La suma de las noches

Feb 27 • Ficciones • 4168 Views • No hay comentarios en La suma de las noches

POR BRENDA RÍOS

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Después de acostarme con Iván me quedé muy prendida y estuve masturbándome días enteros pensando en eso. Luego, como suele pasar, terminó en un recuerdo sensorial y sólo de vez en vez llegaba a mí con fuerza en la penumbra de un sueño entrecortado, en la fila del súper, y recordaba esa noche y volvía a estar sensible, lista para el tacto, aunque no hubiera nadie para compartir esa sensibilidad, lo que se hallaba a flor de piel, la herida abierta, la piel viva y roja, un puto corazón que palpita.

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Iván me había dicho después de coger que mejor lo dejáramos así, que no repitiéramos. La amistad, eso era. Ni que fuéramos almas gemelas que viven de espíritu. Si somos animales de instinto, el nuestro era brutal. La cama es un lugar donde no se miente pero nos queda el resto de la vida con la ropa puesta para salir de ahí y mostrar ese rostro contenido, lleno de mentiras y buenas frases.

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No pidió mi opinión. Él decidió. Y a mí la persecución amorosa me parece un tema fantástico en el cine. Pago por ver a esas mujeres desesperadas por hallar al hombre perfecto pero que se dan cuenta demasiado tarde y lo alcanzan en los últimos minutos del filme, en ese vagón del tren, en el aeropuerto, en el lugar donde suele estar. Llegan, llorosas a la puerta y saben que todo está perdonado. En la vida real la gente sólo manda mensajes y suele decir “Pensándolo bien, mejor no”.

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Así que me aboqué a trabajar y a olvidar que mi piel estaba así, como piso de madera: limpia y pulida; a conversar y a olvidar besos; a cenar con amigos, hacer planes y olvidar todo, cada instante de esa noche. Vendrían otros hombres, otras noches mejores aún. Lo sé porque soy mayor y sé, además, que nada es para siempre, ni el placer ni el duelo ni la melancolía, y que siempre nos queda esta sensación a medias, penumbrosa, nublada por sentir algo tan intenso que pudiera abarcar todo lo que siguió, pese a mí; sobre todo eso: pese a mí.

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Pasaron meses. Iván no regresó. La amistad, dijo. Mejor así. Y su sexo se me fue borrando de la memoria de las manos. Cómo me tuvo encima de él, su olor, su cuerpo. Es normal, supuse, pensar todo el tiempo en algo cuando es bueno. Pero al cabo de los meses ya no me lo parecía tanto. Yo estaba sobredimensionando todo y coger no es tan bueno como yo pensé. Seguro me iría mejor con el próximo. Suele ser así. Había vuelto con uno de mis amantes, lo dejaba hacer: me ponía yo en la cama abierta de piernas y él era generoso conmigo, con mi placer, no me dejaba ir de la cama hasta darse cuenta de que me hubiera venido por lo menos tres o cuatro veces. Las contaba, las lamía, las bebía. Me llenaba de halagos pero, uno sobre el otro, yo sólo podía pensar en quien no me quiso, quien no me dijo una sola palabra y sólo me cogió como quien ve llover: sin prisa, sin amor, sin estar en otra parte.

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Coger no es nada, me convencí. Lo importante es estar con amigos que crecen con uno, esa vida intensa y sostenida por la emoción y el intelecto. Nada me faltaba. Yo era lo que imaginé que sería. No me debía nada.

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Más meses encima, los árboles estaban en los huesos, un invierno de hueso seco con un sol de quemarropa y viento helado. Trabajo, era lo que yo tenía. Mucho. Los recuerdos del sexo eran ya deslucidos, foto vieja. Iván salió de mi vida y ,en efecto, llegaron otros, nuevos. Hombres como ropa nueva. Qué emoción es estrenar. Los halagos. Me dijeron que yo era como la película de Sorrentino, La Gran Belleza: bailo, escribo, soy lenta a veces o muy rápida. Y creí. Tuve una fe enorme en esos halagos, en esos hombres. Me hicieron bien.

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¿Qué es una noche a fin de cuentas? Nada en la suma de las noches. Una pizca de sal en el salero. Vivir es recordar y olvidar de modos extraños pues la memoria no es fija ni clara y sí algo que se confunde entre lo que dijimos, pensamos, creímos, nos dijeron, nos hicieron o nos hicieron creer. Cuando menos lo esperamos tenemos cincuenta años. Y no hemos hecho nada aunque hayamos hecho tanto. Porque no sabemos medir el trabajo que nos ocupó el tiempo y la conversación y el trabajo que nos ocupó el amor, ese que vimos pasar tan cerca y no pudimos retener. Porque somos ahora tan sabios que no podemos resistir el peso de una razón. Y ya no tendremos la piel rota y nadie podrá quemarnos nunca. Mi cuerpo, por fin, era mío. Puesto a mitad de la sala, le echo agua y lo veo crecer con poco sol, apoderarse de la casa y sentir en cada hoja nueva que lo muerto es necesario para comprender mejor la vida que comienza.

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*FOTO: “Si somos animales de instinto, el nuestro era brutal”. La fotografía La bella y la bestia(1978), de Karin Székessy/ Tomada del libro La oficina de San Jerónimo, de Eduardo Arroyo y Fabienne Di Rocco (Editorial Turner, 2015).

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