Alejandra Márquez Abella y la anticomplacencia femiodiosa

Mar 30 • Miradas, Pantallas • 5161 Views • No hay comentarios en Alejandra Márquez Abella y la anticomplacencia femiodiosa

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Justo a inicios de los años 80, una treintona socialité que vive en la Ciudad de México ve derrumbada su vida de comodidades, por lo que buscará por cualquier medio mantener su vida de banalidades

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POR JORGE AYALA BLANCO 

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En Las niñas bien (México, 2018), rutilante opus 2 de la potosina en Barcelona formada de 36 años Alejandra Márquez Abella (documental Mal de tierra 11; ficción Semana Santa 15), con guión suyo y de Mónika Revilla basado en personajes de las crónicas de Guadalupe Loaeza, la treintona socialité de novela rosa Sofía (Ilse Salas suprasensitiva contra todo) escoge con señorial buen gusto el vestidazo que lucirá glamourosa en su ultradiscriminadora fiesta de cumpleaños al lado de las maledicientes amigas arpías Alejandra (Cassandra Ciangherotti) e Inés (Johanna Murillo) y Cristina (Jimena Guerra) que lidera en el exclusivo club de tenis, mira con indulgencia interesada a su próspero marido empresario buenoparanada Fernando (Flavio Medina patilludo) que le ha obsequiado un Gran Marquis color champán, se desentiende desde temprano de sus tres lindos hijitos ladillosos gracias a la numerosa servidumbre, rechaza y humilla por placer a la nueva arribista Ana Paula (Paulina Gaitán) que buscaba su compañía y patrocinio (“No digas provechito”), y dedica todo su tiempo al chismorreo y al consumismo suntuario en plena administración de la abundancia que había prometido el régimen lopezportillista de 1982, pero la noche que el severo tío administrador Javier (Diego Jáuregui) les comunica a Sofía y a su esposo que, en vista del retiro de las inversiones estadounidenses, habrá una recesión de la economía nacional que los afectará directamente, y pese a que el Presidente pronto expropiará la banca privada y lloroso por TV declarará que va a defender al peso “como perro”, serias anomalías se producirán en la vida inmediata de la heroína: sufrirá el rechazo de su tarjeta bancaria al adquirir carísimas cremas importadas de línea, intentará al máximo sostener las apariencias lujosas para ocultar la bancarrota familiar y su concertación de falsos créditos salvadores, padecerá la murmuración y el rechazo de sus antiguas relaciones tan vacuas como lo era ella, verá a su inútil marido estrellar el auto familiar en un desesperado arrebato alcohólico, se refugiará en la amistad inerme de una antes rechazada Ana Paula a quien compensatoriamente le robará un par de mancuernillas de oro durante una fiesta infantil de sus respectivos vástagos, irá despidiendo a sus sirvientes so pretexto de que la vieron feo a medida que le exigen pagos en efectivo más que cheques rebotados, intercambiará hirientes altisonancias con el marido que le perdonaba no haber llegado virgen a su boda (“Zorra”), insultará por teléfono a su madre radicada en San Diego (“Sacadólares”) y se irá con el superconveniente matrimonio de Ana Paula y su abominable esposo Beto Haddad (Daniel Haddad) a celebrar con una cena su nuevo cumpleaños como premio postrero a su anticomplacencia femiodiosa.
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La anticomplacencia femiodiosa realiza radicales cambios de naturaleza, consistencia, tono y sentido en su material de base, pues las viñetas agudamente surgidas de la diaria observación inmediata e hilarantemente seudocómplices o en ocasiones absurdas se han vuelto afiladas, acremente críticas, corrosivas e inclementes, como piedra angular de una vivisección sociológica del fenómeno de las Niñas Bien, privilegiada tribu urbana hoy mejor conocida como Ladys o Mirreynas, tan despectivas y banales como sus precursoras.

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La anticomplacencia femiodiosa está centrada irónica en una Sofía cualquier cosa menos sabia, criatura compleja y contradictoria si las ha creado el cine femenino nacional, representación perfecta de lo que Ortega y Gasset caracterizaba como un “alma dispersa”, por carente de “unidad interna” y “nacida de una catástrofe en el espíritu colectivo”, cero libertad, destino puro, corroída hasta la médula por exigencias insostenibles, desmembrada entre su ser decadente y las apariencias que se siente obligada a sostener como única tarea existencial, emblema de la crisis del neoliberalismo mexicano en el cambio de siglo, incólume y concentrada en trivialidades hiperconsumistas contra viento y marea, aunque se la esté llevando la trampa o deba asistir al velorio de un homólogo suicida.

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La anticomplacencia femiodiosa logra crear una extraña y sofisticada movilidad interna, en buena medida gracias a la distancia ultraestilizada que procuran la fotografía translúcida de Dariela Ludlow, la elegante dirección de arte de Claudio Ramírez Castelli y el fantasioso vestuario de Annaí Ramos, bien coreados por la sarcástica música de Tomás Barreiro que invade con retumbantes efectos percutivos el acuciante diseño sonoro de Alejandro de Icaza/Anuar Yaya, una movilidad que cercena tanto a nuestra actual comedia romántica ad nauseam como al viejo melodrama y al panfleto social, una movilidad en conflicto con el decorado meramente funcional, una movilidad que tiende al estiramiento abstracto, una movilidad que da enloquecidas vueltas envolventes sobre las amigotas para asignarle a cada quien su frágil apantalle y su fingimiento insostenible, una movilidad autosuficiente que subraya con seguridad las inseguridades de esos monstruos cotidianos, una movilidad hecha de suavidad y donosura violadas por una inesperada amargura o causticidad incurable, una movilidad al encuentro de lo extraordinario artificial, una movilidad que deshumaniza al opresivo mundo circundante de los paradójicos culpables de la opresión que serán por ella victimados, una movilidad de sujetos-objeto instalados que sólo se comunican con los demás y consigo mismos merced a una autopuesta en escena sobrecalculada, una movilidad que estalla en el montaje acelerado y bárbaramente dislocado de la crucial secuencia del festejo infantil y el acto cleptómano para robar algo más que afecto.

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Y la anticomplacencia femiodiosa culmina en un ladrido colectivo contra el presidente Jolopo en persona dentro del restaurante Champs-Elysées cual cobarde y sublime desahogo de un film-objeto deliberadamente superficial de hipnótica andadura pasmada y pasmosa.

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FOTO: Las niñas bien está basada en el libro homónimo de la escritora mexicana Guadalupe Loaeza. /Especial.

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