La oscura cruz de Elvira Luz

Jul 9 • Ficciones • 23845 Views • No hay comentarios en La oscura cruz de Elvira Luz

1982

POR JOSEFINA ESTRADA

 

Cuatro niños fueron asesinados la mañana del 9 de agosto de 1982. La nota roja reseñó que su madre, Elvira Luz Cruz, los había matado porque no tenía dinero para darles de comer. La mujer fue sentenciada sin más pruebas que las circunstancias. Años después, la ineficiencia legal y la serie de anomalías del juicio atrajeron la atención de intelectuales, grupos feministas y de derechos humanos. Argumentaron que Elvira había sido declarada culpable por ser mujer, pobre, indígena y analfabeta. Sobre el caso se organizaron mesas redondas, programas de radio, artículos, una obra de teatro y dos películas.

 

El suceso conmovió a la opinión pública: Elvira parecía ser la primera víctima de la tragedia; el maltrato infligido por su suegra y su pareja, padre de tres de los niños, así como la pobreza fueron determinantes para el desenlace. Su proceso también llamó la atención porque hacía muchos años, en la Ciudad de México, no ocurría un filicidio de esa magnitud, como lo aseveró José Ramón Fernández Pérez, director del Servicio Médico Forense (Semefo). El periódico Novedades publicó así la noticia:

 

No soportó verlos llorar

 

Confiesa la madre homicida: “Los maté porque no tenía qué darles de comer”.

 

Asfixiándolos, Elvira Luz Cruz, de 26 años, fue como propició la muerte de sus cuatro pequeños hijos, según lo confesó a elementos de la Policía Judicial del Distrito, luego que la multihomicida intentó suicidarse. “Estoy arrepentida de lo que hice, pero al verlos llorar de hambre y no tener dinero para comprarles alimento, me desesperaron y por eso tomé la determinación de matarlos… Lamentablemente no me fui con ellos, declaró la acusada. Elvira Luz Cruz aceptó haber matado a sus cuatro vástagos: Israel Luz Cruz, Eduardo, Marbella y María de Jesús Soto Luz, de 6, 3, 2 y dos meses de edad.

 

Se reponía de una semiasfixia

 

Los detectives encontraron a la presunta homicida momentos después que se reponía de una semiasfixia al colgarse de un mecate, en un intento por quitarse la vida; sus propios vecinos la habían liberado de la cuerda de ixtle en que pendía su cuerpo. Sólo gritaba que también quería morir. A un lado de ella fueron hallados los cuerpos de sus hijos.

 

El personal de la 23ª delegación, en Tlalpan, se encargó de levantar las acusaciones relacionadas con el caso, que tuvo como escenario la calle de Jacarandas, Manzana 13, lote 11, de la colonia Bosques del Pedregal. En tanto, los cadáveres de los menores fueron conducidos al Semefo, donde les practicaron la necropsia de rigor.

 

En el relato que hizo al director de Policía Judicial del Distrito, capitán Jesús Miyazawa Álvarez, Elvira dijo que desde hacía cuatro años, después que empezó a vivir en unión libre con Nicolás Soto Cruz, su vida había sido de sufrimiento en el aspecto económico, y porque dicho individuo era muy mujeriego. Indicó que algunas veces le daba gasto y otras no. Ella tenía que conseguir entre los vecinos para dar alimento a sus vástagos.

 

Antes, precisó, había procreado un hijo con un sujeto llamado Marcial Caballero, quien la abandonó en cuanto ella quedó embarazada: “A partir de ese momento empecé a trabajar como sirvienta, hasta que se cruzó en mi camino Nicolás, que prestaba sus servicios en una obra como albañil”.

 

Nadie le quería prestar dinero

 

Después manifestó que ya nadie quería prestarle dinero, porque algunas veces pagaba y otras no. “Mis hijos lloraban… Me pedían de comer. Me sentí desesperada y decidí terminar con su vida”, asentó.

