Luis Estrada y la migraña guiñolesca

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¡Que viva México! recae en formas archiconocidas, como la proliferación de criaturas estereotipadas, y una necesidad voraz por provocar una risa facilona y retropopulachera

 

POR JORGE AYALA BLANCO
En ¡Que viva México! (EU-México para Netflix, 2022), coruscante megalometraje 8 del excuequero sexagenario Luis Estrada (tetralogía sexenal: La ley de Herodes/Un mundo maravilloso/El infierno/La dictadura perfecta 98-14), con guion suyo y de su habitual colaborador Jaime Sampietro, el ingeniero arribista bajo presión patronal Pancho Reyes (Alfonso Herrera) no retrocede ante la ejecución al micrófono de un despido selectivo de obreros, pero debe ceder ante el acosador chantaje sentimental que ejerce sobre él su patriarcal padre barbón canoso (Damián Alcázar) para que, tras varios lustros de ausencia, retorne a su polvoso pueblo natal duranguense La Prosperidad, con su dilapidadora esposa (Ana de la Reguera), dos hijitos y hasta la sirvienta entrometida Lupita (Sonia Couoh), a raíz de la muerte del abuelo minero socarrón y vengativamente millonario Francisco (Joaquín Cosío) que le ha dejado en herencia todas sus propiedades, una antigua mina dizque agotada e incluso una caja fuerte llena de lingotes de oro, para frustración de la infame turba pueblerina voraz que compone su parentela abusiva innata, y para prevención de la esposa Malena que lo orilla a enterrar el tesoro en un sitio cuya ubicación exacta ambos olvidarán cuando el infortunado Pancho caiga en prisión por un homicidio involuntario y deba firmar la cesión de sus ricas posesiones al tío chapulín político, muy bien colocado en la 4T sin dejar de ser un demagogo corrupto y extorsionador, pero que, al ser por fin desenterrado el tesoro y se descubra una nueva veta vigente en la mina de oro familiar, ve irse todos sus bienes al poder de una compañía yanqui-canadiense con la que se había comprometido creyendo poder estafarla, mientras el infeliz Pancho, expulsado de su empleo, ha terminado aceptando por caridad un puesto de intendente en la misma fábrica que antes dirigía, debiendo además cohabitar con la numerosa familia Reyes que se ha refugiado en su domicilio capitalino para sobrevivir parasitariamente, al término tragicómico de su peor migraña guiñolesca.

 

La migraña guiñolesca se siente vieja y caduca, sin duda por su insistente deseo de provocar una risa actual muy desactualizada, facilona, retropopulachera, rutinaria, que nace muerta al querer surgir de situaciones como el despliegue esperpéntico de criaturas estereotipadas que tras su presentación en fila (la hermana beata, la abuela lépera, el hermano machín tatuado, el hermano mariachi, el hermano transexual grotesco, el cuñado dueño de burdel, el primo discapacitado, la cuñada sensualpromiscua, el sobrino policía alevoso, el tío cura acaricianiños, el tío chapulín político, la chiquillería-enjambre morboso, que suceden al excompañero atracador de caminos o así) que nunca tendrán desarrollo ulterior y debe bastar con sus presencias en tumulto y sus manías de ávidos explotadores para resultar hilarantes, aunque motivando secuencias tan gratuitas como la fornicación con la cuñadita ofrecida o la captura del tío político por su propio hijo guarura a causa de una presunta venta callejera de drogas, o bien esa cópula conyugal interruptus tan infraBuñuel como el rebote del héroe de pesadilla en pesadilla, al interior de un metraje tediosamente prolongado y reiterativo que nada justifica, salvo el regodeo narcisista-masoquista que se cree idiosincrático, la proliferación de personajes encarnados por un mismo actor (los emblemáticos trillizos rucos de Alcázar tipo Los tres huastecos, abuelo y nietos por Cosío, el notario o el cacique por Salvador Sánchez), o el afán degradatorio a la esposa por tequilera, a los niños adultos por voyeristas y a la abuela por tragona.

 

La migraña guiñolesca vuelve a esconder con su cola de fuera el vergonzante aunque implícito/explícito elogio a la corrupción latente y virulenta de todas las cintas retratosexenales de Estrada y que es la base misma de su farsa chocarrera y de sus resortes cómicos y efectos bufonescos, concentrando las baterías de ataque de su trama contra la familia, contra la codicia pueblerina, contra la Cartilla Moral y la omnipresencia de los mariachis, relegando al discurso político, reduciéndolo al mínimo, impidiéndole cualquier peso estructural o de contexto, incrustándolo apenas como una simple colección o arsenal esporádico de frases resobadas del antiamlismo (“Nos está convirtiendo en Cuba o Venezuela”), cual morcillas carperas, o cómplices guiños de ojo circunstanciales que ni siquiera alcanzan la categoría de exabruptos (Nosotros los fifís rapiñosos y Ustedes el pueblo bueno podrido), lejos de las consecuencias de la denuncia o lamentación de las consecuencias sociomorales de una política polarizadora como se pretendía, e insertando la efigie misma de AMLO como un mero contrapunto ridículo jamás sustancial (cierta alusión redentorista cristiana sacada de alguna mañanera, un inoportuno anuncio monumental caminero negador de conflictos), muy lejos de la desternillante virulencia antizedillista de La ley de Herodes o la narcoguerra calderonista de El infierno e incluso de la perversa manipulación TVpeñista de La dictadura perfecta, olvidando el consejo brechtiano: “En la regla encontrada el abuso, y no en la excepción”, dejando sin sustento a la política chapulina del acre trillizo Reyes y sus cesiones de infarto cardiaco a las mineras transnacionales saqueadoras, logrando coronar y erosionar así una panfletaria aunque apartidista película-summa nini en el sentido barthesiano (¿y la responsabilidad de las formas?) de ese término, ni suficientemente anticuatroteísta ni suficientemente procuatroteísta, sino todo lo contrario, como diría tan tarada cuan cínicamente el clásico, sin abordar nada a fondo, a lo México, México ra-ra-rá (Alatriste 75), en una relajante fenomenología del relajo.

 

Y la migraña guiñolesca remata tornando pesadilla real la última pesadilla onírica de una casa familiarmente tomada, en esta provocadorcilla pero inocua sátira fallida, porque “Tu fracaso es nuestra felicidad”.

 

FOTO: Escena de ¡Que viva México!, distribuida por Bandidos Films. Crédito de foto: AP

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