La mente náufraga

Mar 11 • destacamos, principales, Reflexiones • 4157 Views • No hay comentarios en La mente náufraga

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

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Tanto han cambiado las cosas en pocos meses que hasta un pensador tan certero, como Mark Lilla (Detroit, 1956), queda a deber. En Pensadores temerarios (2001 y 2016), su análisis de la adicción de los filósofos por la tiranía, ejemplarizada con el filonazi Martin Heidegger y sus discípulos, se acercaba, pese al asunto casi infinito y lacerante, a decir la última palabra. Publicado durante el Brexit y antes de la victoria de Trump, The Shipwrecked Mind. On Political Reaction (NYRB, 2016) es, en esencia, un libro sobre el pasado, sobre la vieja Reacción, apenas discernible en los rostros de quienes gobiernan los Estados Unidos, la Gran Bretaña y los países que se agreguen en las próximas elecciones, pues la nueva Reacción, como Hitler el 30 de enero de 1933, llega al poder mediante las elecciones. Ello llevó a decir al antinazi Eric Voegelin (1901–1985) y uno de los reaccionarios alemanes refugiados en las universidades norteamericanas estudiados por Lilla, que la secularización del mundo occidental –a la democracia parlamentaria en concreto– había sido la responsable del ascenso del nacionalsocialismo. Ese punto de vista lo habría compartido, me parece, el propio Führer.

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Lilla dice, lo cual es aún más obvio a la luz del presente, que los reaccionarios son todo menos conservadores. Bush II y su equipo neoconservador, donde se concentraron los peores estrategas militares de la historia moderna, no deseaban, a principios de siglo, sino conservar tal cual la democracia estadounidense y eso sí, exportarla al Lejano Oriente, animados por el extrotskismo de algunos de sus ideólogos. Las violaciones flagrantes al derecho internacional cometidas en nombre de la guerra contra el terrorismo, tuvieron escaso impacto en la vida de los estadounidenses, incluidos los más antibushianos, pese a la cuestionada constitucionalidad del Acta Patriótica y otros decretos neoconservadores. No eran, leyendo el último libro de Lilla, verdaderos reaccionarios, sino una variante reactiva, tras el 11 de septiembre de 2001, del tradicional conservadurismo norteamericano, cuyo fracaso, heredado a un Obama que apenas pudo gestionarlo, explicará, me temo, el futuro mundial en manos de Trump.

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El padre de la vieja Reacción fue el conde de Maistre, para quien 1789 significó el telón, recuerda Lilla, de un mundo glorioso donde imperó, aun desfalleciente y acotada desde el Renacimiento, la catolicidad y su sobrenaturaleza. Ésta fue traicionada por las élites –cantaleta eterna de toda Reacción– quienes al trastocar social e irremediablemente el universo con la Revolución, crearon la Reacción, tan joven como ella y su hermana–enemiga: los franceses la nombran como la Contrailustración. Desde Spengler, profeta de la historiosofía, hasta el publicista Steve Bannon, la Reacción necesita de un paraíso perdido de cuya expulsión lamentarse, lo cual llevó a decir a Paul Valéry –la cita es de Lilla– que la Antigua Grecia es la invención más hermosa de la Edad Moderna.

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Entre los maestros reaccionarios estudiados por Lilla en este opúsculo destaca y no sólo por ser el primero, Franz Rosenzweig (1886–1929), un judío asimilado alemán que en el umbral del bautismo se arrepintió y fundó la moderna teología judía, antiliberal sin ser conservadora. Contra Hegel, Rosenzweig batalló por devolvernos, otra vez, ese encanto religioso echado de menos por Weber. No soñaba Rosenzweig con volver a la ortodoxia judía. En La estrella de la Redención (1921) consideraba compatibles al judaísmo con su agresivo heredero, el cristianismo (el Islam le parecía sólo una parodia) pues el primero revela y el segundo redime. Unos y otros estaban destinados a combatir la repaganización del mundo, argumento presente en la actual y ecuménica derecha religiosa de los Estados Unidos.

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Voegelin, como el equívocamente famoso Leo Strauss –pocos de los periodistas que lo citaron como inspirador de los neocons entenderían sus libros– llevó, a la optimista e ingenua “América”, el olfato estupefacto y embriagante de los alemanes por la ruina histórica. Historiador de las religiones, Voegelin escribió que el nazismo y el comunismo, religiones seculares, arremedaban a la Cristiandad perdida. Algo similar pensaban sus contemporáneos de izquierda, como Hannah Arendt o T. W. Adorno. Dueño de la llave de todas las mitologías, advierte Lilla, encontraba Voegelin en la modernidad una victoria póstuma de los gnósticos, empeñados, pese a su diversidad de escuelas, en divinizar al hombre en demérito del Creador.

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Judío, a diferencia del gentil Voegelin, Leo Strauss (1899–1973), es el más sutil de los reaccionarios expuestos por Lilla y por ello resulta tan paradójica su popularidad mediática. El gran viraje para él estaba en Maquiavelo: la desacralización es hija de la política práctica y nos despoja de la religiosidad mediante la ambición mundana. Oponerse al mundo moderno, para Strauss, sabio en la filosofía política clásica, es volver a la ley natural. Los straussianos, el más popular de ellos Allan Bloom con The Closing of the American Mind (1987), consideraron –testigos de las violencias del 68– que un mismo camino lleva a Nüremberg y a Woodstock. La enemiga de los reaccionarios es, en todos los casos, la Ilustración y por ello Lilla cierra su libro con un “reaccionario de izquierda”, Alain Badiou (1937), alumno de Althusser y maoísta impenitente en su admiración por el Gran Timonel. Este profesor francés de origen marroquí es célebre por festejar la crueldad de la Revolución cultural china, hija del “bienhechor” entusiasmo religioso.

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Badiou también quiere resacralizarnos aunque mediante la violencia universalista de San Pablo. Aparentemente incrédulo, advierte Lilla en The Shipwrecked Mind, cree Badiou si no en los milagros, si en la profecía cumplida de los eventos catastróficos, como el asesinato de los caricaturistas de Charlie Hebdo, el 7 de enero de 2015 o la elección de Trump, me imagino. Todo aquello que atente contra Atenas y su Razón debe ser festejado, advierte, señudo, el paulino Badiou. En ese clima, concluye Lilla su libro, es natural que en Francia, tras la veda impuesta por Céline, se pueda volver a ser no sólo conservador sino abiertamente reaccionario, como lo son el periodista Éric Zemmour o Michel Houellebecq, cuya Sumisión (2015), es una novela que yo interpreto de manera distinta.

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Días después de la victoria de Trump, ese liberal implacable que es Mark Lilla, se atrevió a hurgar en la herida y a preguntarse cuál era la responsabilidad de los demócratas y su electorado multicultural por la victoria de Trump. En The Shipwrecked Mind había adelantado un argumento, ya previsto por Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut, en Francia: al abandonar los valores de las mayorías, a la antigua clase obrera, entregándose a la política identitaria, la izquierda le cedió el espacio de lo social a la Reacción. Y para la imaginación apocalíptica de la Reacción, la vieja y la nueva, el presente, no el pasado, afirma Mark Lilla, es un país extranjero.

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FOTO: El naufragio (detalle), de Joseph Mallord William Turner, óleo sobre tela (1805).

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