La vigencia de un hombre necesario

Nov 9 • Reflexiones • 2669 Views • No hay comentarios en La vigencia de un hombre necesario

POR SANTIAGO KOVADLOFF

 

La Nación/GDA

 

4 de enero de 1960. Dos de la tarde. Un cielo prematuramente oscurecido acentúa el frío glacial. Michel Gallimard, sobrino del conocido editor, conduce su coche por la ruta que une Sens con Fontainebleu. A su lado, Albert Camus. De pronto, en el pavimento semicongelado, el auto patina y Gallimard pierde el control del volante. Como un bólido, la máquina se estrella contra un árbol. Camus muere instantáneamente: el cráneo fracturado y el tórax aplastado entre el parabrisas y el respaldo del asiento. Las heridas de Gallimard son gravísimas. Sólo sobrevive seis días. La repercusión mundial de la catástrofe es inmediata. El hombre que ha muerto junto a Gallimard llegó a ser uno de los escritores más célebres de su tiempo. ¿Cuál es su significación medio siglo después? En Estocolmo, al recibir el Premio Nobel de Literatura el 10 de diciembre de 1957, pronunció palabras que lo dicen todo sobre él: “La mayoría de nosotros, en mi país y en el mundo entero, ha rechazado el nihilismo y se consagra a la conquista de una legitimidad. Le ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en nuestra historia”.

 

¿Ante quién estamos? ¿Ante un filósofo? Camus dice que no. Prefiere nombrarse como artista. Aun así, Camus admite que el compromiso que entabla con su tiempo va más allá de la literatura. De hecho, interviene resueltamente en los grandes debates que impone la época. Rechaza sin excepción las ideologías fascinadas por lo absoluto. Estima incanjeable el valor de la libertad. Desconfía de los sistemas, tanto en filosofía como en política. Detesta la vida adoctrinada y no se cansa de advertir sobre sus riesgos. Visceralmente constituido por la duda, ve en el dogmatismo la condición de posibilidad del desprecio y el crimen. Repudia las trampas de la generalización y está persuadido de que la vida de nadie cabe en las leyes generales que pretenden disolver lo particular en una abstracción.

 

Enfrentado a la inflexibilidad ideológica de los intelectuales comunistas de posguerra, no vacila en recordarles que “Lo que define a la sociedad totalitaria, ya sea de derecha o de izquierda, es, en primer lugar, el partido único”.

 

Pero a Camus no le basta el pensamiento. Ama el sol, la luz, el mar. Los cuerpos alcanzan, en su exaltación de la vida, un protagonismo mayor. Se diría que es griego en su celebración perpetua de la naturaleza y el deporte.

 

Argelino, nace en Mondovi, cerca de Annaba, el 7 de noviembre de 1913. Una beca le permite ingresar, hacia 1925, al Liceo de Argel. Lo apasiona el fútbol y sabe jugar. Para sostenerse, se desempeña como arquero del Racing de Argel. Estudia filosofía. Más tarde se inicia en el periodismo: ingresa en el Argel Républicain. Cuando estalla la rebelión de la colonia, se pronuncia por un estado binacional y no por su independencia. Su postura le vale el rechazo de la izquierda francesa. Nadie, entre sus pares, lo respalda. Y menos que nadie, Sartre.

 

¿Qué ocurrió entre Sartre y Camus? La ruptura de esa relación fue terminante y agresiva. ¿Por qué? Dos modos de concebir la responsabilidad del intelectual ante su tiempo encontraron, en ese enfrentamiento, la prueba de su incompatibilidad. Si bien menos conocidos, los inicios de ese vínculo fueron igualmente intensos. Sartre y Camus se admiraron en un principio con la misma franqueza con que discreparon después. Los primeros indicios del desencanto mutuo afloran hacia 1945. El existencialismo se impone en Francia y Sartre alcanza, con él, la popularidad. La prensa se interesa en conocer la opinión de Camus. “No soy existencialista”, aclara. El posicionamiento moral frente al nihilismo y a la angustia le resulta imprescindible. “La rebelión —escribe— supera a la angustia”. Las obras teatrales de uno y otro, y no sólo sus ensayos, ponen de manifiesto la colisión de sus ideas. “Lo pierde el didactismo”, sentencia Sartre sobre Camus. “No es más que un efectista”, retrucará el autor de Calígula.

 

Tras una fugaz y frustrada experiencia juvenil, Camus se aparta del comunismo y denuncia a la Unión Soviética. En 1949 se pregunta con sorna si “sería posible crear el partido de los que no están seguros de tener razón”. Demasiado para Sartre. La ruptura sobreviene, públicamente, en 1951. La desencadena la publicación de El hombre rebelde. Camus, en ese ensayo de tono rotundo y desafiante, impugna la violencia revolucionaria. En la indagación moral propuesta por Camus, Sartre sólo ve una claudicación política. “Mi libro no niega la historia —reacciona Camus—, sino que critica exclusivamente la actitud de quienes pretenden hacer de la historia un absoluto”. Camus se aparta de las ideologías. Está persuadido de que envenenan el entendimiento, consolidan el prejuicio y justifican el crimen en nombre de una presunta redención final. Un abismo se abre entre Sartre y Camus.