 

Primero ahorcó a Israel con un trapo. Sorprendió al niño por la espalda. Lo mismo hizo con Eduardo y con Marbella. Al terminar de matar a los tres se dirigió hasta donde se encontraba la más pequeña: María de Jesús. Con sus manos le tapó la boca y la nariz hasta verla sin vida también. Después de eso, la mujer trató de suicidarse, ahorcándose con un cordón, pero algunas personas se dieron cuenta de lo sucedido y lo evitaron. Sólo perdió el sentido. Una vez que recobró el conocimiento, las autoridades ya se encontraban en el sitio del cuádruple homicidio. La policía detuvo a Elvira Luz Cruz y la condujeron a la guardia de agentes de la Policía Judicial  donde quedó a disposición de la Dirección de Averiguaciones Previas.

 

En términos generales, ésta es la versión que se divulgó en los diarios. Otras publicaciones señalaron que esa mañana, Nicolás y Elvira discutieron, y él terminó por llevarse su ropa a la casa de Eduarda, su madre, a quien le contó que su concubina quería abandonarlo. Antes de irse a trabajar, le encargó a su madre que fuera al domicilio de Elvira a recoger sus dos guitarras. A las 10 de la mañana, Eduarda encontró a su nuera colgada del techo, con un cordón de cortina. Los niños estaban muertos.

 

El semanario La Alarma! manejó que durante ocho días la pareja había estado discutiendo a causa de la hija que Nicolás había procreado con otra mujer, y porque la niña había asistido a los 15 años de Carmela, hermana de Nicolás. De esta circunstancia se infirió que Elvira mató a sus hijos por despecho y celos. Por ello, algunos medios la llamaron la Medea del Ajusco. Varios diarios consignaron la declaración de Elvira: “Los verdaderos culpables se encuentran libres; por un lado, me arrepiento de lo que hice, pero por otro, no. Ya que los quité de sufrir y pasar hambres”.

 

Elvira Luz Cruz nació en el seno de una familia campesina, en Milpillas, Michoacán, en 1954. Tuvo ocho hermanos. Quedó huérfana de padre a los nueve meses. Cursó hasta el primer año de primaria. Cuando tenía 10 años, su familia decidió irse a radicar a la Ciudad de México. Los Luz se instalaron como paracaidistas en Lomas de Padierna. A los 13 años Elvira empezó a trabajar como sirvienta. Tiempo después, la familia fue desalojada del predio irregular y se trasladó, con la mayoría del vecindario, a la colonia Arenal, donde vivía su hermano Roberto. Ahí se establecieron su madre, Guadalupe Cruz Apolinar, su hermana Irene —desde los 15 años se desempeñaba como sirvienta— y su hermana Teresa, viuda y con tres hijos. La madre falleció al poco tiempo.

 

Elvira inició una relación amorosa con Marcial Caballero, quien trabajaba en un taller de bicicletas y también estudiaba para ingeniero. Cuando Elvira le comunicó que estaba embarazada, él le dijo que estaba casado, pero que iba a divorciarse. Elvira le respondió que si él ya tenía esposa, no necesitaba de otra. Y se alejó de Marcial. No contó  a nadie que esperaba un hijo. A los tres meses se empleó como sirvienta y en la casa de la patrona vivió hasta que nació su hijo, Israel. Después buscó alojamiento con una comadre, en la Arenal. Cuando se presentó con su hermano Roberto, éste le aconsejó: “Vas a cuidar bien a este hijo. Ahora que está chiquito, yo te daré lo que necesite. Ya después trabajarás”. Así fue. Con su sueldo, Elvira le hizo fiesta a Israel en su primer cumpleaños y le mandó sacar dos fotografías. Un día se le apareció Marcial, con el propósito de darle dinero y responsabilizarse del niño. Elvira volvió a rechazarlo. Argumentó que no quería que tuviera derechos sobre su hijo.

