Los claroscuros del Oscar

Feb 20 • destacamos, Miradas, Pantallas, principales • 2921 Views • No hay comentarios en Los claroscuros del Oscar

POR MAURICIO GONZÁLEZ LARA

 

Es un ritual tan tedioso como inevitable: año tras año, cinéfilos, analistas del espectáculo y público discuten con intensidad desbordada quiénes deben ser los artistas que merecen ganar el Oscar, la estatuilla dorada concedida por la Academia de Arte y Ciencias Cinematográficas que distingue a lo más destacado del cine de Estados Unidos desde el 16 de mayo de 1929. De revistas de “ceja alta” como Film Comment o The New Yorker a mesas redondas en programas de Televisa y Televisión Azteca, la fiebre por saber quiénes se llevarán el Oscar es global y no distingue entre alta y baja cultura. Es absurdo. Al final, incluso los detractores más furibundos de Hollywood terminarán sintonizando la ceremonia el próximo 28 de febrero, cuando se lleve a cabo la octogésima octava edición de los premios, así sea sólo para rasgarse las vestiduras y proclamar su odio contra el “genocidio cultural” liderado por el entretenimiento estadounidense.

 

Este año, la ceremonia cuenta con un elemento dramático inesperado: los múltiples señalamientos de celebridades negras en torno a un sesgo racial en las nominaciones actorales. De acuerdo con una buena parte de la comunidad afroamericana hollywoodense, el Oscar es un reconocimiento de blancos para blancos, por lo que han emprendido una campaña orientada a boicotear la premiación bajo el eslogan y hashtag #oscarssowhite. Los premios “artísticos” no deberían regirse por la corrección política o por reflejar la composición demográfica de ningún lugar, cierto, pero el Oscar, como se analiza más adelante, no es un mero galardón, sino una fotografía de la distribución de fuerzas en la industria cultural anglosajona. Abogar por una mayor visibilidad de las minorías, como bien señala Spike Lee, el director negro más importante del Orbe, equivale a luchar por una mayor representación en la toma de decisiones del gremio. La ceremonia será conducida por el comediante afroamericano Chris Rock, quien hace poco más de un año publicó It’s a white industry, un breve ensayo sobre la injusticia racial en Los Angeles. En el texto, Rock denuncia los prejuicios hacia los negros, pero se muestra aún más indignado por el racismo que prevalece de manera casi institucional contra los mexicanos en California: “Olvídense si Hollywood es lo suficientemente negro, lo que habría que preguntarse es si Hollywood es lo suficientemente mexicano. Los Angeles es la ciudad más liberal del mundo, pero tiene una faceta racista. Se acepta de manera tácita que hay un estado esclavista en Los Angeles. Se da por sentado, como en ningún otro lugar, que los mexicanos están ahí para cuidar y servir a los blancos.

 

Recuerdo que una vez alquilé una casa en Beverly Park mientras rodaba una película. Desde ahí podía ver en las mañanas a una fila inmensa de mexicanos conduciendo hacia los barrios acomodados para trabajar de sirvientes como si fueran obreros en camino a General Motors. Es una ciudad extraña. ¿Ningún mexicano está lo suficientemente bien calificado para hacer algo en un estudio? ¿Dónde está el David Geffen mexicano? ¿De verdad sólo pueden limpiar y ser meseros? ¿Qué probabilidad hay de que eso sea cierto? Lo más seguro es que exista un mexicano idóneo para dirigir un estudio al que no se le va a dar la oportunidad por su raza”.

 

Curiosamente, uno de los focos de atención de esta entrega son los mexicanos responsables de la realización de El Renacido (The Revenant): Alejandro González Iñárritu, quien podría ganar por segunda vez consecutiva como mejor director (el año pasado ganó por Birdman), y Emmanuel Lubezki, que podría ganarlo por tercera vez consecutiva en el rubro de fotografía (lo obtuvo en 2014 por Gravity y el año pasado por Birdman). El connacional Martín Hernández también está nominado en el rubro de mejor edición de sonido. Las historias de estos mexicanos son narrativas de éxito individual, pero el manejo mediático que se hace de ellas las hace parecer como un triunfo de México, lo que genera debates un tanto estériles sobre el estado del cine nacional y la definición de lo que es mexicano.

 

Frente a este contexto, queda claro que los premios no carecen de morbo, ¿pero hay algo más en juego que el glamur o la mera anécdota? ¿Cuáles son las aristas de interés de esta entrega?

 

Sin valor artístico

 

