Constitución, ciudadanía y proyecto de país

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POR JOSÉ LUIS CABALLERO OCHOA 

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Director del Departamento de Derecho de la Universidad Iberoamericana-Ciudad de México

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En febrero de 2017 conmemoramos en México el Centenario de la Constitución en un contexto que no hubiéramos querido imaginar: sin un proyecto claro de país; con una fragilidad institucional inversamente proporcional al esfuerzo con el que se generan los diseños; en una grave crisis de derechos humanos y seguridad; desigualdad con altísimos niveles de pobreza, y enormes suspicacias en relación con la eficacia de las normas. Se acompaña de un añejo escepticismo crónico con respecto a la propia Constitución el texto que resguarda nuestros derechos, sobre la utilidad de sus preceptos.

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Prácticamente no nos convence. Sigue siendo lejana, ajena, rebuscada, llena de promesas que se perciben incumplidas, lo que se corrobora en la ausencia de una cultura constitucional medianamente aceptable, pese a la promulgación de reformas que, en los últimos años, han modificado favorablemente la ecuación en las relaciones entre el Estado y las personas: la reforma en materia penal, con un enfoque mayormente garantista (2008); las relativas a derechos humanos y amparo (2011); las que adoptaron la iniciativa ciudadana para presentar leyes y la consulta popular (2012); o la del Sistema Nacional Anticorrupción, que incluye una destacada participación ciudadana en su operatividad (2015)

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¿Qué ha contribuido a este estado de cosas a partir del diseño del marco constitucional? Entre otras cuestiones, hay una ruta que vale la pena advertir, cuestionar y atender. Se trata de una pretendida solvencia desde el imaginario simbólico político del texto, vis a vis su eficacia normativa. En los siguientes párrafos, abordo brevemente la constatación de este imaginario, así como los posibles escenarios ante los que nos encontramos de cara a una nueva constitucionalidad para el Siglo XXI, como la he denominado.

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La constatación sobre el valor otorgado al símbolo político

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Es lugar común entre el gremio especializado señalar que la Constitución mexicana no pudo transitar del todo como un auténtico instrumento normativo, sino que se ha instalado en una especie de decisionismo político, un modelo tergiversado de pensamiento de corte schmitiano1. Estaríamos así ante una especie de vaciamiento del contenido acordado en el momento de la adopción constitucional sobre el aparato racional de normas, para ser sustituido y abordado por una articulación lógico formal de definiciones desde quien detenta el poder.

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En el contexto hiperpresidencialista mexicano, el fenómeno de un vaciamiento normativo de la Constitución determinó paradójicamente la funcionalidad del Estado, que no descansó en el eje constitucional/normativo, como se pretendió radicalmente en los Estados democráticos a partir de la Segunda Posguerra, sino en un eje constitucional/simbólico, a partir de acuerdos cupulares. Los ejemplos para ilustrarlo, sobran. Por increíble que parezca, la ausencia de auténticos mecanismos de defensa constitucional salvo el juicio de amparo se mantuvo hasta finales del siglo pasado, como fue el caso de las garantías a los derechos político-electorales; fueron patentes las francas contradicciones entre la norma y la realidad funcional, como lo evidenció el llamado modus vivendi entre el Estado y las iglesias, que contradijo prácticamente todos los preceptos constitucionales en la materia, entre 1940 y 1992; o bien, la manifiesta fragilidad del texto ante las políticas sexenales.

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Es cierto que ha habido una recomposición propia de los Estados constitucionales, para reforzar la dimensión normativa de la Constitución y su apropiación ciudadana. Por ejemplo, con la reforma judicial en 1994, que reposicionó a su principal garante e intérprete, el Poder Judicial de la Federación, en el tema de la agenda contemporánea de los tribunales constitucionales como auténticos mediadores del conflicto social,2 o en la defensa de los derechos humanos.3 Sin embargo, las claves epistemológicas que acompañan la aplicación de la Constitución están anquilosadas y no corresponden al sentido del cambio normativo del Estado constitucional contemporáneo (Entre otras, seguimos instalados en el valor a ultranza de la jerarquía de las fuentes del derecho, y no en el contenido normativo de esas fuentes; la relación conflictiva con los tratados internacionales lo evidencia claramente). De igual forma, la narrativa constitucional se encuentra atrapada en la sospecha, la falta de equilibrios, las inconsistencias y las abiertas contradicciones,4 lo que refuerza la idea del símbolo en sí mismo y no de la eficacia normativa.