 

Una vecina le contó a Elvira que la colonia Bosques del Pedregal estaba poblándose de paracaidistas. La invitó a acompañarla. Ella aceptó la propuesta y se fue al Ajusco, donde las mujeres trabajaban en faenas, trabajo comunitario, a lo largo de la semana. Los sábados y domingos colaboraban los hombres. En ocasiones, los colonos organizaban tardeadas para recabar fondos para realizar obras públicas. En una de esas fiestas, Elvira conoció a Nicolás Soto Cruz, quien trabajaba en la fábrica de papel. Cuando se hicieron novios, Nicolás la presentó con Eduarda, su madre, quien no objetó la decisión de la pareja para irse a vivir, en unión libre, a la casa que su hijo había construido en el terreno de Elvira. Nicolás era el mayor de los once vástagos de Eduarda Cruz Cortés. Poco después nació Eduardo, bautizado así en honor a la mujer.

 

Elvira se fue a trabajar como sirvienta y dejaba a sus hijos encargados con una vecina. Su suegra decidió hacerse cargo de su nieto. Nicolás le entregaba a su madre el dinero que ganaba. A las cinco de la mañana, Elvira se dirigía a la casa de su suegra para ayudarle a preparar el desayuno, acarrear agua y dejar todo arreglado antes de salir a trabajar. Elvira estaba enamorada y no sentía el peso de las labores. Cuando se embarazó de Marbella, Nicolás empezó a golpearla. En una ocasión, intentó ahorcarla con un cordón de persiana.

 

En cuanto nació la niña,  Elvira empezó a tomar anticonceptivos. Nicolás no tardó en recriminarla: “Tomas eso para poder andar con otros hombres. No me extraña: así son las mujeres”. Eduarda coincidía con este pensamiento. Una vez que Elvira se fue por las tortillas y regresó con la servilleta vacía, su suegra le dijo que seguramente se le había hecho tarde por ir a ver a algún hombre.

 

La pareja discutía con frecuencia y tenía periodos de reconciliación. Nicolás se volvió cínico y le mostraba a Elvira las cartas de amor que le escribían otras mujeres. Incluso, algunas tenían el privilegio de ser presentadas a su madre, quien les daba el trato de nueras. El último diciembre que Elvira convivió con la familia Soto, Nicolás llevó a Angelina, con quien tenía una hija de la edad de Marbella, dos años.

 

Viendo que él continuaba buscando nuevas aventuras, Elvira le dijo de buen modo: “Mira, yo no te pido más que me dejes con mis hijos. Déjame ir y así tú podrás irte a donde quieras”. Nicolás le respondió enfático: “En ese espejo nunca vas a verte”.

 

Cuando Elvira no se empleaba como sirvienta, se ganaba el sustento vendiendo empanadas y bordados. Nicolás no se responsabilizaba de la manutención de sus hijos porque, argumentaba, a lo mejor ni eran de él. Eduarda atizaba el fuego: “Si nomás anda de puta”. Mortificada, Elvira le decía a Nicolás: “Si quieres, ve a ver a la patrona y pregúntale si es que falto a mi trabajo o si recibo visitas de hombres”. “¿Para qué le pregunto? De seguro va a taparte tus cochinadas; todas son iguales”.

 

La violencia de Nicolás se extendió a los niños, en especial a Israel; aseguraba que era el consentido de Elvira. “Lo adoras porque te recuerda a tu primer amor”. Nicolás y Eduarda golpeaban con frecuencia al niño. Elvira sólo lo consolaba y lloraba con él. A Eduardo también lo maltrataban. En una ocasión, Elvira encontró al niño con una herida en la cabeza. Nicolás aseguró que estaban jugando y se le había caído. Pero en cuanto su padre salió, el pequeño le dijo en voz baja: “Papá pegó fuelte”. Su suegra tenía amenazada a Elvira si hacía algún comentario con las vecinas. “Y pobre de ti si lo haces. Te va a pesar”.

 

Elvira no pudo desahogarse con sus hermanos porque, cuando la visitaban, siempre había algún miembro de la familia Soto, vigilándola. Tampoco tenía sentido quejarse con la policía montada. Nicolás le advirtió: “Cuidado y vayas a quejarte porque me desquito con tus hermanos. Además, los policías son mis amigos”.

