Viaje recurrente

May 24 • destacamos, Ficciones, principales • 2641 Views • No hay comentarios en Viaje recurrente

 

ROBERTO GONZÁLEZ

 

Antes de avanzar, Germán alcanzó a matar con su franela carmín la mosca que se había parado sobre el parabrisas. Una pequeña mancha de sangre, cerca de la bandera que apuntaba hacia el interior con la palabra “Libre”, fue lo único que quedó del animal cuyo zumbido lo había estado molestando durante los minutos en los que, debido a la intensa lluvia, las ventanas del destartalado vocho verde estuvieron selladas. El tráfico era lento sobre el Viaducto y más aún sobre los carriles laterales, donde se podía ver a otros taxis avanzar con las intermitentes encendidas, en busca de un posible pasaje.

 

Poco después de haber cruzado Añil, pudo abrir las ventanas, pero el resultado no fue del todo satisfactorio: los vidrios seguían empañados; durante las pausas del tránsito vehicular Germán tuvo que recurrir todavía al trapo para limpiarlos. Había estado tan ocupado en aquella tarea y en divisar los “flashes” rojos que aparecían frente a él, que olvidó por completo al inquilino dentro del auto, hasta que éste le dijo: “Ha sido un año lluvioso, ¿verdad?”.

 

Germán se sobresaltó al escuchar al hombre que había permanecido callado durante el trayecto. El chofer, sin que buscara al pasajero a través del retrovisor, asintió con la cabeza. No solía conversar con los usuarios —a menos que se tratara de alguna mujer cautivadora— y tampoco lo hubiese hecho con el hombre que transportaba ahora; sin embargo, se vio en la necesidad de destrabar las palabras:

 

—Disculpe, señor, pero creo que no me ha dicho a dónde quiere que lo lleve o si me lo dijo, estaba muy distraído, porque, la verdad, no lo recuerdo —expuso Germán un poco apenado.

 

—Caray, yo tampoco me acuerdo si se lo dije. Creo que ya somos dos despistados.

 

Ambos soltaron unas ligeras risas que enseguida se desvanecieron en la atmósfera seca del automóvil.

 

—Pues voy rumbo a Chalco —repuso el hombre que portaba boina y gabardina oscura. La escasa luz apenas hacía visibles sus facciones a través del alargado y convexo espejo.

 

—Híjole, señor, le quedo mal; yo no llego hasta allá —dijo Germán.

 

—¿Ah, no? ¿Dónde se queda?

 

—Lo más que llego es a Los Reyes.

 

—Bueno, pues me bajo ahí, o tal vez antes, dependiendo cómo siga el tráfico.

 

Mientras los individuos se mudaban nuevamente al silencio, la señal del Fonógrafo, sucia por la interferencia, transmitía una canción de Leo Dan. El avance se volvió cada vez más fluido. Figuras fragmentadas en diminutos cristales de agua eran los únicos rastros de esa realidad.

 

—Hace rato me daba la impresión de que estaba buscando pasaje, señor. ¿No cree que sería más conveniente para los que requieran de su servicio si voltea la “bandera” y la muestra a las personas? —sugirió el pasajero.

 

—Eso no sirve de nada, ya nadie se fija en el letrero —contestó el obcecado Germán con aspavientos que inyectaban movilidad a su enorme brazo lampiño. —Es más fácil ver desde lejos las cabezas de los que viajan en el carro y saber que está ocupado, que con la dichosa “bandera”.

 

—Ya veo —dijo el hombre con ingenuidad, y luego preguntó: —Oiga, ¿qué dice esa playera que cuelga de su espejo?

 

—Aguinaga —respondió Germán.

 

—No, del otro lado.

 

—Necaxa.

 

—¿No me diga que no conoce al jugador y al equipo?

 

—La verdad, no, pero hace poco me encontré con alguien que traía esa misma playera. Supe después que era un tal Alberto García Aspe y que acababa de regresar del mundial.

 

—¿En serio vio a García Aspe? —preguntó emocionado Germán.

 

—Sí, me lo encontré en el aeropuerto —alcanzó a decir el usuario antes de que un ruidoso camión se emparejara al taxi en la incorporación a Zaragoza.

 

Pese a no encontrar mucha verosimilitud en las palabras del pasajero, hacía mucho tiempo que el chofer no se sentía tan cómodo con alguien, como si se tratase de un viejo conocido. La niebla se extendía por la avenida más ancha de la ciudad, entristecida por el alumbrado amarillento de sus enormes luminarias. Los fulgores penetraban el carro y por primera vez Germán pudo ver a detalle el rostro del pasajero. Bigote delgado, nariz fina y una mirada tierna eran los rasgos sobresalientes del sujeto, suficientes para perturbar la memoria del conductor. Mantuvieron la conversación, y en ese lapso, Germán, cada vez más afligido por la incógnita de sus recuerdos, recurría al retrovisor. Cuando ya no pudo más, preguntó:

 

—¿Lo conozco?

