Manuel Acuña, el poeta y el suicida

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POR ERNESTO LUMBRERAS

 

Víctima de su popularidad y de la leyenda desatada en torno a su novelesco suicidio, la azarosa obra de Manuel Acuña ha sobrevivido a los gustos literarios de varias épocas y generaciones, a los movimientos y a las escuelas poéticas que la eclipsaron o la descalificaron —del modernismo a los vanguardias del siglo XX— así como al escrutinio de numerosos críticos que, en el mejor de los casos, “le perdonaban la vida” por el mérito de reunir dos o tres poemas de valía. El arco de tiempo de su producción literaria es impresionantemente breve: cinco años. Como lo anota José Luis Martínez en su edición de las Obras de Acuña, el autor “escribe su obra entre 1868 y 1873, es decir, entre sus diecinueve años y sus veinticuatro años…” (Porrúa, México, 1986). En otras latitudes geográficas y estéticas, la obra de Arthur Rimbaud, según refiere Verlaine, se escribió entre los 16 y 22 años; la de John Keats, que también fue estudiante de medicina como Acuña, se gestaría entre los 18 y 25. Sin embargo, a diferencia del francés y del inglés, el mexicano dejaría una obra dispersa en periódicos y revistas con la sola excepción de La gloria (1873), breve poema escrito en dos cantos publicado en un fascículo pocos meses antes de su trágico final.

 

Con la estima y la tutela intelectual de las figuras del momento, Ignacio Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano a la cabeza, el joven poeta se convertiría muy pronto en l’enfant terrible de la poesía mexicana romántica. ¿Cuáles fueron las pruebas y los escenarios para alcanzar tal reconocimiento? Coincidiendo con su entrada a la Escuela de Medicina en 1868, Manuel Acuña ingresó a la vida literaria de aquellos años participando en la Sociedad Filoiátrica y en la Sociedad Literaria Netzahualcóyotl y, más tarde, en 1872, en calidad de socio titular en el prestigiado Liceo Hidalgo; asimismo publicará poemas y artículos en los principales diarios y revistas de la restaurada República, El Renacimiento, El Libre Pensador, El Federalista, El Siglo XIX, El Búcaro, El Domingo, La Iberia, El Anáhuac, La Democracia, El Eco de Ambos Mundos y en el periódico humorístico El Torito. Sin embargo, el acontecimiento que colocaría la corona de laurel sobre sus sienes sería, literal y simbólicamente, el estreno de su obra El pasado el 9 de mayo de 1872 en el Teatro Principal; dicho drama tendría, en total, cuatro representaciones; el escenario de la última fue el Teatro Nacional, el 26 de julio de 1873, a cargo de la compañía del famoso actor español José Valero teniendo en el papel de Eugenia a la primera actriz Salvadora Cairón (refiere José Luis Martínez que el drama de Acuña también se representó en Toluca y en Puebla).

 

Manuel Acuña.
Manuel Acuña.

 

Habría que destacar un coliseo más en la exhibición y la aprobación del genio de las glorias líricas del México de finales del tercer cuarto del siglo XIX: las tertulias literarias. En tales reuniones, Manuel Acuña fue una celebridad. Convocadas por instituciones científicas, cívicas o sociales, la orden del día incluía entre los discursos y los brindis inevitables, la lectura de una o varias piezas líricas. En ese entendido, de los 82 poemas reunidos en las Obras pueden tomarse como piezas de ocasión, con los altibajos inevitables que toda obra de encargo conlleva, cerca de la mitad de su producción. Entre sus contemporáneos, el bardo saltillense gustaba de obsequiar, en las tertulias de corte social, poemas autógrafos codiciados por los álbumes nacarados o ebúrneos de las señoritas y señoras que se daban cita a estos rituales decimonónicos. De aquellos “versos de salón” (Nicanor Parra dixit) es posible rescatar algunos poemas como “Oda. A la memoria del eminente naturalista el doctor Leonardo Oliva”, leída en sesión extraordinaria de la Sociedad de Historia Natural el 17 de enero de 1873 con la presencia de Sebastián Lerdo de Tejada, presidente de la república tras la muerte de Benito Juárez.