 

Elvira aseguraba que no podía irse porque le faltaba dinero y tenían virtualmente secuestrado a Eduardo. Cuando el niño se escapaba para ver a su madre, Eduarda iba por él y se lo llevaba a punta de varazos.

 

En cuanto Nicolás dejó de laborar en la fábrica de papel, se empleó como policía preventivo. Ahí le dieron una pistola y clases de  karate. Duró un año en ese trabajo. En esa época, Nicolás le presumía: “Tengo otra mujer y a ésa sí la quiero mucho”. Elvira guardaba silencio. Su cabello largo y castaño era el único juego de luces en su rostro alargado. Era delgada, desnutrida, morena, y medía 1.50 metros de estatura.

 

Un día se cansó del maltrato de Nicolás y tomó la determinación de irse a vivir a la casa de su hermana con todos sus hijos. Tres meses después, una vecina le dijo que debía regresar al Ajusco porque se iba a levantar un censo en la colonia, y si no estaba presente, podían quitarle el terreno. A partir de su regreso, cada que la pareja discutía, Eduarda le decía a su hijo: “No te apures. Deja que se largue, que se meta de puta. Ya verás que pronto regresa; si no, ¿quién le mantiene a los hijos?”. Elvira declaró que jamás la mantuvieron; por el contrario, su pareja y su madre solían recoger su sueldo a las casas donde laboraba.

 

Nicolás y Elvira vivieron juntos cinco años. “A Nicolás lo quise mucho al principio: después ya no. Con él todo fue triste, feo, difícil. Me dio muchas amarguras. Pero la mayor de todas ocurrió el 9 de agosto”.

 

El fin de semana previo a la tragedia, Elvira estuvo ocupada acarreando agua —se acumulaba en grandes tinacos, colmados por una pipa, para toda la comunidad— y lavando su ropa. A su cuñada Carmela iban a celebrarle su fiesta de 15 años. Israel le dijo a su madre que quería ir al cumpleaños porque iba a haber pastel. Elvira le respondió que ella no iría porque tenía mucha ropa sucia. El niño le respondió que iría solo. Su mamá lo mandó con Marbella, pero se quedó con el pendiente de que los Soto pudieran maltratarlo. Cuando Elvira se presentó en la casa de su suegra, ésta la recibió fríamente porque no le había ayudado en los preparativos de la fiesta. A las ocho de la noche llegó el pastel; a las nueve, unas jovencitas con quienes Nicolás se puso a conversar. Elvira cargaba a Marbella cuando despertó María de Jesús:

 

—Cuídame a Marbella mientras veo a la bebé —dijo Elvira a Nicolás, entregándole a la niña.

 

Se partió el pastel, repartieron el atole. Elvira ayudó a lavar los trastes y se fue a su casa. Dejó a Eduardo dormido.

 

El lunes 9 de agosto amaneció soleado. Elvira se levantó temprano para prepararle una mamila a Marbella. Nicolás despertó con ánimo de pelea:

 

—¿Con qué intención me diste a la niña delante de las muchachas?

 

—Para que no llorara. Estaba necia que le dieran pastel y no le daban.

 

—Ah, ¿sí? Pues que no se te vuelva a ocurrir hacerme una cosa así porque me la pagas.

 

—No sabía que tuvieras ocultos a tus hijos.

 

—A ti no te importa nadie más que Israel porque te recuerda a tu primer amor —dijo Nicolás y se volvió hacia donde el niño dormía.

 

—¡Caramba!, niño, tú duermes como si tuvieras padre y madre.

 

—Con el niño no te metas.

 

Elvira le pidió a Israel que se fuera a jugar con Duque, el perro. También tenían un pollo.

 

—Ya no soporto esta vida. Voy a irme con todos mis hijos —Elvira salió al patio y le ordenó a Israel que fuera a recoger a Eduardo.

