Las palabras como instrumento: Jaime López

Mar 14 • Conexiones, destacamos, principales • 6837 Views • No hay comentarios en Las palabras como instrumento: Jaime López

 

 

POR VICENTE ALFONSO

 

 

“Transando de arriba a abajo /ahí va la chilanga banda /Chinchin si me la recuerdan / carcacha y se les retacha…” Quizá sólo un tamaulipeco de padre oaxaqueño y madre nayarita pudo escribir una rola que, desde su aparición, se ha posicionado como el nuevo himno de la capital mexicana. Personaje fronterizo, Juan Jaime López Camacho, mejor conocido como Jaime López, nació en Matamoros, Tamaulipas y creció en Cerro Azul, en la huasteca veracruzana. Antes de llegar al Distrito Federal, en 1969, vivió en Ciudad Juárez y Nogales.

 

Prófugo de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, López es uno de los más importantes y más prolíficos exponentes del rock mexicano, aunque su obra no se limita a ese género: también ha creado canciones de corte tropical, ranchero, blues y bolero.

 

Si bien sus canciones han sido retomadas por Café Tacuba y Cecilia Toussaint entre muchas otras voces, también se defiende en el papel, pues ha publicado al menos tres libros: ‘54 tonadas (Desde la otra orilla, 2001), Lírica (Cal y Arena, 1997) y Diario de un López (Rythm & Books, 2010). Con experiencia en el teatro y el periodismo, López ha abrevado de muy diversas fuentes para construir una obra cuyas referencias cultas no le quitan lo bailable… ni lo bailado. Tal vez por eso, por su capacidad para volver bailables las ideas y obsesiones del México actual, las entradas para sus conciertos suelen agotarse: a caballo entre el performance rockero, el monólogo teatral y la crónica urbana, Jaime López nos hace reconocernos en sus letras y sus ritmos. Fue justo después de una de estas presentaciones cuando accedió a conversar con Confabulario de discos, de libros, de recuerdos y proyectos.

 

¿De dónde sale tu gusto por la palabra?

Digamos que es algo de lo cual más bien he ido teniendo conciencia al paso del tiempo, porque efectivamente, la lengua viene a ser casi-casi una especie de balón con el que siempre estás jugando. Al paso del tiempo el juego que más me agrada es el juego musical. En mi caso lo que aterrizó esa conciencia fue la guitarra, que fue una especie de pararrayos. La música para mí es el idioma, más que la lengua. Para mí el rock en sí es un idioma y la palabra ha sido un juego desde antes de nacer.

 

Ahora bien, la guitarra llegó tardía. Antes fueron los discos: aquellos discos de 45 revoluciones por minuto fueron mis libros. No desprecio los libros, obviamente, pero antes que un libro tuve un disco. Recuerdo aquellos de 45 revoluciones que tenían una calidad de sonido monoaural, el surco abierto y el límite de no más de tres minutos hacía de aquello una especie de literatura oral. Tuve hermanos que vivieron la adolescencia en esa etapa de los cincuenta y oían el nacimiento del rock, sobre todo rock negro. Fue hasta los 14 años, en que yo viví allí en la Huasteca, que todo eso que ya contenía yo desde huerquillo, chavalo o buki, vino a tomar forma, porque yo pretendía tocar la guitarra y salía una canción. A las dos o tres semanas de haber aprendido lo básico en acordes para tocar la guitarra, salió todo junto: letra, música y ritmo. Después he ido viendo que en el principio es el ritmo, pues el cuerpo siempre se mueve desde que eres embrión, luego vas viendo que la melodía es como el grito que pegas al nacer y la armonía es una cosa muy sofisticada. Si todo eso resulta en una palabra con cierto sentido, con contenido, creo que es gracias a que la forma antes que nada es como un molde. Para mí, que haya surgido una canción completa, con ritmo, melodía, armonía y letra, me llevó a darle más importancia a la letra, a la música, al canto y a la guitarra. Le di más valor al acto de leer. Recuerdo cuando empecé a escribir y a leer, como a los seis o siete años, sabía que eso servía para algo y eso era lo que me emocionaba: que escribir y leer servían para expresarse. Incluso leer te sirve para expresarte, porque leer es lo que te lleva a escribir, oír es lo que te lleva a componer, a cantar, por eso digo que la guitarra fue el pararrayos de toda esa energía dispersa que tenía desde que nací. Para mí fue tardío porque pude haber agarrado un instrumento desde antes, pero el instrumento era mi cuerpo: era un bailarín de nacimiento: rock, funk, soul…

