La oscura afición de don Sergio

Abr 14 • destacamos, principales, Reflexiones • 18353 Views • No hay comentarios en La oscura afición de don Sergio

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Aunque Sergio Pitol, lector de novela policiaca, solía destacar los procedimientos usados por algunos clásicos del género para construir tramas interesantes, él mismo tardó años en escribir una: El desfile del amor, basada en el asesinato de un alemán en una fiesta de intelectuales en la colonia Roma de la Ciudad de México

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POR VICENTE ALFONSO

Autor de obras difíciles de catalogar, a Sergio Pitol se le asocia con temas como el viaje, el carnaval y la llamada alta cultura: en sus libros hay constantes referencias a las artes plásticas, la arquitectura, la música, el cine y por supuesto, la literatura. Pero existe además un Sergio Pitol apasionado por lo que Alfonso Reyes llamó “el último género clásico de nuestro tiempo”: la novela policial. No se trata de una afición privada ni de un pasatiempo inofensivo: aun en la época en que la novela negra era considerada un divertimento sin méritos artísticos, Pitol jamás dudó en poner a autores como Patricia Highsmith, Graham Greene y Eric Ambler en su Olimpo privado junto a Chéjov, Gógol, Pilniak, Henry James y Pérez Galdós. Más aún, don Sergio señaló el adeudo que no pocas obras maestras de la literatura universal mantienen con el llamado género negro.

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Durante su discurso de recepción del Premio Cervantes, el cronista y traductor recordó que fue precisamente Alfonso Reyes quien le acercó a la novela policial, terreno “al que de otra manera habría tardado en llegar”. El joven Sergio tenía poco más de dieciséis años y aunque estudiaba Derecho en la UNAM no se perdía los cursos de don Alfonso en El Colegio Nacional. Quizá por eso décadas después, cuando era ya un autor de renombre, Pitol no dudaba en defender las ficciones policiales como instrumento inmejorable para aprender el duro oficio de novelista. En un ensayo fechado en Xalapa en 1997 y titulado “La novela policial”, sostiene: “Confieso de inmediato mi absoluta debilidad por ese género que no sólo me ha proporcionado momentos memorables, sino que como escritor mi deuda es inmensa. Pienso que si un día tuviese que dirigir un taller de narrativa, sugeriría a los alumnos estudiar con atención los procedimientos específicos inventados por los autores de ese género, con la seguridad de que eso les ayudaría a construir una novela con más eficacia que todos los libros de narratología”.

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Si bien el veracruzano solía reconocer que con el auge de la novela policial se multiplicaron las historias mediocres (a las que llamaba “meras adivinanzas encapsuladas en tediosos volúmenes”), era también un asiduo lector de Nicholas Blake, de Agatha Christie, de Dashiell Hammett y de John le Carré, como lo fue también de la colección El Séptimo Círculo, serie de novelas policiales coordinada por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Tanto disfrutaba don Sergio de esa colección que hace todavía un par de años conservaba algunos ejemplares en el estudio de su casa de Xalapa, muy cerca de su escritorio. No obstante, donde mejor se advierte su inclinación por la literatura negra es en su faceta de novelista. Gracias a su obsesión por tender puentes y cavar túneles que conecten aún los puntos más lejanos de su obra, leyendo El arte de la fuga nos enteramos de que durante años arrastró una asignatura pendiente: redactar una novela policial.

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Más que un divertimento

El 19 de abril de 1980, en un vuelo de San Francisco a México, Sergio Pitol apunta en su bitácora: “Sigo jugando con la idea de construir una novela con trama policial. Convertir el edificio donde vivo en un escenario con las características típicas (o tópicas) de un microcosmos”. Un año después, el 9 de mayo de 1981, el asunto le sigue obsesionando: “Me gustaría que esta novela policiaca hiciera también luz sobre ciertas cuestiones políticas. Por desdicha, los personajes en que pienso son demasiado paródicos”, registra, y líneas más adelante agrega: “No encuentro el modo de empezar”.

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Para el 12 de junio de ese año sigue afinando el proyecto: hace apuntes, traza los perfiles de los personajes, busca motivaciones para el crimen, pasa horas revisando archivos fotográficos. Registra en sus notas que aspira a escribir “una novela que no sea un mero divertimento, sino una reconstrucción moral de época”, y que el objetivo es “lograr que ese microcosmos pueda arrojar alguna luz sobre nuestro presente”.