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Del símbolo a la eficacia normativa

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El reto tremendo que representa la efeméride del Centenario transita por un par de alternativas: mantener el modelo simbólico-político sin cambiar el fondo de los paradigmas constitucionales y nuestra aproximación normativa y cultural hacia la Constitución. O bien, mover los ejes que la articulan y pensar en un modelo de constitucionalismo más eficaz y democrático.

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El primer escenario asociado al modelo simbólico-político se relaciona con continuar el camino ya conocido de una pretendida actualización de la Constitución a través de más reformas, en donde los enunciados se tornan una fórmula que ostenta una capacidad transformadora de la realidad por el solo hecho de incorporarlos. Se trata de una especie de Constitución fetiche que provoca en automático el cambio de realidad, al “elevar” (así, empleando ese verbo) a ese rango diversos contenidos que generan un círculo absolutamente aséptico en torno al contenido normativo; lo que implica perpetuar el modelo que hemos implementado hasta el día de hoy y que no garantiza la eficacia de la Constitución, sino únicamente su expresión en términos formales. Además de continuar una expansión inusitada, desordenada, descuidada, como han señalado diversos especialistas,5 lo que además parece producir únicamente efectos paliativos, sin hacer eco en serio de las demandas de transformación social.

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Así las cosas, me parece que la alternativa plausible cruza por transformar transversalmente los ejes en que está montado el proyecto constitucional mexicano. Ejes epistemológicos y narrativos, como he señalado, pero también los ejes de las relaciones y de la distribución política del poder para generar sólidos acuerdos normativos y una nueva constitucionalidad.

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a) Eje de las sedes de ejercicio del poder público.

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Se trata de propiciar la funcionalidad y el control de las sedes de ejercicio del poder político, así como de una verdadera interacción normativa entre el ámbito nacional, federal y estatal. El reto es si podemos dirigirnos a un auténtico pluralismo constitucional, que incluya también el fortalecimiento de las entidades federativas.

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b) Eje de la estructura de los ámbitos de poder público.

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De alguna suerte, nos hemos dedicado en los últimos años a favorecer el pluralismo en el Legislativo y a acotar el presidencialismo hegemónico, pero falta un planteamiento de fondo sobre la pertinencia de continuar con esa forma de gobierno. La apuesta de renovación estructural pasa, al menos, por incorporar elementos del sistema parlamentario.

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 c) Incidencia ciudadana en el ejercicio del poder público.

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No se trata sólo de favorecer un modelo de Estado constitucional que promueva, respete, proteja y garantice todos los derechos humanos, como se ha buscado mayormente desde 2011, sino de obtener una intervención ciudadana cada vez más contundente en la administración del poder, y subvertir en serio las condiciones de desigualdad y marginación.

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A partir de estos acuerdos, de la hondura de una reflexión en serio sobre estos ejes, me parece, podríamos advertir una promesa de verdadero Estado constitucional para México en el Siglo XXI.

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 * Una versión ampliada de este texto se publicará en la Revista Ibero, número 48, febrero – marzo de 2017.

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1 El jurista alemán Carl Schmitt (1888 – 1985) es bien conocido por esta posición sobre el Constituyente, la Constitución, el devenir de lo constitucional. Véase, en español, y de reciente reimpresión: Teoría de la Constitución, Madrid, Alianza Editorial, 2011; El concepto de lo político, Madrid, Alianza Editorial, 2011.

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2 Cfr. Julio Ríos – Figueroa, Constitutional Courts as mediators. Armed conflict, civil – military relations, and the rule of law in Latin America, New York, Cambridge University Press, 2016. Centro de Estudios Legales y Sociales, La lucha por el derecho. Litigio estratégico y derechos humanos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008.

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3 Cfr. Daniel Bonilla (Ed), Constitutionalism of the Global South. The activist tribunals of India, South Africa and Colombia, New York, Cambridge University Press, 2013.César Rodrñiguez Garavito y Diana Rodríguez Franco, Cortes y cambio social. Cómo la Corte Constitucional transformó el desplazamiento forzado en Colombia, Bogotá, DeJusticia, 2010.

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4 El caso del arraigo, quizás sea el ejemplo más claro entre la previsión de una institución fuera de la lógica de los derechos humanos, patentemente contradictoria con el mismo marco constitucional y de los tratados internacionales, que nos rige actualmente.

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5 Héctor Fix – Fierro y Diego Valadés, (Coords.), Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Texto reordenado y consolidado. Anteproyecto, IIJ-UNAM, México, 2016, p. 1.

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FOTO: A lo largo de su historia México ha tenido seis constituciones. La primera fue promulgada por José María Morelos en 1814, en Apatzingán./Archivo EL UNIVERSAL

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