 

—No lo creo —respondió el usuario llevando sus pupilas casi hasta sus cejas, como si ese movimiento le permitiera indagar en los resquicios de su mente.

 

—Es que me parece que lo he visto en alguna parte —insistió Germán.

 

—Pues ya ve que dicen que el mundo es muy pequeño —atinó a decir el hombre, con la mirada perdida en el escenario vaporoso que se dibujaba en las ventanas. —Tal vez en alguna parte nos hemos visto, sin darnos cuenta. Tal vez, hasta me haya subido antes a su taxi. ¡Ah, váyase por acá! —dijo alarmado el pasajero.

 

Al escuchar la indicación, sin pensarlo, Germán hizo un viraje brusco para tomar los carriles laterales. No sólo estuvo a punto de subirse al camellón: por poco ocasionaba un accidente con los vehículos que iban detrás de él. Los reclamos por medio de los cláxons se escucharon intensamente.

 

—¿Y ora qué? ¿A dónde vamos? —inquirió Germán, con la adrenalina en el ápice.

 

—Pues a donde le pedí que me llevara —respondió el hombre de gabardina.

 

—Pero todavía falta para la salida a Los Reyes.

 

—¿Los Reyes? —preguntó el pasajero con extrañeza.

 

—Me dijo que lo dejara hasta allá —le imputó Germán, no sólo con desconcierto sino además exaltado.

 

—También le dije que me podía bajar antes.

 

El chofer le dio la razón al sujeto y se tranquilizó. Siguió avanzando detrás de las maltrechas combis y los camiones guajoloteros que llevan siempre hacia el Oriente de la ciudad. Trató de ampararse en el silencio, pero poco antes de cruzar Guelatao, el hombre que llevaba atrás volvió a provocarle un exabrupto:

 

—Dese la vuelta aquí a la derecha.

 

—¿Y aquí para qué? —espetó Germán.

 

—Usted sabe para qué —respondió con insolencia el pasajero.

 

—¡No, no sé para qué! Mejor váyase dejando de chingaderas y dígame para dónde va.

 

—Ya le dije, dé la vuelta —insistió el individuo.

 

La desconfianza se apoderó de Germán. Entonces comenzó a descargar sobre el desconocido una retahíla de improperios que ni siquiera recordaba conocer. Le pidió al hombre que se bajara del auto, pero el sujeto, despreocupado, sacó un cigarro y lo encendió. Acomodó la carpeta de papeles que llevaba en la mano y permaneció un momento contemplando al chofer: ríos de sudor se abrían paso entre las arrugas de su grueso y aplastado cuello. Luego, cuando Germán ya no tuvo más palabras que expresar, el pasajero dijo:

 

—Sólo avance un poco más.

 

—¡Ya le dije que no me voy a mover de aquí!

 

—¿A qué le teme?

 

Germán se quedó trémulo. Luego, sin saber por qué lo hacía, avanzó nuevamente, parecía que el auto se volvía el conductor de su vida. Estaba desprotegido; sentía que las finas gotas que todavía caían sobre la calle de las luces macilentas acariciaban su piel. Cuando la lluvia se disipó por completo, pudo ver más claramente la secuencia de instantes en que los objetos detrás del parabrisas se precipitaban hacia él y luego se perdían en el abismo de la noche, lugar al que ya no podía acceder a través de ninguno de los retrovisores. Un mareo sobrevino mientras rodeaba la Cabeza de Juárez. No supo si dieron varias vueltas al abigarrado monumento o si sólo fue una, perpetua.

 

De pronto el auto se detuvo en una de las tantas calles que confluyen en la glorieta. Ahí, unas luces mucho más claras apuntaban hacia el descampado asfalto. A lo lejos, se veían los faros de un automóvil. En ese momento, el pasajero se aprestó a bajar del auto.

 

—Eres la muerte —alcanzó a balbucear Germán, inmóvil en su asiento.

 

—Dicen que soy algo mucho peor —repuso el hombre antes de cerrar la puerta del copiloto. Para entonces, su rostro ya no existía, era sólo una sombra que se extinguía en la noche conforme avanzaba.

 

El auto que venía a toda velocidad se acercaba y en el otro extremo del parabrisas se podía observar a una persona cruzando la calle. El impacto fue inevitable, tal como los flagelos del pensamiento. Decenas de papeles volaron y en su caída tapizaban de blanco el cuerpo tendido sobre el suelo. Lo último que vio Germán fue a un hombre robusto con una franela roja enrollada en la mano, quien bajó de su taxi a ver el resultado del accidente y rápidamente regresó al volante para emprender la huída. Segundos después, Germán volteó la “bandera” de su vehículo, ahora con el letrero de “Ocupado” hacia el interior, y siguió su camino.

 

*Ilustración: Ismael Ángeles

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