 

El niño regresó solo y dijo que mamá Lala iba a traerlo. Elvira estaba cambiándole el pañal a la bebé cuando Eduarda llegó. Nicolás le comunicó la decisión de su mujer.

 

—Sí, ya me voy a trabajar. Mis hijos no van a vivir de limosna.

 

—¡Ay, pus, déjala que se largue! Que se lleve a los escuincles. ¿Cómo sabes que son tuyos? Ella siempre anda en la calle, dizque trabajando. Además, qué bueno. Tú no la quieres. Lo que pasa es que te tiene embrujado. Es una bruja.

 

—La bruja es usted —por primera vez Elvira encaraba a su suegra—. Siempre anda con sus veladoras y con sus magias y sus cosas.

 

Nicolás empezó a golpearla. Uno de esos golpes cayó sobre la recién nacida, quien se desmayó. Los tres contendientes se asustaron. Le pusieron alcohol a la bebé y le echaron aire con las manos. La niña volvió en sí y la pareja reinició su discusión. Eduarda le ordenó a su hijo que recogiera su ropa: “Ya estuvo suave que Nicolás esté sosteniendo a niños que no son de él. Desde este momento se va a vivir a mi casa. Y sus verdaderos hijos te los vamos a quitar”. Nicolás obedeció y descolgó las dos guitarras.

 

Elvira le dijo a Israel que fuera a pedirle prestados 50 pesos a su comadre Alejandra. Cuando el niño regresó, Elvira tenía en los brazos a María de Jesús. Marbella estaba su lado, y Eduardo, recargado en la cuna: “Dice mi madrina que no tiene dinero. Que a mi padrino le pagan hasta la tarde”. Fue lo último que Elvira escuchó. Siempre recordaría cómo estaban vestidos esa mañana: ella traía pantalón negro y blusa amarilla; Israel, pantalón negro y camisa roja. Marbella vestía de blanco; María de Jesús, una chambrita rosa.

 

Elvira se desmayó. Al mediodía abrió los ojos. Vio el techo de su casa. Luego sintió un dolor muy fuerte en el estómago. Súbitamente se dio cuenta de que estaba en el piso y de que un policía estaba a su lado. La levantó y le ordenó: “Camínele”.

 

No vio a sus hijos. La subieron a una camioneta. El policía le preguntó: “¿Por qué trató de ahorcarse? ¿Por qué mató a sus hijos?”. Ella no comprendía lo que le decía el uniformado. Llegaron a la delegación de Tlalpan. Ahí estaban Nicolás y su madre. Cuando Elvira entró a la oficina le preguntaron: “¿Es usted la madre?”. Respondió afirmativamente. Luego le dieron unas hojas escritas y las firmó. Después la trasladaron a la procuraduría. En la misma patrulla iban Nicolás y Eduarda, en el asiento delantero: “¡Qué bonitas quedan las plantas cuando llueve!”, comentó Eduarda. Elvira interpretó esas palabras, el buen humor que encerraban, como una señal de que estaban haciéndole una jugarreta para quitarle a los niños. Cuando entendió que la acusaban de haber matado a sus hijos, ella se sintió aturdida y desorientada. Los cuerpos permanecerían varios días en el Semefo. Teresa, la hermana viuda de Elvira, los reclamó para incinerarlos. Llevó las cenizas a Michoacán.

 

A partir de la aprehensión de Elvira, una serie de dudas sobre su culpabilidad quedó en el aire. Si era inocente, no se comprende por qué se declaró responsable ante la prensa, salvo que ella misma conjeturara la posibilidad de haberlos matado. Siempre tuvo presente su pérdida de conocimiento, y eso le creaba un vacío de memoria donde cabía ese episodio, aunque jamás pudo recordar nada, ni mediante hipnosis.

 

Por otra parte, hubo una serie de contradicciones y sinsentidos en las declaraciones de Nicolás, Carmela y Eduarda. Tantas, que la juez pidió que fuesen investigados por falsedad en declaraciones judiciales. Paradójicamente, por esas mismas acusaciones, Elvira fue sentenciada a 28 años de prisión, en enero de 1984. Se temía que se le aplicara la pena máxima, 40 años.

