ha dicho Philip Larratt-Smith, uno de los curadores de Obsesión infinita, la extraordinaria muestra que desde el último viernes puede visitarse en el Museo Tamayo, en la ciudad de México. Con más de 100 obras creadas entre 1950 y 2013, Obsesión infinita representa un invalorable identikit de una de las grandes creadoras contemporáneas, pero también, y sobre todo, un mapa autobiográfico de las posibilidades artísticas de la demencia, quizás el misterio más inquietante y fértil de todos los que surcan la historia del arte.

 

Recluida por voluntad propia en el neuropsiquiátrico Seiwa, en Tokio, desde hace por lo menos tres décadas, Kusama trabaja a un ritmo frenético en un estudio ubicado a unas pocas cuadras del hospital. En el pulso de esa creación incesante se cifra la clave de su estabilidad psicológica, ya que, como ella misma ha admitido en más de una ocasión, pinta incansablemente para conjurar sus tendencias suicidas. Artista de día y paciente de noche, cuando el esfuerzo agota sus energías se deja acompañar por sus asistentes para dormir en el centro de salud, el único lugar donde se siente a salvo de sus fantasmas con forma de lunares. “De niña experimenté este estado de obsesión infinita, y entonces pinté el mismo motivo sin parar —le explicó a Larratt-Smith—. Cuando pintaba encontraba el mismo patrón de lunares en el techo, escaleras y ventanas, como si estuvieran en todos lados. Entonces me acerqué y comencé a tocarlos, y empezaron a subir por mi brazo también. Fue horrible pero se terminó. O casi”. Instalada en 1957 en Nueva York, ella encontró lo mejor de sí misma en el espejo terapéutico de su arte mientras sus pinturas, instalaciones y performances anticipaban y moldeaban la estética pop, como si algún nexo rotundo y clandestino hubiera establecido una alianza entre su desesperación personal y los sueños de Warhol, Cornell y Oldenburg, entre otros compañeros de ruta sobre los que Kusama ejerció una influencia decisiva. Los happenings que realizó entre 1967 y 1969 en Central Park, el puente de Brooklyn o el MoMa, donde pintaba con lunares los cuerpos desnudos de los participantes, hoy se recuerdan como hitos fundacionales de una época que llamaba a reinventar el sexo y el arte en una misma orgía cultural. Pero esta “adicta al suicidio” estaba lejos de ser la anfitriona de la fiesta. Aunque invitara a Richard Nixon a tener “sexo vigoroso” con ella a cambio de dar por terminada la guerra de Vietnam, Kusama nunca dejó de encarnar el lado más frágil y neurótico de la frescura psicodélica. Por eso llegó a ser tan famosa por sus celebraciones fálicas como por sus hospitalizaciones, producto de trabajar sin descanso y sin preocuparse por vender ninguna de sus piezas. Como cuenta su leyenda, parte de su supervivencia en Nueva York se la debe a Georgia O’Keeffe, quien habría convencido a su marchante para que comprara varias obras de la genial artista que se encontraba al borde del abismo psiquiátrico y de una pobreza inesperada en una estrella de la escena pop. Hoy algunas de esas pinturas integran Obsesión infinita, y los más de dos millones de personas que visitaron la retrospectiva tras su paso por Brasil y Argentina acaban de sumarse a la consagración global de “la princesa de los lunares”, cuya mítica pobreza y rampante esquizofrenia también aportan lo suyo en el camino hacia la celebridad en la era donde lo único importante es aquello que se puede convertir en espectáculo.

 

Kusama ha sido destacada como una precursora del pop y del feminismo, pero su historia personal demuestra que la mayor presencia en su vida ha sido el drama de la locura. Sus alucinaciones visuales y auditivas, que en su autobiografía La red infinita describe como “auras alrededor de los objetos” y “voces muy nítidas de los animales y plantas”, habrían comenzado poco después de que su madre abusara de una Yayoi que por entonces no había cumplido ni diez años. Nacida en el seno de una familia conservadora de Matsumoto, sus primeros recuerdos evocan las noches en las que, obligada por la madre, se escondía para seguir el camino que el padre tomaba rumbo a los encuentros con sus amantes geishas. De regreso a casa, la madre forzaba a la niña para que le contara los detalles de esas escenas, y entre la ira de una y el deseo prohibido del otro Kusama creció con la omnipresencia del sexo marcada en las tinieblas de su imaginación. Las alucinaciones de un mundo propio no se hicieron esperar, y se habrían materializado por primera vez en el dibujo de 1939 en el que la futura artista retrata a su madre bajo una lluvia de lunares que se parece demasiado a una venganza de manchas. “Los lunares son parte de su práctica de ‘autoborramiento’ o self-obliterarion —señala Larratt-Smith—. Cada uno es un rostro del cosmos y expresa, para la artista, un deseo de paz”.

