Los errores de José Revueltas: un fragmento desechado

Abr 11 • destacamos, Ficciones, principales • 7015 Views • No hay comentarios en Los errores de José Revueltas: un fragmento desechado

 

POR JOSÉ REVUELTAS

 

 

 

En junio de 1964 José Revueltas publica Los errores, su sexta novela. La obra obtiene una recepción desfavorable por su enfoque político.

           

Durante 2006, mientras preparaba su tesis de doctorado, Sonia Adriana Peña tuvo acceso al archivo personal del escritor y pudo reconstruir un texto que forma parte de la novela. Al parecer el relato no satisfizo a Revueltas, quien decidió desecharlo de la versión definitiva, pero el manuscrito no fue destruido y se ha podido enmendar gran parte del mismo. Esta tarea requirió de un tiempo considerable por dos motivos: a) el manuscrito se encuentra incompleto y presenta reiteradas tachaduras que dificultan su lectura y b) en el mismo fólder, Sonia Peña encontró tres cuartillas mecanografiadas del mismo texto, en las que se observa un considerable número de variantes en relación con el manuscrito. Del cotejo de manuscrito y mecanuscrito con la primera edición de Los errores se concluye que el mismo daría origen al capítulo IV titulado “Don Victorino”. Este texto constituye el material desechado de la novela. José Revueltas tuvo sus motivos para excluirlo, ahora, a poco más de medio siglo de la primera ediciónde la novela, se publica gracias a la generosidad de Andrea Revueltas y Philippe Cheron (quienes le obsequiaron una copia del material a la especialista en la obra revueltiana) y también a la generosidad de Olivia Revueltas, hija del escritor, quien accedió amablemente a la publicación del mismo con fines de difusión cultural.

 

[DON VICTORINO]

…y como lejana, mientras sus labios se contraían en un atormentado rictus de asco. “Hombre, hombre, hombre,” musitó como si rezara, pero la palabra caía de su boca con una indiferencia absoluta, igual que cuando se babea inconscientemente durante el sueño. ¿Dónde estaba el hombre?, se interrogó. “Cierto se repuso a sí mismo en voz queda– ¡el hombre no existe!”. Sus ojos entrecerrados y de apariencia adormecida permanecían fijos en un punto, sin ver, minerales y muertos como los de un saurio antiguo. “No, no existe”, volvió a decirse con un cansancio rencoroso y siempre cargado del mismo desprecio. “Existimos individuos, bestias superiores a los demás de nuestra especie, pero hombres no”.

 

De pronto detuvo el curso de sus pensamientos como quien se para a escuchar un ruido inaudible y lejano, que se aproxima. Algo se abría paso en su interior igual que un remolino que se serena y aclara poco a poco. Aquel brazo erguido del indio, aquel brazo demoníaco, rebelde. Aquellos brazos. El recuerdo se sustentaba a sí mismo en todos sus detalles. Ahora veía ese brazo del indio pero a la distancia de considerable número de años y no un solo brazo, sino más, muchos más. Fue durante la campaña contra los zapatistas, cuando don Victorino era Teniente en el Ejército Federal.

 

Los del Gobierno habían sufrido una derrota espantosa, y Victorino regresaba del combate con un grupo de dispersos, a pie por la vía del tren, al encuentro de la más próxima Estación del ferrocarril para ver qué podía hacerse. El grupo caminaba sin fuerzas siquiera para hablar, dando tumbos sobre la vía, como ebrios, sin que ninguno se pudiera despojar del miedo que cada quien padeció durante la refriega, todos con el alma aturdida, abandonados y con la desconfianza angustiosa de si no estarían caminando en dirección del enemigo, pues nadie tenía la menor idea de las líneas del frente ni de cómo quedaron éstas después del combate. Los habían hecho garras, eso era lo único de que todos estaban enterados.

 

Cuando divisaron a lo lejos la Estación, esto acabó de desalentarlos. En medio de una feroz polvareda un grupo de gente corría a su encuentro. Sin duda los zapatistas.

 

Frente a la Estación se distinguía el humo de un carro-caja de ferrocarril acabado de incendiar. Los dispersos se miraron entre sí sin decir palabra. Habían perdido sus armas. Ni modo de defenderse, ni de huir. Algunos se sentaron en la vía para esperar, con aquellos rostros en que había una resignación cenicienta, irremediable. Lo extraño que el tropel se aproximara sin ruido, sin gritos, pero esto también resultaba más pavoroso y amenazante. De pronto alguien lanzó una voz: “¡son mujeres, son mujeres!” Una oleada de alivio recorrió al grupo, sacudiéndolo con una especie de alegría infantil, ahora burlona y divertida. En efecto, se trataba como de veinticinco o treinta mujeres que corrían como locas, desesperadas, ansiosas, al encuentro de la Tierra Prometida. Algunas tropezaban con los durmientes, caían y se levantaban para proseguir la carrera. Los soldados también corrieron hacia ellas con una esperanza absurda. Eran las mujeres del Batallón, pero ninguna era la suya.

 

Preguntaron por sus hombres con grandes gritos y mirando con una intensidad desorbitada en la que ya parecían aguardar lo peor. “¿Onde quedó Malpica, mi teniente? José Malpica, uno prieto, alto él, fuerte.” “¿Naiden vido en el combate a un tal Estanislao Rodríguez?” Con una terquedad suplicante, que no quería dejarse convencer de la pérdida, pero que al aceptar la evidencia se transformaba en una estupefacción llena de agravio, como si hubieran descubierto de golpe que se habían dirigido a gentes extrañas y hostiles, a las que no debieron recurrir jamás.

