La plusvalía del valor negativo: la poesía de Michel Houellebecq

May 16 • destacamos, principales, Reflexiones • 4177 Views • No hay comentarios en La plusvalía del valor negativo: la poesía de Michel Houellebecq

POR RICARDO POHLENZ

@rpohlenz

 

Se puede considerar, en principio, que el hombre es un animal gregario, nace dentro de una familia (no importa que tan grande o pequeña sea) sus relaciones se proyectan y representan a partir de estos vínculos familiares, se define y estructura desde ahí. La escuela articula un funcionamiento (más allá de cualquier aprendizaje), es una forma de maquillaje social; tiende hilos (o no) según lo aprendido en casa. La familia –que crece hasta convertirse en clan o tribu– se extiende hasta el gremio o el sindicato, se afianza según afinidades, necesidades, conveniencias, debilidades y simpatías: pacta.

 

La enseñanza del mundo, al menos, en lo que ha concernido a lo que podemos describir como mundo moderno, ha vivido en la paradoja entre esta necesidad gregaria ancestral y la perspectiva de lo individual: la propia experiencia frente (o en oposición) de nuestra familia o grupo social. Una lucha en la que no está contemplada victoria posible, como la del perro que corre, liberado de la correa, pero regresa (tarde o temprano regresa). Yo mismo no puedo renegar de esta paradoja, ha definido mi propia gesta, le ha conferido matices tanto de candor como desdén, admiración y desprecio por otros que se han dedicado antes y durante mi propia experiencia como escritor y poeta. No puedes sino fungir como tu propio protagonista, o por lo menos, fingir que lo haces. Baudelaire sobrevive como anhelo –como señuelo de lo moderno– y se impone por encima de Balzac (a quien siguen leyendo franceses y afrancesados) porque lo que hace, precisamente, es otra cosa, no es una novela, no pesa con el lastre de una historia, de recursos narrativos y retrato de psicologías. No hay futuro en la novela; no hay futuro, punto. Y sin embargo, se obstina en subsistir como tantas otras cosas, una vida mejor y más cómoda, un coche, una casa en los suburbios. La novela es eso, el fantasma de una promesa incumplida, algo que tampoco pudo dar la casa en los suburbios, el coche y las vacaciones en la playa. Las novelas son una mercancía y están ahí para venderse. Rendirse a escribir novelas es rendirse a lo demás, asumirse como marca, aún desde la sedición. No se puede ser Baudelaire, se falla al intentarlo, se recurre a él, se le cita, como última instancia posible; hacer lo mismo al respecto de Balzac es un acto de perversión, la novela de costumbres es –todavía– una novela ejemplar. Cuando Michel Houellebecq escribió Las partículas elementales sabía que repetía un modelo que se define por el deterioro de los valores que la definen. Es todavía una novela ejemplar: el colonialismo se convierte en turismo; los héroes dejan de ser los pobres (que sufren porque son pobres) para dar paso a los feos (que sufren porque son feos). Michel Houellebecq se excusa de hacerlo, lo hace de todos modos, lo que se venden son libros sobre lo mal que se lo pasa uno, ¿por qué no escribir desde los síntomas que constituyen esa actualidad? Lo sigue haciendo, se convierte en personaje y fin –sea por vanagloria o por autoinmolación, le sirven igual, imagina distopías que remueven las buenas conciencias y provocan escándalos y tragedias. El sucedáneo de la vida como tema de la novela (que sirve igual de sucedáneo de la vida) es un acto político, pero –sobre todo– es un acto de comodidad: ¿si lo hago y se vende, por qué tendría que dejar de hacerlo? Es un acto, a la vez de provocación y resignación, una violentación a partir de lo irremediable; no una premisa sino un personaje: una anécdota que, de tan sentimental no puede dejar de resultar ridícula.

 

 

Quiero pensar en ti, Arthur Schopenhauer,

Yo te amo y veo en el reflejo de los cristales,

El mundo no tiene salida y yo soy un viejo payaso,

Hace frío. Hace mucho frío. Adiós Tierra.

 

 

La diferencia que me separa de los demás me define. Lo imagino tan necio como la voluntad de lo viviente por manifestarse, en esa vocación por sumarse y definirse como un organismo vivo, que se repite y se muere, ad nauseam. Invoco a partir de esta premisa –solo por molestar– un verso de David Bowie: ¿hay vida en Marte? No se trata sólo de una pregunta sino también de un gesto y un momento. El mundo de nuestra experiencia inmediata, íntima, del mundo: el sentido que le damos desde nuestro propio estado de ánimo. Una cita de Cioran: el amor es la miseria de las glándulas. Apelar a Bowie o citar a Cioran son ejemplos de una vocación gregaria que une puntos para decir desde la comparación, ¿cuáles son los vínculos? ¿Qué puede apreciarse del paisaje resultante? ¿Se trata de meras especulaciones o de un rastro evidente, como el que siguen los perros? ¿Es un programa de televisión o de una exposición? Los perros tienen una facilidad para lo gregario, lo hacen de manera natural habiendo sido o no domesticados. Cada perro que aparece en la calle es una novedad, una peculiaridad, una definición de campo que afecta, aunque mínimamente, el entorno. El otro es un perro, y no (al menos no para Houellebecq): el otro es un vacío por llenar, que bien puede ser un rostro o un reflejo, entregado sin miramientos a la cursilería de lo trascendental como recipiente último de afecto. Todo es una finta, como en el futbol. La ironía se pierde para ser recuperada; caes, una y otra vez, pero sabe que –al final– no te la puedes creer.

