Trigonometría cuentística

Sep 17 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 3378 Views • No hay comentarios en Trigonometría cuentística

POR MÓNICA LAVÍN

Un escritor es una voz, porque son las palabras la prueba de que existe. Un escritor es todo oídos, porque está atento a los matices, al tono, al tipo de palabras que intercambian los personajes o con las que se refieren a lo que les pasa.

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Un escritor es una mirada, porque el mundo que registra, sus detalles, su textura, su luz y opacidad entran en su experiencia sin que siquiera se lo proponga.

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Pero también, como un futbolista puede ser “el del esférico”, el escritor es el de la pluma, o la pluma a secas. La pluma que materializa lo que la pone en marcha: los oídos, la mirada y la voz. Todos ellos dialogando con la sabiduría que el escritor extrae del pozo de su experiencia, sin que se lo proponga tampoco, porque al escribir hace preguntas y aventura respuestas.

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La pluma de Ana García Bergua triangula mirada, oídos y voz para tejer un universo por el que siempre es sorprenderte asomarse. A los mundos breves que Ana García Bergua construye como si fuera un “quítame estas pulgas” uno empieza por asomarse y cae de bruces acompañando a los personajes, instalado entre sus almohadas, frente al refrigerador, en la antesala del médico, en la azotea de un edifico, dentro de un coche, a media sala, sobre la mesa, o en la caja del mago que hace desaparecer. La tormenta hindú y otras historias, 22 cuentos reunidos en una apetecible edición a cargo de Textofilia, atizan mi asombro y mi devoción por la escritura de Ana García Bergua. La descubrí sin conocerla en los cuentos de El imaginador, hace ya varios años. Me deleité con las escaleras que describía, con las casas narvartianas de sus cuentos, con la literalidad de algunas metáforas, con un mundo cotidiano pero insólito. Porque eso es lo que la autora consigue con el triángulo equilátero de sus habilidades: colocarnos en los mundos que nos rodean, los que están en las calles que recorremos, a la salida del metro Eugenia, en el café La Habana, en un estacionamiento de la UNAM, en la alberca de un deportivo, en la cena de un festejo, en un consultorio médico para mostrarnos la cualidad perturbadora de los viejos, o la tercera edad, o mejor como ella lo hace, poniendo nombre y apellido: Esperancita, Serafín, Ada, Don Fulvio, Ícaro Patiño, odontólogo con nombre de insecto o el doctor Ambrosio Bañuelos, que al protagonista le parece nombre de confitería; o el doctor Blanco que dice la verdad y el doctor Rojo que la oculta.

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¿Por qué Ana García Bergua se ha fijado en la condición de esa edad que ya nos va perteneciendo? Tal vez porque son los antihéroes de la vida, los sin glamour. El cuento (ya lo mostraba Chejov o Carver en sus “Tres rosas amarillas” cuando hace del mozo que lleva las flores el personaje central a quien se encomienda avisar de la muerte de Chejov) se ocupa de los que no tienen el reflector. El cuento, me consta después de disfrutar La tormenta hindú y otros cuentos, devuelve dignidad a la falta de memoria, a la torpeza, al exceso de responsabilidad y a la travesura, al fracaso, a la soledad y a la cercanía de la muerte. Y al cuento, Ana García Bergua lo adereza con la gracia, que la distingue, y que capotea con la malicia y la ternura.

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Cada uno de los cuentos de este nuevo libro me deja gratamente sorprendida, no porque sea el final sorpresa lo que se proponga la autora, sino porque el cuento acaba en el lugar preciso para que esa incisión de la narrativa breve, se quede como tajada, sin que tengamos que asistir con la señora Ramírez, como lo hace el personaje del cuento que cierra el libro “Me dijeron que viniera con usted” para la limpia que nos llevará a la trajinera cual Caronte a cruzar al otro lado. Como los animales que salen de la herida y el agua que el protagonista ha escuchado correr, la lectura es sin duda una herida, un tajo por el que entran y salen los caprichos del autor, las imaginerías que construyen situaciones y emociones. La herida revivifica y en el caso de La tormenta hindú el agua que corre es esa envidiable capacidad de la autora para construir tantos mundos distintos entre sí y parecidos a la vez.

