Mutilados

Dic 20 • destacamos, Ficciones, principales • 3004 Views • No hay comentarios en Mutilados

 

POR CRISTINA RASCÓN

 

En el hogar hay más mundo del que se ve,

y en el mundo, más hogar del que creemos.

Norbert Bilbeny

 

 

Entre oleaje y espuma veo un trozo de dedo humano, quizá un índice, me digo, sí, quizá señalando… Dirijo la vista hacia la trayectoria de la uña: apunta hacia lo más profundo del Pacífico… Emerge un hombre moreno, repleto de sudor, con el rostro desgajado, es decir, con la sangre chorreando desde una oreja, fluir que supongo tibio: varias moscas le rodean como a un Linus mezclado con Robinson Crusoe.

 

Seis de la mañana en Zihuatanejo, el corredor de siempre, la arena, la playa, todo igualito que siempre… Mis piernas finalizan en un par de pies con calcetas blancas y zapatos tenis. Cargo un buen ritmo de caminata, sombrero. Pero un aura de soledad invade la playa y me hace sentir en una isla lejana, o en otro planeta. El terco rumor, avance, desplome, del agua infructuosa. La arena sin una sola arruga, como una sábana dispuesta en hotel fino. Nadie caminando sobre el paisaje. Ningún nativo trotando antes de ir al trabajo, ningún turista desvelado viendo el amanecer, botella en mano. El sol tarda en salir, nublado. El hombre sin oreja viene hacia mí, no me mira, sigue avanzando. Enfilo hacia el mirador y de pronto en un recoveco un hombre sin piernas, un par de muletas. Instintivamente pienso/imagino/sobrepongo una imagen que vi alguna vez en el centro: su mano extendida, pidiendo limosna. Pero no ahora. Me ve fijamente. Sin mano. Sin mano porque ya no la tiene. Sin brazo extendido. No corre sangre en este cuerpo que me observa fijamente, como celador. En mi andanza sospecho que este día no es un cualquier día, que me adentro en un tiempo paralelo, a medida que dejo atrás la playa turística, y subo por entre las piedras hasta el rompeolas. Quizá hoy es un día que no es ninguno de los que hemos memorizado desde la infancia y por tanto únicos para enumerar: lunes, martes, miércoles… Sí, debe ser un día entre miércoles y jueves, me dije. Un día otro, con el nombre a la mitad, en medio de días completos y conocidos, un día mutilado.

 

Pierdo de vista el dedo que rueda como caracol resignado sobre la arena. Caracol sin hueco, me digo, sin espiral. El ser humano es un animal sin concha, sin ruido de mar. Será por eso que debo venir todas las mañanas, a escuchar las olas: esas que viven dentro de mí, y que no puedo escuchar. Será que ese dedo era una puerta, hacia otras olas, hacia… Tengo que encontrar a ese hombre, o mujer, sin dedo… decirle: he encontrado su dedo, oiga. Quizá en el mercado, en la playa de los pescadores, entre los cuchillos de las mujeres que sacan las vísceras de los huachinangos. ¿Qué habrá visto ese hombre, o mujer, qué habrá escuchado o presentido, al desprenderse de su hábito de señalar? ¿Y el de la oreja? ¿Será que encontró el animal que nos habita dentro del oído, el dueño de nuestro caracol sin olas?

 

Me propuse dar con todos ellos, los mutilados. Fue cuestión de unos meses… Entre pregunta y pregunta fui develando la semana paralela, de un solo día, y también di con el lugar. El Miéves a las 19:30, decían por debajo de las conversaciones en el muelle. Tuve que esperar cada semana para que llegara el Miéves. Ese día, en mis caminatas, los veía salir y pavonear sus faltantes. La mujer sin pecho, el hombre sin cadera (se la comió un tiburón), el de la media nariz, el del labio superior arrancado… y los menos originales: los sin dedo, sin brazo, sin rótula. Se reúnen bajo unas rocas en el corredor, en un refugio oscuro que sólo se abre los Miéves. Desde ahí pueden ver playa madera, las gatas, playa principal. A los iniciantes les cortan alguna parte fina, casi sin dolor, todo muy aséptico, mucho alcohol. Tiran esa partecita al mar. Oran. Dicen que ser mutilado provoca beneficios. Que el mar acepta la ofrenda, que da buena fortuna. Las mujeres han arrojado sus matrices, sus fetos, sus placentas. El mar se traga todo. El mar lo acepta.

 

El resto de los días de la semana se guardan en sus casas o en el trabajo. Ocultan sus faltantes. Fingen ser humanos normales. Pero a su paso por la orilla de la playa puede sentirse la marea con ganas de gritar, muy hinchada, dientona y enojada. La gente que sabe, la gente a medias, puede olerlos, les abre paso, murmuran entre ellas. Es que la gente que sabe no tarda en convertirse, decía el Gran Mutilado, el más anciano. La gente que sabe nos reverencia, dicen las mujeres que leen caracoles rotos las unas a las otras.