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Una de las primeras decisiones que toma es que recurrirá a la estructura a una de sus obras favoritas: Las almas muertas, de Nikolái Gógol. En dicha novela un forastero llega a un lugar y comienza a visitar, una por una, a diferentes personas para tratar un tema determinado. Se trata de un recurso muy utilizado por la novela policial. Eric Ambler, por ejemplo, lo utiliza en La máscara de Dimitrios, un clásico de la novela negra sobre el que Sergio Pitol solía charlar durante horas con otro experto en este tema: Federico Campbell.

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No obstante, debido a las exigencias de su labor como diplomático, le lleva tres años hacer que la novela cuaje. Pero lo logra. Para el 19 de diciembre de 1983, inmerso en una fiebre creativa, escribe como en un trance mediúmico, como si alguien le dictara. En su diario registra que “la novela se deja escribir con tal rapidez que me hace temer que se trate de un mero estallido de grafomanía”. Hoy sabemos que al año siguiente la novela, titulada El desfile del amor, obtendrá el Premio Herralde, galardón que lo transformará de un escritor de culto en un autor buscado y celebrado por sus compatriotas.

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Un historiador y sus pesquisas

El desfile del amor parte de un hecho violento: el asesinato del ciudadano alemán Enrich Maria Pistauer, ocurrido el catorce de noviembre de 1942 en el edificio Minerva, en la colonia Roma de la Ciudad de México. La muerte del alemán, sucedida durante una fiesta de intelectuales a la que concurren personajes muy diversos, desencadena una pesquisa. No obstante, ante la poca cooperación de los involucrados, la policía cierra el caso y el expediente permanece olvidado casi treinta años hasta que alguien decide retomarlo. Se trata de Miguel del Solar, un hombre que regresa a México tras una larga estancia en el extranjero. El móvil que le empuja a investigar lo sucedido aquella noche es personal: cuando era niño, él vivía en el edificio donde ocurrió el asesinato.

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No son pocas las pistas que Pitol siembra a lo largo del relato para que los lectores nos demos cuenta de que se trata de una novela-enigma. No obstante, desde un inicio establece que tanto el crimen como la investigación ocurren en México, lo que será determinante hacia el final del libro. Así en la página 12 encontramos que: “un perfume amargo, el del misterio, emanaba de esas escuetas fichas biográficas. De alguna manera recreaban la atmósfera de ciertas películas, de ciertas novelas, que uno estaba acostumbrado a situar en Estambul, en Lisboa, en Atenas o en Shangai, pero jamás en México”.

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En El desfile del amor no será un policía quien se encargue de los interrogatorios, sino un historiador. Con ello, el autor parece decirnos que el norte de la brújula en esta novela no es la justicia, sino la verdad. Decidido a entrevistar a los testigos, Del Solar contacta a inicios de 1973 a los asistentes a aquella fiesta que derivó en tragedia. Pero han pasado más de treinta años y, como suele suceder, las versiones contrastan y se contraponen. Poco a poco los lectores nos percatamos de que el historiador tampoco tiene muchas esperanzas de encontrar la verdad en los hechos mínimos, cotidianos, que recuerdan los testigos. Esa progresión de voces y testimonios es lo que Pitol bautiza como “el desfile”. De este modo pasan ante los lectores la tía Eduviges Briones, la escritora Ida Werfel, el librero-escritor Pedro Balmorán, la corredora de arte Delfina Uribe, el pintor Julio Escobedo…

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La novela está estructurada de forma que el lector debe reelaborar varias veces sus juicios sobre lo que leyó en capítulos anteriores. De este modo el pasado en la novela no es estático, sino un tiempo en movimiento constante. Aunque la realidad es una, sus interpretaciones son infinitas. Cada uno de los testigos parece recordar hechos distintos. ¿Qué ocurrió realmente? Difícil saberlo. Después de escuchar tantas y tan variadas voces, incluso la hipótesis más disparatada parece verosímil. Ni siquiera el acta del Ministerio Público casa con los hechos manejados por la prensa y por los testigos.