Comencemos por lo esencial: ¿de qué se indigna exactamente alguien cuando argumenta que cierta película no está a la altura del Oscar? La actitud presupone que el premio está orientado a distinguir la calidad cinematográfica, o que representa una consagración artística en la que el receptor de la estatuilla entra a un panteón lleno de leyendas y vacas sagradas. A esto se debe, por ejemplo, que muchos periodistas de espectáculos asuman que el ejercicio de detectar quiénes van a ser los ganadores es un certificado de sapiencia o erudición que los coloca aparte de la frivolidad del oficio. Es una mentira. El Oscar es un termómetro para saber el grado de poder y respeto que detentan los principales jugadores de la industria (estudios, productores, directores, actores), así como las tendencias demográficas, culturales y hasta de corrección política que sigue Hollywood en ese momento, pero de ninguna manera es un distintivo “meritocrático”. Es más, por lo menos un tercio de las películas ganadoras del Oscar van de lo olvidable (Argo, El discurso del rey, Gandhi) a lo malo (Alto impacto, Shakespeare enamorado, La vuelta al mundo en 80 días), pasando por lo francamente patético (Una mente maravillosa). Ganar el Oscar tampoco es una acreditación automática de grandeza. Realizadores como Stanley Kubrick, Alfred Hitchcock, Sidney Lumet, Charles Chaplin, Howard Hawks, Orson Welles y Robert Altman, entre otras figuras míticas, nunca ganaron en la categoría de mejor director. Algunos de ellos fueron reconocidos en su vejez con premios honorarios, los cuales funcionaron más como anuncios de jubilación o muerte inminente que como gestos laudatorios. No en vano, Alfred Hitchcock aceptó el reconocimiento Irvin Thalberg con el discurso más breve en la historia de la estatuilla dorada: un simple y despreciativo “gracias”. Para los actores, el Oscar significa una inyección de visibilidad que se refleja momentáneamente en términos de popularidad, pero tampoco asegura la viabilidad de su marca en el mediano y largo plazos. Por cada celebridad que gana el Oscar hay un histrión que termina marginado de la memoria del público, o peor aún, relegado a cintas de bajo presupuesto o miniseries de televisión de calidad dudosa (Cuba Gooding Jr., Marlee Matlin, F. Murray Abraham, Hilary Swank, Geena Davis). La supuesta obsesión de Leonardo DiCaprio por ganar el Oscar radica en ser vitoreado por una industria que él mismo ha ayudado a dimensionar –en obtener un gesto de gratitud por parte de los accionistas, pues–, pero difícilmente representa algo en términos actorales.

 

Nadie ve –o nadie debería ver– la entrega bajo la expectativa de atestiguar como la vida recompensa a sus artistas más notables. El encanto es otro: la ceremonia es una celebración de Hollywood y su glamur en el imaginario colectivo mundial; un pretexto para reafirmarnos como fanáticos o denostadores de las figuras pop de la pantalla grande; una aceptación sin ambigüedades del disfrutable carácter escapista del universo del espectáculo. Nada más, pero tampoco nada menos.

 

El “triunfador” mexicano

 

Ante las malas noticias que prevalecen en nuestro país, resulta natural que los medios de comunicación muestren un interés particular por difundir narrativas protagonizadas por individuos cuya perseverancia los ha llevado a triunfar a escala internacional. Estas “historias de éxito” no son un asunto menor, pues no sólo son un motor de inspiración para la sociedad, sino que también forman parte de lo que el académico Joseph Nye denomina como “poder blando” o soft power. El “poder blando” consiste en la capacidad de un país para incidir en las acciones o intereses de otros actores valiéndose de medios culturales e ideológicos, y no del “poder duro” o hard power de la coerción económica o el acto militar.

 

En estos momentos, el representante más importante del “poder blando” mexicano es Alejandro González Iñárritu, “El Negro”.

 

Iñárritu, quien antes de ser director de cine fue publicista y DJ de radio, ha vendido con extrema habilidad la imagen de “genio loco” en el extranjero. La supuesta dureza del director mexicano ha sido recibida con simpatía y admiración por una comunidad adormecida por la corrección política y un cine genérico enamorado del ordenador y los efectos especiales. La narrativa que ha construido en torno a un hombre apasionado dispuesto a poner en riesgo la vida propia y de su equipo en aras de lograr la autenticidad artística completa es una de las campañas publicitarias más inteligentes del Hollywood reciente. El mérito mercadotécnico de Iñárritu en El Renacido no descansa en haber realizado una buena película –la ceremonia del Oscar, como hemos abordado, no es lugar para juzgar esos méritos–, sino en posicionar su obra como una cinta “legendaria” en las mentes de los miembros de la academia. En ese sentido, si González Iñárritu es más personaje que persona, nadie puede poner en duda que es una construcción efectiva y redituable.

 

Esta dinámica, sin embargo, comienza a ganarle cada vez más detractores, sobre todo en México, donde muchas personas de su generación que aún lo identifican como un excreativo de Televisa lo acusan de falso y fantoche. El hecho de que no parezca interesarle regresar a filmar a México, afirman sus críticos, reafirma su ausencia de compromiso con el país.

 

Tenemos una relación de amor versus odio con nuestros “triunfadores”. Los apoyamos casi incondicionalmente mientras buscan la victoria, pero una vez que la obtienen, nos cansamos de aplaudir y la luz del otrora ídolo se revela insoportable. El héroe, deducimos, ya no es el personaje luchón y simpático que buscaba “hacerla” afuera, sino un ególatra infumable al que se le ha subido el éxito. Amén de sus limitaciones, González Iñárritu ya es uno de los realizadores más influyentes de Hollywood. Ese mérito está fuera de toda recriminación. La pregunta es si el próximo 28 de febrero vamos a vitorearlo o, como ha sucedido con otros “triunfadores”, terminaremos por aplaudir a regañadientes y con una mueca irónica en el rostro. La decisión, como muchos otros subtextos que animan la entrega del Oscar, dista de ser fatua.

 

*FOTO: El director mexicano Alejandro González Iñárritu está entre los nominados al Oscar a mejor dirección por la película El Renacido. En la imagen a lado del actor Leonardo DiCaprio (centro) y el fotógrafo Emmanuel Lubezki (de espaldas)/ Especial.

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