Lars von Trier y el descenso infernal

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La casa de Jack, cinta más reciente del director danés, aborda cinco momentos en la vida de un asesino serial que busca hacer arte con su actividad criminal

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POR JORGE AYALA BLANCO

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En La casa de Jack (The House that Jack Built, Dinamarca-Francia-Alemania-Suecia, 2018), propositivamente shocking décimo cuarto largometraje del danés de 62 años Lars von Trier (en la línea provocadora de El elemento del crimen 84, Anticristo 09 y Ninfomanía 1 y 2 11), con guión suyo y de Jenle Hallund, el irritable neurasténico y meticuloso de la limpieza ingeniero con trastorno obsesivo compulsivo que quiso ser arquitecto para construir la casa de sus sueños despiertos Jack (Matt Dillon cual increíble soberbio odioso) platica dentro de la oscuridad eterna al inmostrable interrogador insaciablemente curioso Verge cinco incidentes ocurridos a lo largo de 12 años que lo acreditan como el más hiperlúcido e insensible aunque siempre insatisfecho de los feminicidas-asesinos seriales imaginables tras haber ido colocando los 60 cadáveres cuidadosamente disecados de sus malhadadas víctimas en un congelador industrial, siendo la primera una dama otoñal aún guapa con auto averiado e inservibles accesorios (Uma Thurman cual extarantiniana traqueteada) que le ha solicitado ayuda a media carretera para abusar chinchosamente de su auxilio hasta hacerse golpear y rematar a exasperados golpes de gato-herramienta, siendo la segunda víctima una recelosa viuda suburbial (Siobhan Fallen Hogan) que presa de la ambición de duplicar su pensión le ha permitido la entrada como falso policía o agente de seguros, siendo la tercera una cariñosa madre con dos encantadores hijitos sadiquillos (Sofie Grabol) que durante feliz picnic idílico son fulminados por medio de un rifle con mira telescópica desde cierto mirador de playa, siendo la cuarta víctima incidental una atractiva chava de ligue que resulta deleznablemente prescindible al ser descubierta como boba/Simple (la Riley Keough de Dulzura americana), y la quinta víctima un afroamericano experto en armas que alineado con otros sujetos deberá ser ejecutado mediante una sola bala blindada ya dentro del congelador, para completar un interrumpido experimento del exterminio nazi, antes de que el asesino Jack sea ultimado por la policía y, en un epílogo intitulado catábasis (del griego: descenso al inframundo) y custodiado por su confesor Verge cuyo nombre se descubre apócope de Virgilio (Bruno Ganz ancianísimo), irá él mismo directo al averno, vuelto un émulo del Dante, intentando angustiosa y desesperadamente escapar también de allí, aún ajeno e inmune a su visionario descenso infernal.

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El descenso infernal duplica y multiplica primordialmente y con primor una conciencia de ego-trip tan nerviosamente estética cuanto fílmicamente criminal de un Von Trier desaforado que ha logrado poner impunemente en el puesto de mando el nervioso papel creador de su agitadísima cámara posDogma ’95, el humor negativista de su magistral ejercicio de lenguaje, su fotografía inestable (del chileno Manuel Alberto Claro (Melancolía y La región salvaje), su disolvente diseño de producción de Simone Grau, su contrastante edición procelosa de Jacob Secher Schulsinger y Molly Malene Stensgaard, su numeralia subjetiva (son 5 incidentes como las Cinco condiciones u obstáculos o variaciones del experimento expresivo extremo por excelencia de Von Trier y Jorgen Leth 00), sus intraducibles juegos de palabras (alusiones al antihéroe Jack que se llama como el Destripador londinense y como en inglés el gato del auto, el burro macho, la sota de la baraja), su agrio acento lúdico (el infecto autorretrato de un mediático Señor Sofisticación perturbado), su ironía amarga (el acoso policial leído por el ruido de patrullas cada vez más cercano), su ácido sarcasmo (todo en las narices de la policía), sus gags hilarantes (la bolsa con cadáver arrastrada por el coche como cola nupcial), su ávida acumulación de referencias culturales (esos arrebatos a solas del revolucionario canadiense del piano Glenn Gould) o capciosamente zoológicas (cuál es la diferencia entre un león y un tigre) o sólo para freudianos (esos párvulos perversos polimorfos), su congestionado godardismo discursivo, su alcance ideológico indefinido, su impetuosa fuerza de ocupación espacial (ese edificio repentinamente visto iluminado de lejos, esa casa edificada con cadáveres), su firme voluntad experimental (a través del laxo encuadre titubeante, por montaje alternado o descosido), sus brutales elipsis abruptas, su sádica misoginia pretextualmente misantrópica (resuelta a tiros o con un revés de acero o súbita daga en la garganta), su desalmada contextualización histórica (los agitados 70-80s de EU, esos horrores concentracionario-exterminadores de Noche y niebla de Resnais 56 como antecedente omnidisculpador), su religión del vacío (ese mortífero proyecto unibalístico nazi otra vez inconcluso ¡chin!), su sistema de constantes coartadas verbales, su inconjurable hálito fantástico (ese grabado de Doré en colores) y su ausente cinismo axiológico-místico.

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El descenso infernal llena así de excelsitudes invertidas su ejercicio de dantesca descompuesta e impostada desde preconcebida, exacto como lo fueron antes de ella los soplos deletéreos y las bocanadas fétidas de El embalsamador/Taxidermia (Garrone 02) y Caballo dinero (Costa 14), pero ahora con estructuras subyacentes donde medran al mismo nivel elementos de géneros mayores y menores, pueden irrumpir algunos compases de una Partita para cello de Bach o de la ópera Tristán e Isolda de Wagner en contrapunto con melodías populares que suenan malsanas, para mejor acariciar El asesinato como una de las bellas artes de Thomas De Quincey y manosear de mal modo las filtraciones de la poesía maldita (Sade, Baudelaire, Lautréamont, Beckett, Lynch), siempre y cuando jamás se rebasen los límites marcados por los círculos infernales de la Divina Comedia.

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Y el descenso infernal acabó desplomándose como alpinista de las murallas infernales, para hundirse en la ignición perenne del misterio de lo disforme deliberado cual homologación humana última posible.

 

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FOTO: La casa de Jack, de Lars von Trier, con la actuación de Matt Dillon, Uma Thurman y Sofie Grabol, se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 20 de diciembre./ Especial.

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