¿Cuán adecuadas son las tragedias de Shakespeare para la representación escénica?

Abr 16 • destacamos, principales, Reflexiones • 3621 Views • No hay comentarios en ¿Cuán adecuadas son las tragedias de Shakespeare para la representación escénica?

Indignado por el luto que siguió a la muerte del actor Richard Burbage, Charles Lamb señaló el olvido en que murió el dramaturgo inglés.
A continuación, publicamos un fragmento de este ensayo que pertenece al libro Las tragedias de Shakespeare.

POR CHARLES LAMB 

Traducción de Rafael Vargas (Fragmento)

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El otro día, al pasear por la Abadía de Westminster, me llamó la atención la rebuscada pose de una escultura que no recordaba haber visto y que al examinar de cerca resultó ser una estatua de cuerpo entero del célebre Garrick. Si bien yo no sería tan radical como algunos buenos católicos de otras partes que niegan por completo a los actores el ser inhumados en tierra consagrada, debo reconocer que no dejó de escandalizarme el despliegue de gestos y aires teatrales en un lugar destinado a recordarnos nuestras realidades más tristes. Al acercarme a la arlequinesca figura encontré escritos a sus pies los siguientes versos:

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Para retratar la hermosura de Naturaleza,

con mágica pluma en su lúcida mano

surgió Shakespeare por divino mandato.

Luego, para ampliar la fama del vate

por todo el ancho mundo, llegó Garrick.

Hundidas en la muerte yacían las formas

trazadas por el poeta; el genio del actor

logró insuflarles aliento de nuevo,

y aunque, como el propio bardo, dormían,

el inmortal Garrick las devolvió a la luz.

Y hasta que la Eternidad con poder sublime

dicte la hora final del encanecido tiempo,

Shakespeare y Garrick brillarán, astros gemelos,

y la tierra irradiará con un fulgor divino.

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Insultaría la inteligencia de mis lectores si intentara siquiera desmontar este fárrago de falsedades y sinsentidos. Pero la reflexión a la que me condujo me hizo preguntarme cómo, desde los días del autor al que aquí celebramos hasta los nuestros, lo usual debe haber sido elogiar a cada uno de los actores que han tenido la buena suerte de agradar a los espectadores de la ciudad encarnando a cualquiera de los grandes personajes de Shakespeare, sobre la base de que su inteligencia es semejante a la del poeta. Es inexplicable que la gente confunda el poder de crear ideas e imágenes poéticas con la capacidad de leerlas o de recitarlas una vez que han sido escritas;1 ¿o qué relación podría haber entre el absoluto dominio sobre el corazón y el alma de los hombres, propio de un gran poeta dramático, y los trucos baratos de los que un actor más o menos atento puede valerse una vez que aprende a observar los efectos que pasiones como la ira y el dolor tienen en nuestros gestos y en nuestro semblante?

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Conocer el funcionamiento interno y los movimientos de una gran inteligencia, de un Otelo o de un Hamlet, por ejemplo; el cuándo y el por qué y el hasta dónde deben llegar; qué grado puede alcanzar una pasión; soltar las riendas pero detenerse justo en el momento en que el acercamiento o la distensión es más gracioso, parece requerir de un grado de inteligencia de una medida muy distinta de aquel que se emplea para la mera imitación de los signos de esas pasiones mediante una mueca o un ademán, o para decidir qué signos suelen parecer más vívidos y enfáticos a los ojos de mentes más débiles, y qué signos indican generalmente, como dije antes, ira o dolor. Pero en lo que toca a los motivos o a las razones de la pasión, a aquello que la hace diferente de la misma pasión en naturalezas burdas y vulgares, el actor no puede brindar siquiera un atisbo a través de su rostro o de su gesto, así como el ojo (dicho sea sin metáfora) no puede hablar, ni los músculos emitir sonidos inteligibles. Pero la naturaleza de las impresiones que el ojo y el oído reciben en un teatro es tan inmediata, en comparación con la lentitud con que se suele comprender cuando se lee, que con frecuencia no sólo somos capaces de soslayar al dramaturgo en favor del actor, sino que incluso llegamos a identificar deliberadamente al actor con el personaje al que representa.

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Para quien asiste al teatro con frecuencia es difícil separar la imagen de Hamlet de la persona y de la voz del señor K. Hablamos de Lady Macbeth, cuando en realidad pensamos en la señora S. Pero esta confusión no le acontece sólo a personas iletradas que, al carecer de la ventaja de la lectura, necesariamente dependen del actor en el escenario para obtener todo el placer que la obra puede brindarles y para quienes la idea misma de autor no puede resultar comprensible sin cierta dosis de esfuerzo y perplejidad; se trata de un error que aun a personas que son más o menos letradas les resulta difícil extirpar.

