Paradiso en su laberinto

Abr 30 • destacamos, principales, Reflexiones • 10537 Views • No hay comentarios en Paradiso en su laberinto

POR ARTURO ARANGO

 

Paradiso, la gran novela de José Lezama Lima, ha cumplido medio siglo y nadie parece recordar el nacimiento de una de las obras más fastuosas, desbordadas, complejas, que se ha escrito en idioma español.

 

De acuerdo con el colofón de su edición príncipe, sus cuatro mil ejemplares se terminaron de imprimir el 16 de febrero de 1966, y fue publicada bajo el sello de Ediciones Unión, con diseño y cubierta de otro gran poeta y pintor cubano, nacido en Zacatecas: Fayad Jamís. A partir de ese momento, ese enorme cuerpo textual que se extendía por 617 páginas comenzó a recorrer un intrincado camino cuyos recodos se extienden hasta hoy.

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Según relata Cintio Vitier en la “Nota filológica preliminar” a la edición crítica preparada para la Colección Archivos de la UNESCO, en 1988, las más de setecientas erratas que aparecen en el libro de Unión disgustaron profundamente a Lezama. El manuscrito de Paradiso abarca varios cuadernos, que fueron mecacopiados con poco rigor para su viaje hasta la imprenta, lugar donde los linotipistas añadieron cuantiosos errores sin que corrector alguno los advirtiera. Tampoco Lezama.

 

Julio Cortázar (uno de los primeros en celebrar la novela, en el mismo año 66) y Carlos Monsiváis se encargaron de cuidar la preciosa edición de Era, aparecida en México a mediados de 1968, también de cuatro mil ejemplares. En la cubierta, una obra de René Portocarrero, gran pintor cercano al universo del grupo Orígenes, anticipaba el universo habanero que el lector encontraría en aquellas páginas que Lezama celebró, en carta a Monsiváis, por su “impecable edición”. El trabajo realizado, dice el autor de Muerte de Narciso, “hace posible que se pueda leer Paradiso sin el sobresalto de las erratas, esos piojos de las palabras, como decía Flaubert”.

 

Esta edición de Era fue considerada como canónica hasta 1988. Además de reimprimirse en siete ocasiones, de ella partieron las traducciones al francés, inglés, italiano, polaco y alemán, y otras dos en español: las de Aguiar, en México, de 1975, y de Cátedra, Madrid, en 1980 (de nuevo, tomo las informaciones de la “Nota…” de Vitier). Hasta aquí todo parece ir bien, salvo por un detalle: la edición de Era contiene más erratas que la de Unión (casi novecientas), según descubrieron Vitier y su equipo cuando emprendieron el cotejo de los originales contenidos en manuscritos, los capítulos aparecidos en la revista Orígenes (seis, entre 1949 y 1955), y estas dos ediciones de 1966 y 1968.

 

Estos desaguisados no pueden comprenderse sin una aproximación, ya sea mínima, a la personalidad de Lezama. Obeso, asmático, lector insaciable desde su niñez, al parecer era menos dado al rigor editorial que a la confianza en sus amigos. En carta a Didier Coste, traductor al francés de la novela, asegura que las erratas de Era deben ser pocas, “dado el cuidado con que se hizo”. Antes, dice que la enviada a la editorial Seuil “está revisada cuidadosamente por mí”, pero luego recuerda que aconsejó se trabajara a partir de la mexicana, “aunque yo no la he leído, pues la revisión de la misma me fatigaría”. De acuerdo con el cotejo del equipo a cargo de la edición crítica de Archivos de la UNESCO, Lezama sólo corrigió, de su puño y letra, 225 erratas de la edición príncipe cubana.

 

Pero quizás esto no sea lo más importante. Lezama gozaba de un metabolismo cultural ilimitado y se sabía, por encima de todo, un fabulador (jamás un académico). Todo lo leído, lo escuchado, lo visto, se trasmutaba, se adecuaba a su prosa, de manera que toda cita, toda comilla abierta y cerrada da cuenta de frases, ideas, nombres de los que su memoria y su imaginación se habían apropiado para readecuarlas, insertarlas, hacerlas partes de ese cuerpo verbal fabuloso e inatrapable que está no sólo en Paradiso sino en toda su obra poética y ensayística.