 

A mí nadie me ha preguntado nada, cuál es mi faltante. Curiosamente me he sentido cómoda desde la primera reunión, llevo cuenta de las conversaciones. Registro las votaciones y veredictos. Siempre puntual, abro mi cuaderno, muy exactamente partido a la mitad y escribo con signos taquimecanógrafos lo que me pidan anotar. No me falta un solo dedo, en manos y pies. No me faltan pasos, rótulas, ligamentos. No me falta un ojo, ni un pedazo de nariz, ni un solo diente. Pero por dentro, lo sabemos, mis órganos se van partiendo, poco a poco. Y un día se arrojarán.

 

Una madrugada llegó un corazón a la playa. Era Miéves, claro. El corazón, un bulto a la mitad. Se arrastró como ballena hacia la arena y así le rodeamos, con curiosidad.

 

No latía, no sangraba. ¿De dónde vendría? Se convocó a una sesión extraordinaria. Me pidieron opinión. Usted es una profesional, dijeron.

 

Me sentí señalada, incluso por el hombre sin dedo señalador. No tengo la menor idea, dije nerviosa. Es que no es su corazón, claro, dijo una voz en tono protector.

 

Es un grupo más avanzado, dijo el Gran Anciano. Es un grupo con tecnología de punta, dijo el Ingeniero sin manos. Es un grupo peligroso, dijo una mujer con los ojos abiertos, ciega, con los caracoles abiertos, entre sus piernas. A lo mejor son todos como ella, dijo una mujer que nunca me ha caído bien, apuntándome. ¿Y qué quieren que yo haga? —dije por fin, en desafío.

 

Apunta —ordenó el Gran Anciano, haciéndome sentir parte del grupo, con esa mi única función.

 

Apunté.

 

¿Será que hay otro grupo, de Mutilados, en otra orilla, en otro continente, habitando quizá un medio montículo a la mitad del océano?

 

Hoy otra vez es Miéves. Salimos juntos al rompeolas rocoso, descalzos. Dejamos asomar un pedazo de papel (enmicado, por aquello de que no demeritara el mensaje, con las aguas y el ph tan salado) y cosimos la herida sin sangre para que la misiva quedara en resguarde. Una larga forma de decir, de preguntar: ¿estamos solos?

 

Para una travesía digna, dice el Anciano. Oramos.

 

Comienza a amanecer y mientras veo el bulto desplazarse hacia dentro del océano, mi corazón corre de prisa, no puedo frenarlo, se me sube a la cabeza, sufre un desgarre. No digo nada. Siento un sabor a sangre en la garganta. Calmo la náusea con jugo de naranja.

 

Quiero salir de los Miéves, digo bajito.

 

Quiero salir de los Miéves, gimo bajito.

 

Pero esto no es un sueño, ni una fantasía. Es una forma de morir.

 

No recibimos respuesta, pero, tras varios Miéves vinieron el resto de los órganos: corazones, hígados, riñones, uno que otro páncreas. Todos a la mitad. No son de corte quirúrgico. Se ve claro que no han nacido de un bisturí, de eso yo sé bien. Es un desengrane natural. Un derretirse. Un dejar de ser entero, un inicio de vida de mitad. Así siento poco a poco mis piezas evolucionar. Así voy teniendo más dificultad: para caminar, para escribir, para pensar.

 

Las mujeres han dejado de verme con sospecha. Me dan la mano, me abren espacio en las reuniones, me llevan comida y me lavan, incluso los otros días, cuando somos gente normal. Recogen los órganos en la playa muy temprano, y después vienen a contarme, vimos esto, vimos lo otro. Yo ya no puedo salir a caminar.

 

—De mi ventana veo el sol menos brillante cada mañana, pero no me lo van a creer… —les digo a las mujeres que me traen caracoles todavía con el cangrejo vivo y con media pata arrancada.

 

—Mire, son caracoles para leer su verdad —me dicen con palabras enredadas, como sus cabellos negros y ondulados sobre mi cara— para que usted misma se deje partir, para irse con los suyos, con esos que le llaman lanzando sus órganos al mar, para que les responda —me dicen con su voz rodeada de cabellos que me parecen vivos — para que vuelvas al mar —oran.

 

—Pero es que hoy el sol salió por entre las dos montañas de siempre, como una yema de huevo, amarillonaranja, muy especial, y vi tan claro que era una mitad…

 

Mi lengua comienza a desgajarse, mis palabras se vuelven bífidas, como mi aliento. Mi respiración a la mitad, mis pupilas en derretir, como una célula en citoci… Ay, cómo pueden llegar a mí ahora esas palabras que algún día estudié, con las que trabajé y aventé fuera de mí, ahora llegan y me lamen, se atoran y diluyen, y no, no alcanzan a esculpir su forma… Entre la fiebre, los rezos y el sonido del océano, todo en mí —las palmas, el oleaje, la risa de las mujeres y sus cabellos, el hombre sin dedo señalador, los órganos demediados, las hamacas y la brisa, hasta el sol yema que es una mitad de óvalo— vuelve a recomenzar.

 

*Ilustración: Leticia Barradas.

 

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