 

Pena máxima, es —precisamente— el título de la película testimonial realizada por Dana Rotberg y Ana Diez Díaz —estudiantes del Centro de Capacitación Cinematográfica, CCC— entre el vecindario del Ajusco, tres años después de los acontecimientos. Cada uno de los entrevistados objeta la culpabilidad de Elvira, y refuerzan la teoría que el asesino de los niños es Nicolás, en complicidad con su madre. La abogada de Elvira menciona el testimonio de una mujer que, mientras estaba lavando su ropa, escuchó la discusión entre los Soto y Elvira. Oyó que ésta gritaba: “¡Ya no me pegues. No seas hijo…!”. Y se hizo el silencio. Media hora después, madre e hijo salieron. A los 10 minutos Eduarda regresó, teóricamente a recoger las guitarras. En el documental, Eduarda declara que tocó a la puerta y que su nuera le respondió: “No se puede entrar”. “La niña se te privó?”, preguntó Eduarda. “Sí, pero no se puede entrar”, repitió Elvira. Entonces decidió meterse por la parte trasera de la casa y fue cuando vio la escena:

 

—¡Lo que hicistes, Elvira! ¡Matastes a lo que más quise en la vida: mis niños!

 

Eduarda salió y le silbó a su hijo. El mismo chiflido con que llamaba a Elvira para que fuera a ayudarla. O para alejarla de sus amistades cuando la veía platicando. En cuanto Nicolás apareció, Eduarda le dijo:

 

—¡Elvira mató a los niños! ¡A los cuatro!¡Ve por la policía para que no entres solo!

 

Nicolás cuenta que sintió que se le caía de la cintura para abajo, que no tenía pies. Asevera que es una persona que sabe controlarse, y pensó que era lo mejor que podía hacer en ese momento. Le pidió a su mamá que vigilara a Elvira. Y se fue corriendo por la policía montada. Encontró a una pareja de uniformados: “Oiga, teniente, le hablan de allá abajo. Una señora acaba de matar a sus hijos”.

 

—Mi esposa lo hizo— les aclaró, ya en el camino.

 

Varios vecinos ya estaban dentro de la casa. En cuanto hubo entrado, Nicolás descorrió la cortina que cubría la vista de la cama. Muy tranquilo, dijo a los uniformados:

 

“Mírelos. Ahí están”. Eduardo y Marbella descansaban sobre el lecho. Elvira, hincada, recargada a los pies de la cama, sobre la bebé: ahorcada con un lazo de persiana, el cual también rodeaba el cuello de Elvira, a manera de que la pequeña le hiciera contrapeso, con la supuesta intención de ahorcarse. Nicolás diría que era imposible que ella pudiera estrangularse de esa manera. “Nada más lo hizo para causar lástima”. Israel estaba cerca de la estufa, boca abajo, ahorcado con un calcetín de Nicolás.

 

Los policías cortaron el cordón atado a la bebé. Levantaron a Elvira y la aventaron como a tres metros, hacia fuera del cuarto. Quedó desmayada. Una comadre la vio tan golpeada que pensó que también estaba muerta; le pidió a su esposo que le cubriera el rostro. En ese momento, Elvira volvió en sí.

 

La vivienda estaba construida de piedra volcánica, rodeada de un pequeño corral. El techo era de láminas de cartón, a dos aguas, lo que dejaba una abertura al frente de la casa. El piso era de tierra. El mayor espacio era ocupado por la cama, oculta por una sábana a manera de cortina. En honor a la memoria de los niños, mucho tiempo permanecerían cuatro cruces de madera al pie del camastro.