 

Los dispersos continuaron hacia la Estación seguidos por las mujeres, que formaban detrás de ellos un rebaño sumiso. En otras circunstancias, aunque se hubiera tratado también de comunicarles la pérdida de sus hombres, las cosas habrían sido distintas. Pero el peso de la derrota era tan aplastante, que nadie hizo aprecio de las mujeres, casi con el deseo de dejarlas muy atrás, hasta que desaparecieran. Todos iban silenciosos y todos pensaban en la actitud de su propia mujer cuando los mataran. Así caminaron largos minutos en que no se oían sino sus pasos.

 

Pero cuando menos lo esperaban comenzó a elevarse, en medio de aquellas soledades, una especie de canción, muy parecida al canto desafinado de los ciegos en el atrio de las iglesias. Eran primero dos, tres voces, y luego más y más. Todas las mujeres lloraban a grandes gritos en un coro sobrecogedor, sin que dejaran de caminar sobre la vía, atrás de aquellos hombres derrotados y desconocidos. El grupo de dispersos inclinó un poco más la cabeza, sin que nadie hiciera comentario alguno, pero aquel llanto les pesaba en las espaldas como una piedra. La estación todavía distaba un trecho considerable y los hombres inclinaron más la cabeza, igual que animales bajo el aguacero, mientras atrás los seguía ese lamento inexorable que amenazaba no acabar jamás. Era como si se anticiparan a llorar por ellos. Los rostros de los hombres habían adoptado una seriedad comprimida, en que se ocultaba algo. Uno de ellos ya no pudo más, tenía la expresión congestionada, como de ira, vuelto hacia las mujeres desde lo alto del talud, haciendo marcados esfuerzos por recoger el mentón contra el cuello. “¡Ya cállense, viejas jijas de la tiznada!”, bramó igual que una res en el degüello. Lo había dicho sin cólera ni animadversión, porque él también lloraba.

 

En ese mismo momento alguien percibió sobre la vía un ruido muy característico y todos se volvieron en tal sentido.

 

Era el motor de un armón “loco” lanzado por los zapatistas contra la estación, y que sin duda vendría cargado de dinamita, pronto a estallar en cuanto chocara con el carro-caja que estaba en la misma vía. Aquello se transformó en un repentino pánico colectivo en que cada quien huía sin el menor cuidado y en medio del máximo desorden, tratando de alejarse del lugar al modo que fuese.

 

Recordaba las imágenes que aparecían y desaparecían a través de su mente en aquellos minutos extraordinarios, cuando, agazapado junto con otros dentro de una zanja, esperaba el estallido del armón con dinamita. Sensaciones increíbles, maravillosas, que no vacilaría en vivir de nuevo. Sin embargo, dos de esas imágenes permanecían quietas, obstinadas e irónicas en medio de todas las demás. El Descendimiento de la Cruz y una historia de las grandes batallas universales, libro al que acudía con frecuencia en la Biblioteca del antiguo Colegio Militar. La ilustración reproducía un grupo escultórico que representaba el Combate y la Victoria. Lo invadía cada vez una emoción profunda y diríase religiosa. La visión de la guerra en su contenido más exacto, en su planteamiento esencial y eterno, sencilla, bárbara y bella: la guerra de siempre, que la técnica podrá modificar en la forma, pero que permanece inalterable y pura en tanto significa la más alta de las luchas entre la vida y la muerte. En las manos del joven cadete aquel libro era un balcón abierto hacia el tiempo eterno, hacia la edad inmutable del hombre, único e igual como la guerra. Ahí estaba Vercingétorix, el jefe de los galos. Tempestuosas y ondulantes barbas adornan su rostro sereno e imperioso. El espléndido casco enorgullece y agiganta su cabeza, en medio de los hermosos y desnudos guerreros que lo rodean con expresiones intrépidas, mientras en el cielo la Fama y la Gloria señalan hacia delante. El musculoso y potente brazo de Vercingétorix, en alto con una espada, incita a sus bellos guerreros a la lucha. Nada más ajeno a la mentira de lo humano que este conjunto vigoroso, estimulante y varonil, tan extraño y opuesto, en su animal belleza, a la tenebrosa humillación de La Pietá en el Descendimiento de la Cruz, donde la Fama y la Gloria no tocan sus trompetas sino que son los gusanos viles del sepulcro.

 

Había otras cosas más en aquel ensueño venenoso, en aquella embriaguez de la zanja, el pecho adosado a la tierra yerma, durante los minutos inacabables que el armón con dinamita tardaba tanto tiempo en cubrir. La noción de la derrota, el saberse vencido, ese acabamiento oceánico, esa soledad, esa ausencia. Era vivir minuciosamente la muerte, la rabia de la muerte singular y propia, reposada, reaprendida, la muerte del guerrero, coronado por el laurel de la impiedad. Estaba bien, se decía; la derrota es tan grande como la victoria, ambas son tan solo una medida que se aplica por igual en cuanto a la esencia de un hecho donde lo que importa es la lucha, el haber combatido y el haber tratado de vencer sobre la otra parte de los hombres donde no se está, sean cuales fueran las razones que se aduzcan de cada parte [.]

 

(Aquí finaliza el manuscrito sin ningún signo de puntuación, lo que indicaría que el relato podría tener continuidad. Sonia Peña no encontró más folios que puedan asociarse a este texto en el archivo correspondiente a Los errores).

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