 

De esa apropiación no se escapaban las leyes gramaticales. No conocí personalmente a José Lezama Lima, pero he contado con decenas de amigos que conversaron con él, o conversaron con quienes conversaron con él, y se empeñan en imitar, con menor o mayor fortuna pero siempre con las mismas pausas, su hablar sincopado por la falta de aire: síncopas que en su prosa toman la forma de comas. Parte del trabajo realizado por Cortázar y Monsiváis, al cuidar la edición de Era, fue normalizar la prosa, limar esos desajustes entre la mecánica gramatical y las piezas del lenguaje que Lezama hacía encajar a su antojo, guiado por leyes absolutamente personales que, de ninguna forma, eran ajenas a la cosmovisión que da coherencia a un corpus dominado por la poesía. Lo más valioso de la labor cumplida por sus amigos argentino y mexicano fue, de acuerdo con Vitier, la corrección de los nombres propios citados por Lezama.

 

Si la vida editorial de Paradiso fue luminosa, y las erratas no impidieron que fuera reconocida como una obra cumbre, el destino de su autor en Cuba no corrió igual suerte. Católico en un país cuyo gobierno se proclamaba ateo, homosexual en un contexto de profunda, raigal homofobia, los ataques de que venía siendo objeto desde inicios de los 60 (los primeros, salidos del suplemento Lunes de Revolución) se hicieron más radicales luego de la aparición de esta novela, sobre todo por el celebérrimo capítulo VIII, en el que Farraluque, personaje “con una cara tristona y ojerosa, pero con una enorme verga”, va prodigando placeres domingo tras domingo sin importar edad o sexo de quienes lo reciben.

 

Condenado a la marginación oficial en medio de los años de mayor intransigencia ideológica; protegido, en cambio, por la Casa de las Américas (de donde recibía un salario mensual como investigador), murió el 9 de agosto de 1976 sumido en el ostracismo, aunque no en el olvido.

 

Una vez aliviado en Cuba ese período de dogmatizaciones, su figura, su obra, no tardarían en recibir merecido reconocimiento y cuantiosos homenajes. Lezama fue la figura cimera de la literatura cubana en los 80.

 

La presentación del Paradiso de la Editorial Letras Cubanas, en 1991, acto al que cientos de personas, sobre todo jóvenes, acudieron a comprar ejemplares de la novela, es reveladora de varios síntomas. Ante todo, que Lezama estaba de moda. Luego, está la existencia misma de esos lectores potenciales que, al menos, conocían la importancia del libro y eran atraídos por su fama ambigua (una gran novela que en su momento fue condenada). Quedaría por conocer cuántos de ellos alcanzaron el párrafo final y comprendieron el sentido de la voz que dice a José Cemí (nuestro protagonista): “podemos empezar”. Por último, ese inusual acto multitudinario pudo marcar el comienzo del declive para el “período Lezama” en la literatura cubana.

 

A cuarenta años de su muerte, a treinta de los años en que era omnipresente y todo era atravesado por el humo de su tabaco, cabría preguntarse por qué el silencio que se extiende hoy sobre esta obra. Al conmemorarse el centenario de Lezama, en 2010, José Manuel Caballero Bonald auguraba: “El autor cubano no pertenece a otra escuela que a la que él creó y se extinguió con él, una vez cumplida su difícil y espléndida heterodoxia artística” (http://elpais.com/diario/2010/11/27/babelia/1290820362_850215.html). En el caso de Lezama, tal vez sea saludable que no cuente con descendientes literarios, al menos en lo más visible, en lo más superficial. José Soler Puig, otro gran novelista cubano cuyo centenario se está celebrando, confesaba haber copiado a mano Paradiso como entrenamiento literario. Esas huellas se pueden rastrear en la que considero la novela mayor de Soler, El pan dormido, pero digerida en una oralidad donde el habla popular cubana resplandece desde lo cotidiano. Otros que quisieron imitarlo sólo alcanzaron a gestar catálogos indigeribles de citas y metáforas. Paradiso pertenece a la estirpe de obras que hoy van a contracorriente, en un mundo donde las personas damos cada vez menos tiempo a los libros y más a las pantallas. ¿Cuántos lectores no académicos encuentran en nuestros días Terra nostra, de Carlos Fuentes, o Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos, obras magnas que se sostienen en los juegos, recreaciones e insubordinaciones del idioma? Incluso, novelas más narrativas, pero que exigen de un lector tan aplicado como activo (Rayuela, de Cortázar, Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábado, o Bomarzo, de Manuel Mujica Laínez), van quedando destinadas a estudiantes de Letras o estudiosos.

 

Al cabo del tiempo, parece más fácil citar Paradiso que leerlo: un empobrecimiento que hubiese entristecido más que las erratas al hombre de letras absoluto que fue José Lezama Lima.

 

*FOTO: “Paradiso pertenece a la estirpe de obras que hoy van a contracorriente, en un mundo donde las personas damos cada vez menos tiempo a los libros y más a las pantallas”. En la imagen, José Lezama Lima en un retrato fechado 1965/ Mariano Ferré. Cortesía: Casa de las Américas.

 

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