 

Lo que dices suena a lo que pensaban los poetas del Siglo de Oro: que las formas preestablecidas, en lugar de encerrar, te liberan…

Ya que lo dices, llegando al DF, cuando mi educación fue más formal, tuve una muy buena maestra: doña Lidia Oseguera, que me dio las primeras nociones de métrica con Santa Teresa de Jesús y con poemas de Francisco de Quevedo. Ya en la secundaria les había agarrado cierto aprecio, pero la versificación y la métrica me las enseñó doña Lidia. De lo poco que estuve en la universidad, aprendí la cuestión de la composición literaria de don Federico Patán y de Laura Andueza, que nos daba análisis de textos, una prófuga del convento muy inquieta. Son los tres grandes maestros que recuerdo, que me hacen aterrizar esta parte lírica o más bien empírica hacia una cuestión más académica, más formal. Luego comencé a comparar mi formación empírica con lo aprendido con ellos: empecé a ver los sonetos de Quevedo como aquellos discos de 45 revoluciones por minuto, que es lo que más o menos estás diciendo: un formato que te libera. Creo que a fin de cuentas las cuadraturas te liberan. Muchos se ponen a escribir en la cárcel, pregúntale a Cervantes.

 

Acabas de mencionar una palabra clave: Lírica. Muchas de las letras de tus canciones han sido publicadas bajo este título. ¿Qué sientes al saber que mucha gente lee tus letras aún despojadas de elementos melódicos y armónicos?

Es una pasión que tienes con o sin reconocimiento. A veces lo difícil es soportar la pasión. El reconocimiento pude ser el principio del aniquilamiento, pero no estoy peleado con eso tampoco: he tenido revolcones pero creo en la fama, en el éxito y en el reconocimiento como consecuencia.

 

La labor de un letrista es más que nada musical: desde luego que tiene que ver con la cuestión literaria, pero volviendo a las fronteras, allí es donde confluyen la letra y la música. Muchas veces la literatura me ha enseñado más de música que la misma música. Hay quienes ven al letrista casi como un poeta frustrado, o como alguien que tiene que hacer versos porque no le quedó de otra, pero creo que más bien el letrista es un músico. Sólo recuerdo un grupo que le daba créditos al letrista como músico: Procol Harum. En los créditos, lo primero que ponían era el letrista. Siempre ponían a Keith Reid en el orden al bat, en la alineación del grupo. Al hacer una letra, lo que uno está haciendo es jugar musicalmente con las palabras, usarlas como un instrumento musical. A mí la guitarra me llevó a eso, pero eso me regresó a la guitarra reforzado. La experiencia teatral que tuve en la prepa me dio otra perspectiva de la composición de las canciones. No es un asunto interdisciplinario, es que hay semillas donde está contenido todo. Yo sigo insistiendo en que la canción es el origen de todos los géneros literarios: puede contener una novela, un cuento, un poema, una ópera… el teatro me hizo muy consciente de eso.

 

Esa variedad de géneros se advierte en tus canciones. Lo mismo encontramos influencia de la crónica (como en “Nocaut”), que textos dramáticos (como en “Primera Calle de la Soledad”) e incluso poesía…

Sí, aunque no leo mucha poesía. Desconfío mucho de ciertos poetas. La prosa me parece mucho más noble. Creo más en la gente que escribe cuentos y novelas. Desde luego también leo versos, más que poesía.

 

Bueno, pero tienes un disco de poemas de Xavier Villaurrutia musicalizados.