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Esa distancia entre versiones se profundiza cuando el historiador encuentra, hurgando en una hemeroteca, un viejo periódico que contiene dos notas relativas a la fiesta en que murió Pistauer. La primera es una crónica de sociales, la otra una nota roja. La página de sociales describe la fiesta como “un canto a la armonía. De haber sido cronista político, su autora hubiese hecho alusión a la consigna de unidad nacional que estaba a la orden del día”. Pero en el mismo periódico, en las líneas de “la bronca página criminal”, se consigna la fiesta en términos muy diferentes: no sólo la califican de “tenebrosa”, también de ser “un artero complot dispuesto por un cerebro refinadamente criminal”.

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Desconfiar de la memoria

Como sucede en muchas de las obras canónicas del género policial, en El desfile del amor el recurso de las versiones contrastadas sumerge al lector en una confusión profunda de la que sólo un razonamiento cuidadoso y certero podrá sacarle. Los lectores de novela policiaca tradicional saben que no importa qué tan caótica parezca la situación, tarde o temprano todas las piezas van a encajar. Pitol, en cambio, echa mano de un recurso maestro: llega un momento en que Del Solar, el historiador trasmutado en detective, se da cuenta de que no puede confiar ni siquiera en su memoria. De la noche del crimen recuerda apenas algunas atmósferas, vagos ambientes, casi nada. En la página 67 leemos: “¡Qué vaga la cronología de los recuerdos de infancia, qué precisos en cambio ciertos detalles! (…) las situaciones pueden ser borrosas”.

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Para no dar información de más y arruinar así la experiencia de quienes quieran acercarse a este libro por primera vez, basta decir que aunque El desfile del amor es una novela policial en toda regla, no juega de la misma forma que aquellas escritas por Edgar Allan Poe y Arthur Conan Doyle. Como en la vida real, en este libro, las certezas absolutas son inalcanzables. Aquel novelista que pretenda esfumar todas las dudas está perdido. No es coincidencia que uno de los testigos de aquella noche trágica, el pintor Julio Escobedo, le diga a Del Solar: “Cuando el pintor quiere plegarse a la realidad la convierte en un enigma”. De acuerdo con Escobedo, si el artista quiere capturar la esencia de la verdad en sus trabajos, no puede reducirlos a un mero crucigrama o a un acto de malabarismo. Aquellos enigmas que se explican fácilmente son apenas “trucos de necios para consumo de necios”.

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Alejándose de la ortodoxia del policiaco, el artista puede aspirar a la verosimilitud, aunque ésta signifique renunciar a la verdad última para obtener, cuando mucho, una coloración distinta de la realidad matizada siempre por la incertidumbre y la sospecha. El “así ocurrió” se convierte en un “así pudo ocurrir”. El resultado es que la interrogante que detona la historia queda intacta y por lo tanto, la tensión nunca decae. Terminado el libro, los lectores podemos armar nuestras propias hipótesis respecto a lo sucedido en el edificio Minerva aquella noche. No es importante si lo hacemos o no: lo realmente importante es que nuestra visión ha sido transformada. Las anécdotas son sólo el vehículo con que se ha transmitido esta nueva perspectiva del todo.

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Esta estrategia, por supuesto, no es un as que Pitol se saca de la manga. En la página 174, la novela misma evoca algunos antecedentes literarios que han usado el recurso: “Cada quien, como en los dramas de Pirandello o en Rashomon, tiene su propia versión de los hechos”.

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Es destacable pues que en El desfile del amor los personajes hagan hincapié en esa imposibilidad de llegar al fondo de las cosas y también señalen la importancia de recrear esta impotencia en las creaciones artísticas. No puede ser casual que uno de los personajes de la novela -la hija de la escritora Ida Werfel-, le asegure a Miguel del Solar que “una obra literaria se salva sólo cuando contiene la centella de verdad, ese halo extrañísimo que alimenta o vivifica el lenguaje. La labor del estudioso debía consistir en detectar esa centella y, a su luz, detectar las estructuras, los problemas estilísticos, las obsesiones del autor”.

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Casi al final de la novela, Delfina Uribe le dice al historiador (y al mismo tiempo, Pitol nos dice): “usted se enoja, hace acusaciones de negligencia si uno no le entrega definiciones estrictas, precisas. Pero en aquel caso dos más dos jamás fueron cuatro”.

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FOTO: Admirador de escritores como Patricia Highsmith y Eric Ambler, con El desfile del amor escribió una novela policial en toda la regla. / Archivo personal Sergio Pitol

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