 

 

Queremos algo así como una fidelidad,

Como un enlazamiento de suaves dependencias,

Algo que sobrepase y contenga a la existencia,

Ya no podemos vivir lejos de la eternidad.

 

 

El hombre se ha dejado seducir por la individualidad como una forma de excepción que se elige como se elige un consumo. Es la soledad ordenada que determina, primero, el pupitre, y luego, el cubículo. El otro es el extraño, es alguien con el que pactamos, es alguien que busca lo mismo que nosotros. Nosotros somos distintos, no porque pensemos que lo queremos primero, sino porque hemos visto, de repente, entre el ruido, algo que rompe con el continuo cotidiano (o que lo define y afirma). Es el sol de Rimbaud, otra vez, (nuestro sol, esta vez, o mejor dicho, mi sol o tu sol) el ciego que recita una misma cantaleta en cada uno de los vagones, has decidido prestarle atención, no tanto como para seguirlo en cada uno de sus vagones y luego ver que hace después (eso lo haría Beckett, tal vez) pero por la lastimera belleza que supone, por un instante, su horror. No se trata de pensamiento, se trata de poesía. El propio Houellebecq lo deja claro, al menos en lo que a él le concierne, en su “Método” para escribir poesía, al que ha llamado Sobrevivir, que bien puede ser descrito como un libelo, pero también como una descripción esencial de una patología cultural que redujo a la poesía a lo que es: todavía hay tanto de Baudelaire en el hecho del poema; hay que considerar, sin embargo, que Houellebecq es francés, como lo fue Baudelaire y Rimbaud, que en él sobrevive un modo, un frente a los demás donde coinciden como modelos paradójicos vanguardia, invasión y postguerra. Su celebridad no se debe a su poesía sino a sus novelas, él mismo ha declarado, con doble intención, al respecto de que si no fuera por el éxito de Ampliación del campo de batalla y Las partículas elementales tal vez no hubiera sido publicada su poesía; considerada como una extensión del resto de su trabajo, un equivalente a la figura articulada del personaje de una película o serie de televisión. El novelista incómodo de moda también escribe poesía. Tal vez, por lo mismo, su poesía reunida ha sido publicada en español dentro de una colección de narrativa. El impacto y la importancia de sus novelas le dan relevancia a sus versos. Él no reniega de eso, lo sabe y lo acepta (igual se engaña en la imposibilidad evidente de saberlo más allá de lo que le dicta el sentido común). La poesía es un club muy exclusivo, quien lee poesía tiene la intención de escribirla, y una vez que lo ha hecho, confesarlo, y mostrar los versos que ha escrito. No se trata de disuadir a nadie de escribir versos. Se trata sólo de poner en evidencia que, este momento o el siguiente, recitados, con o sin rima, tiene la misma relevancia que una instantánea tomada con una cámara digital. La cámara no hace al fotógrafo, la poesía no hace al poeta, y sin embargo…

 

 

Los quietos instantes que vivimos casi clandestinamente

Y los orgasmos, pequeños autos de fe;

Eran sobre las dos y la ciudad estaba caliente,

Las terrazas eran un hormigueo de escotes

 

 

La importancia que ha tenido Houellebecq como novelista y figura pública radica en el desdén y desprecio con el que describe la sociedad que lo consume, como consume todo lo demás. Las necesidades han sido determinadas desde ciertos aprioris que determinan una belleza, una bondad y un ser. Aristóteles ha sido invertido, es bello, y por tanto, es bueno, y por tanto, es. Lo que no es bello, no es bueno, y no es, punto. Si no se cumplen con las especificaciones, se está condenado a una vida miserable, marginal, que se justifica desde el consumo, ergo.

 

 

Atravesamos el centro comercial

Como una envoltura irisada

Cuyos estímulos neuróticos

Delimitan un destino brutal

 

 