 

¿Cuáles son esos dos o tres poemas que sobreviven más allá del interés ¿arqueológico? ¿sentimental? ¿sociológico? de los historiadores de la literatura mexicana del siglo antepasado? Para Marcelino Menéndez y Pelayo, en el balance de una antología de poetas de lengua castellana de 1892, eran salvables de la criba solamente el “Nocturno” y “Ante un cadáver”. Un siglo después, Marco Antonio Campos anota en su estudio a la compilación de textos de Acuña La desdicha fue mi Dios: “no deja de asombrarnos la precocidad deslumbrante que lo llevó a escribir poemas como ‘A Laura’, su primer gran instante lírico, a los 22 años; ‘Ante un cadáver’, la pieza maestra del romanticismo tardío mexicano, apenas cumplido los 23; el ‘Nocturno’, ramos de flores envenenadas, cuando estaba por cumplir los 24, y ‘Hojas secas’, ya cerca del final de su vida…” (UNAM, México, 2001) En la antología Poesía romántica (1941), prologada por José Luis Martínez y seleccionada por Alí Chumacero, la muestra del poeta coahuilense la integran ocho piezas: “La brisa”, “La felicidad”, el soneto que comienza con “Porque dejaste el mundo de dolores”, “A una flor”, “A un Arroyo”, “Gracias”, “Hojas secas” y “Ante un cadáver”.

 

En su “antología de lector”, de “poemas y tipos de poesía, tanto o más que de poetas”, es decir, en Ómnibus de poesía mexicana, Gabriel Zaid se desentiende del gusto popular alrededor del “Nocturno”, ausente también en la selección de Chumacero, y reproduce tan sólo algunos fragmentos de “Ante un cadáver”, poema que también había escogido, décadas atrás, Octavio Paz para una antología preparada para la UNESCO con traducción al inglés de Samuel Beckett. (En la versión beckettiana el título del poema es “Before a Corpse” y el primer terceto se lee de la siguiente forma: “Well! there you lie already… on the board / where the far horizon of our knowledge / dilate and darkens to a vaster verge.”) Por supuesto, los frutos maduros y luminosos del malogrado Manuel Acuña se cuentan con los dedos de una sola mano. Desde un punto de vista literario, a nuestra lírica romántica le faltó ambición de límites más allá del desgarramiento emocional o del fragor nacionalista. En la revisión a la antología citada, José Luis Martínez pone las cartas al descubierto: “No es, empero muy rico el fruto de esta antología. De ella salvamos la imagen de un Romanticismo frenado, reducido a la propia forma mexicana. De ella podrían salvarse, sobre todo, varios poemas y un poeta” (UNAM, México, 1941). Y por supuesto, no es Acuña la excepción romántica, sino el bardo de la inspiración voluptuosa, el elegido por Rosario de la Peña, Manuel M. Flores.

 

Ahora que se acerca el aniversario 160 de la partida de Manuel Acuña, el Gobierno de Coahuila en colaboración con autoridades federales, anuncia un programa literario que incluye un festival internacional de poetas, un premio de poesía con la bolsa mayor en la historia de los certámenes en México para obra inéditas —cien mil dólares ni más ni menos—, conferencias en torno al poeta homenajeado y la edición nuevamente de su obra completa. Ojalá se tomen cuenta, para esto último, la edición de Pedro Caffarel Peralta, El verdadero Manuel Acuña (1984, 1999), investigación rigurosa y legitimada por acudir a testimonios y fuentes originales, incluidos los álbumes de Rosario de la Peña y de su hermana Asunción, para fijar una importante colección de los poemas de Acuña.

 

¿Termina o comienza una época para la poesía mexicana con su suicidio? Las posibilidades de la lírica del vate coahuilense, de no haber cedido a la tentación del cianuro, se abrían hacia dos dominios. El primero, bajo el influjo de la poesía de Bécquer, perceptible en la serie de poemas titulada “Hojas muertas” y en el soneto “A un arroyo” dotaba a su visión de varios elementos ausentes en su obra y en la de sus contemporáneos: la naturaleza enigmática, la conciencia del poeta como parte de un todo orgánico y la dualidad benéfica del amor y de la muerte. El otro rumbo esbozado en su poesía se localiza en el territorio de la ironía y sus diversas graduaciones; en poemas como “A la luna”, “Rasgos de buen humor” y “En este campo do el placer rebosa” Acuña se desmarca de su habitual patetismo y, en una suerte de monólogo, parodia los prestigios de la poesía y de las buenas costumbres, adelantándose varias décadas a los “cuadros en movimiento” de Gutiérrez Nájera y de López Velarde. Quizás, con una dosis mayor de todos estos ingredientes, su poesía habría salvado al poeta apartándolo del deseo, largamente añorado, de observarse como el objeto de estudio de una plancha de disección en la Escuela de Medicina, a imagen y semejanza del cuerpo de su más célebre y acabado poema, “Ante un cadáver”. (1)

 

 

 

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(1) Hasta ahora, la crónica ensayística mejor documentada, y por demás amena, en torno a la tragedia de Acuña se encuentra en el capítulo III, “Un testamento de la ciudad romántica. (6 de diciembre de 1873)” del libro Elogio de la calle. Biografía literaria de la Ciudad de México 1850-1992 de Vicente Quirarte.

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