 

Si en algún momento de su vida encontró la paz, ese momento fue a finales de los años cincuenta en Nueva York, a miles de kilómetros de Matsumoto y muy poco antes de que la contracultura estadounidense se propusiera la conquista del mundo. Ya en 1961 instaló su estudio en el mismo edificio en el que trabajaban los artistas Donald Judd y Eva Hesse, y a partir de entonces su creación se centró en la experimentación en instalaciones con luces, música y espejos, como las que el público mexicano puede recorrer hoy en Obsesión infinita. A través de los performances Gran orgía para despertar a los muertos y Boda homosexual encontró una salida lúdica para el laberinto de dolor al que su padres la arrojaron para mostrarle el sexo, y la naciente combatividad de la cultura gay le enseñó que había muchos otros como ella, en plena batalla por la aceptación social de sus valores íntimos. La noche del 28 de junio de 1969, en el bar Stonewall Inn, la policía de Manhattan provocó los disturbios cuyas víctimas serían homenajeadas, con el paso del tiempo, en las marchas del Orgullo Gay. Por esa misma época y en esa misma ciudad, Kusama reviviría ese ambiente de liberación e incertidumbre en su relato “El escondite de prostitutos de la calle Christopher”, donde parece hermanarse con aquellos cuya libertad se ve amenazada por unas convenciones que la artista desafiaría a fuerza de provocación, llamados a orgías públicas y la hiperproducción de piezas con forma de pene. Con su instinto radical desarrollado y satisfecho, volvió a Japón en 1973, espantada por la terapia freudiana del psiquiatra que la trataba. Cuatro años más tarde, al encontrar médicos seguros de que el arte constituía su mejor mecanismo de autoayuda, se internó en el neuropsiquiátrico donde reside desde entonces.

 

Kusama fue de las primeras artistas en crear esculturas blandas, la mayoría producidas en telas (Accumulations). También innovó en la creación de una simbología pop vinculada al infinito, y en la reinvención de la desnudez en el espacio público. De todas maneras, hoy parecería que el peso de su obra compite con su frivolización del drama psíquico, cuyo momento cumbre lo expresa su colaboración en 2011 con la firma francesa Louis Vuitton. Como buen artista pop, su proximidad con la moda alimenta su forma de estar en el mundo, y en este caso su alianza con una marca de lujo parece burlarse de los límites de un arte que no se entiende fuera de los parámetros del mercado. Junto con el diseñador Marc Jacobs, Kusama creó para Louis Vuitton una colección de ropa, zapatos, bolsos y accesorios en los que los célebres lunares se convierten en un artificio fashion. Un trabajo no muy distinto del que dos años atrás había llevado adelante con la compañía japonesa de comunicación KDDI Corporation, para la que diseñó un celular, “My doggie ring-ring”, con lunares rojos y azules esparcidos por toda su superficie. Como también sugiere el fervor del público ansioso por obtener su selfie en las instalaciones de Obsesión infinita, cabe preguntarse si estos logros del marketing o la insólita popularidad de una creadora hundida en la sinrazón le hacen justicia a una experiencia artística a la que se llega a través de la enfermedad. ¿El brillo de su celebridad oculta el impacto de su desequilibrio en una obra inigualable? ¿El retrato cromático de un paisaje interior enloquecido debe dejar paso al confort psicodélico que elimina toda huella de drama? Uno de los desafíos de Obsesión infinita consiste en proponerle esas preguntas al público, quien pasea por la muestra sin dejar de convivir con la experiencia del consumo y de la visión alucinada en su salto al precipicio pop.

 

“Todos los artistas sinceros son psicológicamente conflictivos —le confesó Yayoi a Larratt-Smith—. Si uno piensa en Münch y Van Gogh, eso está clarísimo. Y yo no soy una excepción”. Siempre que la locura protagoniza un capítulo del arte, las dudas y resquemores interpelan y retan a quien se acerca a las obras donde palpita la sinrazón. ¿Cómo interpretar la exploración de la locura presente en las instalaciones Infinity mirror room, I’m here but nothing o Infinity mirror room phallis field en un tiempo que adopta los lunares psicodélicos como una forma de decoración? Tal vez el estado mental de un artista no debiera ser la lupa capaz de observar y descubrir la potencia de una obra. Sin embargo, como en el caso de Kusama, es imposible dejar de advertir el estallido de la demencia en la belleza psicosomática que surca la exposición del Tamayo. Aceptarla plantea interrogantes. Al salir de Obsesión infinita, uno de los más relevantes es si la época no está más enajenada que ella, ya que acaba de convertir a su arte-salvavidas en el divertidísimo parque temático de la selfie pop.

 

Obsesión infinita, de Yayoi Kusama, se exhibe en el Museo Tamayo (Paseo de la Reforma 51, colonia Bosque de Chapultepec, México, D.F.) hasta el 18 de enero de 2015, de martes a domingo de 10:00 a 18:00 horas.

 

* Fotografía: Infinity Mirror Room-Phalli’s Field (or Floor Show), de Yayoi Kusama / MUSEO TAMAYO-CORTESÍA DE LA ARTISTA

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