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¡Que nunca sea yo tan ingrato como para olvidar la inmensa satisfacción que sentí hace unos años al ver por primera vez la escenificación de una obra de Shakespeare! Dos grandes actores se encargaban de los papeles principales. Parecían dar forma y cuerpo a ideas que hasta entonces no habían cobrado una fisonomía particular. Pero caro pagamos por el resto de nuestra vida tal placer juvenil, tal sentimiento de singularidad. Una vez que la novedad ha pasado, nos damos cuenta de lo que nos cuesta: en vez de realizar una idea, tan sólo hemos materializado y reducido una hermosa visión a carne y hueso. Hemos dejado escapar un sueño en pos de una sustancia inalcanzable.

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Qué tan cruel resulta que la libertad de nuestra imaginación se vea coartada y reducida a la medida de una realidad conservadora, es algo que podemos inferir a partir de esa deliciosa sensación de frescura con la que buscamos las obras de Shakespeare que se han librado de ser representadas y esos pasajes en las obras escenificadas del mismo escritor que felizmente han sido excluidos.

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Es posible apreciar hasta qué punto languidece la costumbre misma de escuchar la declamación de un bello pasaje cada vez que oímos esos discursos de Enrique V, tan frecuentes en boca de estudiantes desde que los descubren en Oradores, de Enfield, y ese tipo de libros.

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Yo confieso mi absoluta incapacidad de apreciar el célebre soliloquio de Hamlet que comienza “Ser o no ser”, o de decidir si es bueno, malo o me resulta indiferente. Ha sido tan manoseado y maltratado por declamadores juveniles y adultos, y tan inhumanamente arrancado de su sitio y del principio de continuidad que tiene en la obra que para mí se ha convertido en una suerte de miembro perfectamente muerto.

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Parecerá paradójico, pero no puedo dejar de opinar que las obras de Shakespeare fueron menos calculadas para representarse en un escenario que las de cualquier otro dramaturgo. Su singular excelencia es la razón de que así lo crea. Hay tanto en ellas que nada tiene que ver con el campo de la actuación ni guarda relación alguna con la mirada o el tono o el gesto.

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La gloria del arte escénico es la encarnación de la pasión, y de las transformaciones de la pasión; y mientras más vulgar y palpable sea la pasión, obviamente será más fácil para el actor apoderarse de los ojos y los oídos de los espectadores. Por tal motivo, las escenas en que se increpa, las escenas en que dos personas hablan hasta llegar a un clímax de furia y luego, para nuestra sorpresa, siguen hablando hasta olvidar su enojo, han sido las más populares en nuestros escenarios. Y la razón es sencilla, porque en esos casos los espectadores se sienten directamente apelados, son los jueces apropiados en esa guerra de palabras, el legítimo anillo que debe formarse alrededor de tales “contendientes intelectuales”. En este caso el objeto directo de la imitación es el habla. Pero en los mejores dramas, y sobre todo en Shakespeare —cuán obvio resulta decirlo—, la forma de hablar, trátese de un diálogo o de un soliloquio, es sólo un medio, y con frecuencia un medio sumamente artificial, de permitir al lector o al espectador que conozca la estructura interna y la forma en que opera la mente de un personaje, algo a lo que de otra manera jamás habría podido llegar a no ser que tuviera un gran don intuitivo. En este caso procedemos al igual que lo hacemos con las novelas escritas en forma de un epistolario. Cuántas incorrecciones y barbaridades soportamos en Clarissa y en otros libros semejantes por amor al deleite que, a pesar de todo, nos proporciona ese género.

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Pero la práctica de la representación escénica reduce todo a una controversia de elocución. Todos los personajes, desde el escandaloso y blasfemo Bajazet hasta los más tímidos papeles femeninos, deben desempeñar el papel del orador. Los diálogos amorosos de Romeo y Julieta, esos dulces sonidos de plata producidos por las lenguas de los amantes en la noche; o la dulzura más íntima y sagrada del coloquio nupcial de un Otelo o de un Póstumo con sus respectivas esposas, todas esas delicadezas que son tan deliciosas en la lectura, como cuando leemos de los devaneos juveniles en el Paraíso de aquella

única pareja,

unida por un dichoso vínculo nupcial,

solitaria entre las bestias…

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se ven deformadas y apartadas de su naturaleza al ser expuestas ante una enorme asamblea; algo semejante ocurre cuando palabras como las de Imogen a su marido son pronunciadas de manera cansina por una actriz contratada; aunque nominalmente se dirige a quien personifica a Póstumo, de manera manifiesta se dirige a los espectadores, que han de juzgar sus palabras de cariño y sus respuestas de amor.

