Arnaud Desplechin y el regalo identitario
POR JORGE AYALA BLANCO
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En Mis mejores días (Trois souvenirs de ma jeunesse, Francia, 2015), sensible filme 8 del hiperconsciente estilista normando de 55 años Arnaud Desplechin (El centinela 92, Reyes y reina 04, Confesiones en familia 08), el vulnerado antropólogo treintón francés vuelto diplomático afroasiático Paul Dédalus (Mathieu Amalric) pretende volar hacia su país y a su natal terruño normando Roubais, tras 8 años de ausencia, pero es detenido en la aduana e interrogado a profundidad por un comprensivo vista septuagenario (el actor resnaisiano por excelencia André Dussolier) que le descubre la existencia en Melbourne de otro personaje con sus características y su misma identidad, aquella que él mismo le había regalado en su juventud (ahora interpretado por el taciturno Quentin Dolmaire), cuando sin saberlo también renunció simbólicamente a cualquier identidad posible para el resto de sus días, sus irónicos mejores días.
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El regalo identitario ya puede narrar entonces las circunstancias psicológicas y morales en que pudo darse todo ello y sus consecuencias, empezando por la 1. Infancia, signada por el desprecio a un débil padre de bien ganado nombre bíblico Abel (Olivier Rabourdin) y el odio a una depresiva madre finalmente suicida Jeanne (Cécile García-Fogel) que exasperaron al niñito Paul (Antoine Bui) y lo sumergieron para siempre en una insuperable crisis de rechazo identitario de naturaleza religioso-relacional (“Dios, haz que no te aparezcas, que no crea en ti”), sólo hallando refugio en casa de su vieja tía armoniosamente lesbiana Rose (Françoise Lebrun); prosiguiendo con un viaje crucial por 2. Rusia, durante el cual, en la mortecina capital bielorrusa Minsk y por solidaridad con su amigo judío Marc Zylberberg (Elyot Milshtein de cabello crespo), hizo ofrenda de su pasaporte francés a un joven perseguido racial para que pudiera escapar de la carcelaria URSS y rocambolescamente fingió por autogolpiza un asalto callejero para volver a cruzar la frontera; y finalmente, culminando no menos folletinescamente con la aparición perenne de la figura de 3. Esther, una larga y sinuosa relación sentimental con la enigmática chava solitaria Esther (Lou Roy-Lecollinet de promisorios e irresistibles labios carnosamente sensuales) llena de megalómano rechazo hacia los demás y bien retribuida por ello con su misma moneda, una relación que se establece abruptamente y se extiende mordiéndose la cola desde los 16 hasta los veintantos años tanto en el cantón del Norte como en un desmadroso París universitario, una pertinaz relación plena de rupturas y numerosos amantes sucedáneos por ambas partes, una difícil relación que se prolonga gracias a cartas enardecidas y el reconocimiento de ausencias intolerables, en suma, una turbulenta relación que contempla el hundimiento de la inteligentísima Esther en la mediocridad pueblerina, sobre todo merced a su acoplamiento con el abusivo amigazo de ambos Jean-Pierre Kovalski (Pierre Andrau), y la fuga perpetua por África negra o por Tadjikistán del atribulado etnólogo en ciernes Paul, académica y cariñosamente respaldado por la superexigente aunque generosa afroprofesora buninense Dra. Benhanzin (Eva Doe-Bruce), verdadero sustituto materno cuyo deceso sumirá al héroe en una depresiva crisis tan irrecuperable como la que aquejaba a sus olvidados progenitores.
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El regalo identitario realiza el prodigio de sorpresivos cambios de ritmo y tono que se tornan constantes en el filme y son verdaderas mudanzas del relato, enriqueciendo de manera arborescente su sentido pero nunca modificándolo, destapando una verdadera Caja de Pandora formal que va a contener, entre muchas atracciones más, una fotografía en colores muy suaves de Irina Lubotchansky, una edición de Laurence Briard llena de insinuaciones puntuales a lo Raúl Ruiz, encabronados parlamentos de la incontrolable Esther abalanzándose contra la aplastante cámara en picado, el fantasma de la tía Rose platicando tranquilazamente sentada sobre su tumba (al estilo de El estudiante de Praga de Rye de 1912 o del Cementerio de esplendor de Weerasethakul de hoy), y la dureza destructora de la palabra literaria (“Sólo puedo ofrecerte mi liviandad”), enunciada por muchos narradores posunimunianos en off y en in que relativizan una historia contada con falsa base memorial por tres recuerdos vueltos corales y generacionales.
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El regalo identitario se estructura además, en torno a su conmovedor huérfano existencial, como un patchwork de ecos y resonancias cultistas, con un Dédalus protagónico que remite a los acojonantes conflictos espirituales del Retrato del artista adolescente de Joyce, un maldito machín Kovalski en homenaje subrepticio al bruto neonaturalista de Un tranvía llamado deseo (Tennessee Williams/Elia Kazan 51), la irrupción ante ti del irreconocible niño que fuiste de Papini, un desatado lied romántico de Hugo Wolf, una soprano entonando las Dos canciones sacras de Stravinsky, más profusas citas e ilustraciones de Lévi-Strauss que se equiparan con el trabajo hecho por Resnais en Mi tío de América (80) sobre el determinismo biológico de Henri Laborit.
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Y el regalo identitario ha hecho, como todas las larguísimas películas-río complejas y misteriosas del director de Mi pleito con las mujeres (Desplechin 96), el abigarrado retrato de otro infeliz incapaz de sostener ninguna relación humana equilibrada y madura, agravado todo ello por sus arrebatos de rabia retrospectiva (finalmente descargada en contra de su sorprendido examigo Kovalski ya adulto) y por la imposibilidad de reconciliación emotiva, pero ahora no a causa de motivos externos y sentimentales, sino al interior de su propia naufragada memoria sin identidad integradora, parasitada por los objetos/sujetos vivientes de su afecto, su inconsolable nostalgia tanto de los perfectos momentos de efusión romántica con la pensante Esther incallable, como de los momentos de traición amorosa por soledad, y muchas dolientes cosas más.
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FOTO: Mis mejores días se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 8 de septiembre de 2016. / Especial
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