No niego la cruz de mi parroquia. Ese trabajo con Maru (Enríquez) fue retomar a Villaurrutia, al que leí  a vuelo de pájaro en mi juventud pero lo aprecié ya cuando estaba en los cuarenta encaminado en los cincuenta. No estoy negando esa influencia, más bien hago una diferencia entre lo que es inspiración y lo que es influencia: una influencia es como aprender el ABC, como ir a la escuela para aprender cómo se hacen las cosas. Bob Dylan, por ejemplo. Una inspiración es Leonard Cohen: él te contagia esa pasión por escribir. No digo que Dylan no, pero él te da los moldes, la forma de hacer las cosas, y una vez que tienes eso la inspiración te la dan autores como Villaurrutia y Leonard Cohen. Hay una influencia aún más fuerte en lo que hago: Dylan Thomas. Hasta podría decir que tengo más de Dylan Thomas que de Villaurrutia en lo que es aparentemente villaurrutiano. Cuando llegué a Villaurrutia, después de leer a Thomas, se me hacía pan comido. Como dijera Ezra Pound: tienes que aprender otra lengua para desembarazarte de la propia, para que el contenido no te esté ganando y la musicalidad sea la que te vaya llevando. El rudo trabajo con Dylan Thomas desde mi adolescencia es lo que me dio la entrada mucho más leve a Villaurrutia.

 

Y en materia de cuentistas y novelistas, ¿cuáles son tus lecturas?

La prosa es a lo que más acudo. El primer libro que recuerdo haber leído completo fue Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain. Otro, que casi estaba recién escrito, era 2001 una odisea espacial, de Arthur C. Clark. Los Cantos de Maldoror, que es un poema en prosa como podríamos decir de Rulfo, que sus dos libros son poesía. Por eso te digo que desconfío del concepto: una cosa es poesía, otra cosa son los poemas y otra cosa son los versos. Muchas veces acudo al encuentro de la poesía más a través de la prosa. Felisberto Hernández es el escritor que más me gusta. Así como Dylan Thomas en poesía, Felisberto en prosa.

 

Un poco más recientemente tuve una clavazón con (Alessandro) Baricco, casi me leí todo. También leí a John Fante y también ese elefante me lo eché a la uña. Tengo a veces una anarquía positiva respecto a mis lecturas, se me atravesó Ayn Rand, de quien también me leí casi todo. Cuando agarro una pasión por un escritor, me lo leo casi completo. ¡Se me olvidaba Chéjov, a quien leí cuando recién llegué al DF! Fue toda una aventura que me llevó incluso a trabajar en teatro con Carlos Ancira, que montó una obra con adaptaciones de puros cuentos de Chéjov. Teníamos a Jodorowsky en primera fila. Ibarguengoitia, desde luego. Enrique Serna, que prácticamente me he leído todo… y José Joaquín Blanco, que es un cronista.

 

Háblanos de tu libro Diario de un López

Hay juegos concientes e inconscientes de palabras. Mencionaba hace un momento a don Carlos Ancira a quien conocí en 1975, cuando yo tenía 20 ó 21 años. Fui a dar una obra que él estaba poniendo en el Teatro Xola, y necesitaban una especie de músicos saltimbanquis que irrumpían en el escenario. La cercanía se dio porque, aunque él estaba cerca de los sesenta años y yo era un veinteañero, era el único que conocía a Chéjov, así que nos la pasábamos platicando y platicando tras bambalinas. Él tenía de batalla el Diario de un loco (de Nikolai Gogol), incluso fue premiado en la URSS con una beca que cedió a su hija Selma que ahora se dedica a la traducción de lenguas eslavas, por cierto un saludo a Selma y sobre todo a Paty Ancira. Nos frecuentamos en ese momento, después nos perdimos la pista hasta los ochentas, que tuvimos el mismo tour manager: él con el Diario de un loco, y a mí por otro lado con una comedia-monólogo musical que se llamaba Primera calle de la soledad, tras el disco que hice. Aunque yo salía en Siempre en Domingo, no tenía grupo ni nada, así que para presentar el disco me armé un circo teatral y andaba de gira por los teatros del Seguro Social, que eran una fuente de trabajo excelente: Guadalajara, Monterrey, Mochis, Mazatlán, Culiacán… una especie de monólogos textuales, versos dispersos y canciones con las que formaba una historia sutil. Un día me dio por bautizar uno de estos monólogos como el Diario de un López. Después la editorial Rythm & Books me preguntó si tenía algo para publicar, y les ofrecí esto, que en un principio iban a ser colaboraciones para una revista. Tan sólo con escuchar el título, la editora lo quiso.

 

 

 

 

*Jaime López también es autor de los libros Lírica y Diario de un López / Foto: Federico Robledo

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