 

En Pena máxima, Nicolás afirma que fue seducido por Elvira: “Ella me empezó a invitar a su casa. Yo fui sin ninguna mala intención. Casi me insistió que cometiera lo que no debí cometer con ella. Ella me indujo. Yo no sabía. No había tenido una novia. Iba a su casa con timidez. Como caballero aceptaba”. Afirma que le tenía mucha comprensión a Elvira, que le explicaba todo porque ella no entendía muy bien las cosas. También señaló que era muy celosa. Cuando llegaba del trabajo, ella se le acercaba a oler su camisa. O a revisar qué traía de nuevo. En ningún momento admite que los celos fueran fundados. Tranquilamente señala que el día del cumpleaños de su hermana Carmela, su familia invitó a la niña que tenía con otra mujer, con la cual, asegura, ya no tenía relaciones. La niña fue llevada por una tía; no estuvo presente la madre. Y asegura que ése fue el motivo de la discusión que tuvieron al día siguiente, y se empezaron a pelear de boca.

 

La defensa sostuvo que es imposible quitar la vida de cuatro niños en el más completo silencio, en 10 minutos. Por su parte, las vecinas advirtieron que, cuando fueron a visitarla a prisión, Elvira tenía muy lastimado el cuello, la piel retorcida. A todas les dijo que no sabía nada de lo que había pasado. Los vecinos suponen que los hechos se desencadenaron cuando Nicolás estaba golpeando a Elvira, e Israel se interpuso. Nicolás debió haberle dado una patada o le pegó en la cara y lo botó; lo mató. En seguida tuvo que haber asesinado a Eduardo y a Marbella, quienes ya podían rendir testimonio. Y la pequeña fue para quitarse la responsabilidad de la crianza. Un vecino enfatiza que Nicolás sabía pegar porque había sido policía. Hubo quien afirmó que Eduardo entró a la casa con ropa de Nicolás, con la que supuestamente fueron ahorcados los niños.

 

La psicóloga de la defensa, después de un año de pruebas, señaló que Elvira no estaba viviendo una situación inédita. El acto no pudo haberse realizado por desesperación o celos, falta de apoyo y afecto de su compañero, pues la agresión y menosprecio eran cotidianos. Por lo tanto, Elvira estaba capacitada para sortear las agresiones de esa mañana.

 

Simultáneamente al documental Pena máxima, se estrenó la película Los motivos de Luz, de Felipe Cazals. El guionista, Xavier Robles, escribió una versión libérrima del caso. El papel de Luz está interpretado magistralmente por Patricia Reyes Espíndola, quien por este trabajo ganó el premio de mejor actriz en el Festival de Cartagena de 1985. La cinta pretende agotar la fórmula de violencia, sexo y pasión envilecida. Luz sufre lagunas mentales y aparece como una fanática religiosa que ve la cárcel como el purgatorio: etapa previa para llegar al cielo. Los motivos de Luz fue considerada como una de las mejores 100 películas de la cinematografía mexicana. En el Festival de Cine de San Sebastián España, la cinta obtuvo la Concha de Plata. Los abogados de Elvira pidieron que se cancelara la exhibición de la película, pero la solicitud no prosperó. Los defensores procedieron a entablar una demanda económica, por difamación y calumnia, que redundó en una indemnización para Elvira de 62 mil pesos.

 

En tanto, la defensora Mireya Toto encontró 33 irregularidades en la condena de Elvira. Consideró que en el proceso se privilegió la declaración de los testigos acusatorios. El trabajo de los defensores fructificó: el 9 de julio de 1993, Elvira fue liberada; estuvo encarcelada 10 años y 11 meses. En la penitenciaria Tepepan, Luz Cruz concluyó sus estudios de primaria, secundaria y bachillerato. También estudió mecanografía, costura y un curso de inglés. Durante su reclusión mostró conducta ejemplar. Elvira se casó con un hombre que conoció en la prisión, hijo de una compañera. No tuvo más descendencia. Nicolás enfermó y se gana la vida como cantante callejero. No se casó ni volvió a tener hijos. Eduarda terminó diabética y ciega.

 

*FOTO: El libro rojo Continuación vol. IV Gerardo Villadelángel Viñas (coord., cur., y ed.) México, Fondo de Cultura Económica, 2016/ Especial.

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