 

Verano boreal de 1949. Camus viaja a América del Sur. En el transcurso de ese viaje, redacta un diario. Brasil lo deslumbra. Dorival Caymmi lo cautiva con su voz y sus canciones. Conoce a Manuel Bandeira y a Murilo Mendes. En Montevideo lo gana una emoción que lo remite a los orígenes de su madre: “Me conmueve estar en un país de lengua española”. Su nave deja el puerto de Montevideo la noche del 11 de agosto. A la mañana siguiente está en Buenos Aires. La expectativa general es grande. Hay recaudos en el oficialismo ante su visita. Se descuenta que no dejará de hacer referencias a la libertad de expresión. Las autoridades peronistas no ocultan su desconfianza. Saben de quién se trata y no están dispuestas a facilitarle las cosas. La embajada francesa informa a Camus que los encargados de la censura requieren el texto de sus declaraciones para una lectura preliminar. Camus se indigna. “Les aclaro que rechazo rotundamente esa intromisión. Me sugieren que sería prudente evitar un escándalo. Al parecer, el embajador [francés] es de la misma opinión”. Camus no transige. Dirá lo suyo, como siempre. Dicta su conferencia en medio de una multitud que lo ovaciona. El día después hojea los periódicos: “La prensa peronista no ha publicado sino muy desteñidas mis opiniones de ayer al mediodía”. Buenos Aires, a diferencia de Montevideo, le desagrada. “Paseo por la ciudad. Es de una rara fealdad”. Por la noche regresa a la residencia de Victoria Ocampo, en San Isidro. Se hospeda allí. “Ceno con V. Hablamos hasta la medianoche. Me hace oír El rapto de Lucrecia, de Britten, y poemas de Baudelaire. Magnífico. Primera noche de verdadera distensión desde que partí [de Francia]. Debería permanecer aquí hasta el regreso para evitar esta lucha continua que me aniquila. Hay paz, al menos provisional, en esta casa”.

 

¿A qué lucha se refiere Camus? ¿A la interior? ¿A la que ha trabado con el medio intelectual de su país, volcado, salvo excepciones, a la idolatría del marxismo? ¿Al hartazgo que le produce la exposición pública, agravado por los accesos de fiebre que le impone, periódicamente, la tuberculosis? En El mito de Sísifo (1942), la significación de esa “lucha continua” pareciera ganar claridad. “El absurdo no está en la conciencia ni en las cosas, sino en la imposibilidad de entablar entre ellas otra relación que la de la extranjeridad”. Pero sus páginas brindan también una oportunidad para escapar a esa vivencia abrumadora. Se trata de la rebelión. Sísifo la encarna ejemplarmente en la lectura que de su mito lleva a cabo el escritor. La rebelión, propone Camus, es un acto moral. Un reposicionamiento combativo ante el absurdo. El hombre rebelde no es aquel que estima que podrá terminar con el mal, sino aquel que está persuadido de que el mal no terminará con él si sabe enfrentarlo. El triunfo de Sísifo consiste en volver a empezar. En cargar su piedra una y otra vez sobre los hombros. “El esfuerzo mismo por llegar a las cimas —termina diciendo Camus—, basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso”.

 

Si El extranjero describe, como su autor ha reconocido, “la desnudez del hombre ante el absurdo”, El mito de Sísifo reacciona ante esa intemperie sin recurrir a los ideales religiosos ni revolucionarios. En los primeros, Camus no ve sino una supeditación de la historia a lo sagrado. En los segundos, una sacralización de la historia y una justificación de la violencia y el homicidio como recursos legítimos de la política. En un texto titulado “Hacia el diálogo”, el repudio del crimen concebido como instancia legítima en los procesos de transformación social alcanza quizás dimensión visionaria: “A través de los cinco continentes, y en los años que vienen, una interminable lucha va a desarrollarse entre la violencia y la predicación. Es cierto que las posibilidades de la primera son mil veces más grandes que las de la última. Pero yo siempre he pensado que si el hombre que tiene esperanzas en la condición humana es un loco, el que desespera de los acontecimientos es un cobarde. Y, en adelante, el único honor será el de sostener, obstinadamente, ese formidable pleito que decidirá por fin si las palabras son más fuertes que las balas”.

 

Tres años después de recibir el premio Nobel ocurre la tragedia del 4 de enero. El medio siglo transcurrido desde entonces no ha arrebatado protagonismo a la palabra de Camus. Por el contrario: ha fortalecido su vigencia, la ha impuesto mundialmente. Ha hecho de ella la expresión de un pensamiento necesario. Acaso más necesario que nunca.

 

*Fotografía:  Albert Camus y su hija Catherine/ARCHIVO EFE

 

 

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