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El personaje de Hamlet es quizás, desde los días de Betterton, el más codiciado por una sucesión de populares actores que han querido distinguirse. La extensión de tal papel puede ser una de sus razones. Pero por lo que toca al personaje mismo, basta encontrarlo en una obra para juzgarlo adecuado para una representación dramática. La obra misma abunda en máximas y reflexiones más que cualquiera otra, y por ende la consideramos como un vehículo adecuado para transmitir instrucción moral. Sin embargo no consideramos que, entretanto, el propio Hamlet tiene que sufrir, verse arrastrado de aquí para allá como maestro de escuela pública que dicta conferencias a la multitud. Nueve partes de diez de lo que hace Hamlet son transacciones entre él mismo y su sentido moral, efusiones de sus meditaciones solitarias, que vierte retirándose a los agujeros y rincones y las partes más aisladas del Palacio; son las silenciosas meditaciones de las que está llena su pecho, reducidas a palabras para el lector, que debe mantenerse ignorante de lo que allí sucede. Esos profundos pesares, esas cavilaciones que aborrecen la luz y ruido, que la asustada lengua se atreve a proferir ante muros sordos en habitaciones desiertas, ¿cómo pueden ser representados por un actor gesticulante, que va y viene pronunciándolos ante el público, convirtiendo simultáneamente a cuatrocientas personas en sus confidentes? No digo que hacerlo sea culpa del actor; él tiene que pronunciar sus parlamentos con voz rotunda, tiene que acompañarlos con la mirada, el tono o el gesto, o fracasa. Y tiene que pensar en todo momento en su aspecto, pues sabe que mientras tanto los espectadores juzgan su apariencia. Es así como se representa al tímido, reticente y reservado Hamlet.

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Es cierto que no hay otro modo de transmitir una gran cantidad de ideas y sentimientos a una gran parte del público, que de otra manera jamás los aprendería a través de la lectura, y la adquisición intelectual así obtenida, no me cabe duda, es inestimable; pero lo que argumento no es que Hamlet no deba ser representado, sino cuánto cambia y en qué se convierte al ser representado. He oído mucho de las maravillas que Garrick hacía en tal papel; pero como nunca lo vi, tengo que albergar la duda de que la encarnación de tal personaje haya correspondido realmente al campo de su arte. Quienes me cuentan de él, hablan de su ojo, de la magia de su mirada y de su voz imponente: propiedades físicas muy deseables en un actor, y sin las cuales nunca podría transmitir el significado de nada a su público, pero ¿qué tienen que ver con Hamlet?, ¿qué tienen que ver con el intelecto? De hecho, lo que toda representación teatral busca, es atrapar el ojo del espectador en la forma y el gesto y así ganar una atención más favorable para lo que se dice: el punto no es quién es el personaje, sino qué aspecto tiene; no lo que dice, sino cómo lo dice. No veo razón alguna para creer que el efecto sería muy diferente para el público si Hamlet fuese escrita nuevamente por un escritor como Banks o Lillo, conservando la trama de la historia, pero omitiendo totalmente su poesía, los preciosos rasgos que Shakespeare le confiere, su estupenda inteligencia, y sólo tuviese cuidado de brindarnos suficientes diálogos apasionados —que ni a Banks ni a Lillo les costaría suministrar—, ni creo que el actor que tiene en su poder el representar a Shakespeare ante nosotros haría un papel muy diferente si representase a Banks o a Lillo. Hamlet seguiría siendo un joven y dotado príncipe y tendría que ser encarnado con gracia; su mente podría estar confundida, vacilaría en su conducta, parecería cruel con Ofelia, vería un fantasma, se sobresaltaría pero se dirigiría amablemente a él al descubrir que es su padre; todo esto en el lenguaje más pobre y prosaico del más servil escriba que haya consultado el paladar del público; sin que dejara de haber espacio suficiente para que un actor desplegara todo su poderío. Todas las pasiones y sus transformaciones se conservarían; pues son mucho menos difíciles de escribir o de actuar de lo que se cree; es un truco fácil de lograr, no hay más que aumentar o disminuir una nota o dos en la voz, susurrar con una significativa mirada premonitoria para anunciar su proximidad; la apariencia de una falsa emoción es tan contagiosa que, digan lo que digan las palabras, la mirada y el tono bastarán para que la actuación sea considerada como un ejemplo de profunda destreza en el manejo de las pasiones.

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Notas:

1. Cabe observar que caemos en esta confusión sólo en recitaciones dramáticas. Nunca soñamos que el señor que lee páginas de Lucrecio en público con gran aplauso es un gran poeta y filósofo; ni tampoco nos parece que Tom Davies, el librero al que recordamos por haber recitado pasajes del Paraíso perdido mejor que nadie en su día era, por ello, considerado al mismo nivel que Milton por sus amigos…

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*FOTO: El actor británico Laurence Olivier en su representación del príncipe de Dinamarca en la película Hamlet (1948)/ Especial.

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