Consumir no te hace más feliz, pero sí menos miserable, al menos por un momento. Ese momento de la compra, que puede compararse al momento en que se enciende un cigarro o se inicia un videojuego, se suma a la lista de condicionamientos que rigen nuestra comportamiento cultural. No hay denuncia posible, vender que lo que se compra no es –en esencia– distinto a vender. La política anti-tabaco es eso solamente, una política antitabaco. El blanco de mercado siguen siendo los niños. Existe el atisbo de lo sublime, más allá del ruido que lo vende, que lo anuncia, que te ciega con él; existe el atisbo, ese momento de contemplación que vive a mitad de camino entre la decepción inherente del mundo y la desesperanza gozosa de que un chocolate es un chocolate, una anciana con sus nietos es una anciana con sus nietos, y que, si no podemos vernos a nosotros mismos de manera integral, menos podemos hacerlo con los otros, que se aparecen, tal cuál, frente al uno, con sus momentos a ser descifrados. No se trata de conocer sus historias; al igual que las de los pordioseros o la de los actores, no son ciertas, cumplen con lo que esperas escuchar de ellas. Si no es, es porque no quieres escuchar nada. Sólo se escucha lo que se quiere escuchar, sólo se entiende lo que se quiere entender. Por eso se consultan los horóscopos, las claves estás más allá de lo escrito. Nunca trates de ser sincero. No sirve. Es una forma incómoda de exponer carencias y excesos. Recordar es inventar, el noticiero inventa en la memoria de lo inmediato, se convierte en documento, tan valido y veraz como la envoltura de un caramelo.

 

 

Las mañanas de París, los máximos de polución

Y la guerra de Bosnia que amenaza con reavivarse

Pero encuentras un taxi, es un alivio

En mitad de la noche un soplo de aire más amable

 

 

Houellebecq lo dice, tal cual es, tal cual quiere ser escuchado. Es un momento donde la miseria humana se ha convertido en un producto de primera necesidad. Se trata de un lugar común, generalizado desde un cinismo que no pide redención más allá del azar siempre posible. Una combinación hecha de evidencias evadidas (en su lugar común) y sociológica negativa semejante en sus ecos a la disonancia llorica de Thom Yorke. Houellebecq no proclama verdades, no se redime en lo que dice, vende una forma de disconfort cultural, es escandaloso y procaz, su sentido común es una forma de pornografía, traduce los lugares comunes enunciados en la representación, los cambia: no dice, dame ese glande, pregunta, lo lubricaste bien, una cosa es trabajar y otra es acordarse de que se trabaja. Dame, dame, rico, dame duro, se convierte, o se conjura, en un dale, dale, dale bien, tu pon la cámara cerca, va, va, nada no siento nada, solo siento el cheque que se me acaba, que se me va de las manos, que no he todavía cobrado. La poesía es algo que se permite como un desliz, un golpe de luz, una combinación adecuada del entorno a una química corporal que diga el signo. La poesía es algo que se atrapa, como a una mariposa, que se exhibe –inerte– ensartado en el papel.

 

 

Estructura molecular, filosofía del ego

Y el destino absurdo de los últimos arquitectos;

La sociedad se pudre, se descompone en sectas:

¡Cantemos el aleluya por el retorno del rey!

 

 

¿Es el postromanticismo una forma de romanticismo? ¿Se ajusta a criterios semejantes (digamos, por ejemplo, de verdad y de valor) aunque se sitúa en un después de ese criterio de verdad y valor? ¿Es este después algo que se concreta a partir de un determinismo histórico que se define, irónicamente, a posteriori? ¿Un después del después del después que se amontan como parte del recorrido de un paseo en Disneylandia? Es lo mismo pero no es lo mismo; es lo mismo pero es más rápido; es lo mismo pero es más eficaz; es lo mismo pero dura menos. El pasado es algo que sucede en el preciso momento en que escribo estas líneas, es una velocidad, pero también, una levedad (una cutícula, para darle un atributo orgánico que cubre y protege una red de comunicación tan efímera como es la duración de un cigarrillo) que brilla por encima como algo dicho sobre nada en particular. Un accidente aéreo tiene la misma importancia que la un estado de ánimo. Son equivalencias somáticas que se manifiestan como información: estoy aburrido, estoy triste, estoy harto, estoy feliz, estoy muerto. Lo que parece distinguirlas es el impacto que puedan tener sobre esa nube a la que se le llama público (o peor, opinión publica), pero eso es sólo en apariencia. Es una decisión hecha desde el orden social o el político: la matanza de un grupo de niños iraquíes no pesa igual que la de un grupo de niños gringos. Son niños en los dos casos, pero… Es en ese pero que el blanquinegro de la moral de superhéroe de cómic pierde definición y se convierte en algo equiparable a la estática en un monitor sin señal: todas las señales posibles equivalen a la falta completa de señal: todo y nada son lo mismo, mucho más si me siento miserable porque estoy solo en Europa y tengo frío, mucho menos si soy un francés en Francia, eso siempre pesa mucho más: los franceses se contiene a sí mismos como una mirada hacia el mundo. No tienen otro remedio, el saldo de sus colonias los ha llenado de inmigrantes africanos; es la diferencia que le añade colorido a sus películas (el elenco siempre incluye un inmigrante africano). Entre la imagen y la realidad que esconde (o representa) corre una liebre que escapa con todo sentido posible. Es una cutícula, es un barniz, que redime (la idea de) lo verdadero desde su ilusión.

 

Es un ardid, siempre acaba por ser un ardid, doloroso e impune.

 

*FOTOGRAFÍA: El escritor francés Michel Houellebecq / Especial

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