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El cuento con el que abre el libro de inmediato coloca en el absurdo y la complicidad: el hombre que no sabe en que festejo está ni quien es quién y se atreve a decirle mamacita a la señora pechugona que tiene enfrente que no sabe es un familiar. Con ese descarte, el tono ha sido puesto sobre la mesa. Al seguir leyendo, nos punzará la extrañeza de esa mujer que cree que escaparse de casa ha sido un sueño, nos agobiará el encuentro de un periodista de éxito con un viejo conocido de juventud en la cantina. El uno lee el otro a cabalidad, el otro en cambio ha tenido una vida de desventura que le suelta a mansalva y confunde al periodista que cree que necesita dinero. Pero la desventura y las historias ajenas se volverán manantial de la escritura del periodista, sin que la línea entre una vida y la otra se pueda distinguir. “El abrazo del oso”, como se titula este cuento, parece dialogar con aquel de Joyce en Dublineses donde dos amigos con destinos muy distintos se encuentran en un pub y el uno queda deslumbrado por la suerte del otro, sólo que allí el desventurado es el que quisiera tener la vida del exitoso, y Ana, sin concesiones, hace de la desventura el banquete más sabroso. Nos encantará el chofer joven, que tiene que hacer su examen de admisión en la universidad, pero Esperancita se tarda mucho y encima se muere en el coche… al menos eso parece. Lo postergado, la cita a la que no se puede llegar, la transgresión sutil pero brutal ocurre en varios de los cuentos de este libro: el hermanito que obedece al hermano mayor que lo mete por la ventana para espiar la vida de aquel vecino, o Ortega, el acordeonista, que se va a ver con Orquídea, un viejo amor, pero no dejan de pedir complacencias en esa fiesta interminable… O Ada que se atreve a abrir la correspondencia del vecino del que se ha prendado, se solaza con su aspecto, con el olor que deja cuando pasa; saca a pasear al perrito con tal de encontrarlo, pero cuando el vecino por fin pregunta el nombre ella dice Ada, y el otro hace mimos al perro a quien llama Ada, y ella ya no lo puede desmentir. Tan gracioso como triste, este cuento de antología, al que sumo, sin la menor duda el que da título al libro. Un título que, admitámoslo, no sabemos de qué va, pero que sintetiza el espíritu del libro. En “La tormenta hindú”, esta pareja de padres mayores a la que los hijos quieren proteger y recalcar su fragilidad, su posición de descastados, nos enseñará que el sexo no tiene edad, ni lugar, y es un arma de sobrevivencia. Pero los solos también tienen forma de salvarse, como las antesalas de los consultorios, que Ana García Bergua convierte en paraísos que Aconcio Santos descubre en una cita de dentista a la que acude y prolonga con innumerables achaques para sentirse rodeado y acompañado.

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La literatura no vende como la autoayuda, pero sin duda lo es. Leer adereza el espíritu, halaga la inteligencia, acompaña las emociones. Es herramienta para sobrevivir y en el caso de La tormenta hindú, se pueden anotar ideas, por si uno gana la lotería, se enamora del vecino, de una vez ir haciendo la lista de consultorios con antesalas más atractivas y más enjundia de revistas, los parques para refocilarse, las mentiras que deben decir los doctores, etc.

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Ana sabe aderezar el triángulo equilátero de su escritura con esos detalles de atmósfera subrayables: unas uñas “verde lonchería”, las revistas que aparecen en los consultorios: Curiosidades, Médico al día, Problemas gástricos comunes, Estampas del mundo, los sillones que se hunden de vejez, el cuadro del arlequín. O con las expresiones de los personajes que nos los ponen tan cerquita, pero sobre todo con la naturalidad de una prosa, cuidada que rezuma sangre y vida, (al contrario de lo que ha ocurrido a uno de los personajes que de tanto acicalarla la ha secado) precisa, paladeable, que se acomoda en la almohada para advertirnos que la vida de todos los días es el más fiel revelador de nuestros miedos y sueños. Son necesarios la mirada, el oído y la voz de Ana García Bergua, los beneficios de su pluma, para la antesala de la vida.

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FOTO: La tormenta hindú y otras historias, Ana García Bergua, México, Textofilia Ediciones-Conaculta, 2015 /  Especial

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