Finnegans Wake en español

Abr 20 • destacamos, principales, Reflexiones • 8446 Views • No hay comentarios en Finnegans Wake en español

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

Finalmente aparece en español una traducción íntegra de Finnegans Wake (1939), de James Joyce, obra del argentino Marcelo Zabaloy (El cuenco de plata, Buenos Aires, 2016), aunque es noticia que en México se prepara otra. Antes de ello, el más legible de sus capítulos, “Anna Livia Plurabelle” (I, VIII), había sido traducido (la primera página) por Salvador Elizondo e integralmente por un trío encabezado por Francisco García Tortosa, quien ofrece, a su vez, en su edición de Cátedra de 1992, sus comentarios atinados y esclarecedores sobre el más imposible de los libros.

 

Antes de hablar de la traducción de Zabaloy –lo poco que pueda decirse– cabe preguntarse si Finnegans Wake puede ser “leído” aun en inglés, la lengua madre en que fue compuesta por Joyce para albergar variantes textuales que provienen, adulteradas, de otras casi cien lenguas, sin contar los casi infinitos neologismos. No, no se puede, si por lectura se entiende comprensión de texto sin auxilio filológico: Finnegans Wake sólo puede ser leído por estudiosos de Finnegans Wake. Ello no quiere decir que el lector común no pueda disfrutar del texto, e inclusive, divertirse o hasta enternecerse con él, de la misma manera en que millones de personas disfrutan de canciones en inglés sin conocer esa lengua e ignorando lo que dicen los cantantes.

 

Leí las 628 páginas de Zabaloy –exactamente las mismas páginas de la edición canónica en inglés– utilizando los ayudas que tuve a mi alcance: guías de lectura (sobre todo la primera y la más olvidada, la de Joseph Campbell y Henry Morton Robinson); las escasas notas a pie de la edición francesa (“adaptada” por Philippe Lavergne en 1982, pues la de Hervé Michel nunca la encontré) y porque juiciosamente Zabaloy no puso una sola nota al calce, remitiéndonos a la proliferante página web FWEET de Raphael Slepon; durante no pocas páginas tan sólo “mire” y recorrí de izquierda a derecha las páginas, procurando detenerme sin falta en cada palabra. Hice lo mismo, a veces, con la traducción de Gallimard y con el libro en inglés, sucumbiendo a la fantasía de “entender” más en esos tomos que en el colosal trabajo de Zabaloy (donde, contra lo que dicen los envidiosos españoles, escasean los argentinismos). También intenté, sin mayor éxito porque siempre me impedía continuar una palabra–enigma, retraducir a Zabaloy a mi español estándar, a ver qué pasaba y como nada ocurría me sumergía de nuevo en el asombrosamente cómodo mundo de lo ininteligible.

 

Fue, la mía, una experiencia apasionante, en buena medida porque, a diferencia de otros libros oscuros, uno está autorizado a no entender casi nada sin culpa de por medio. Un diccionario del Finnegans Wake – lo que Slepon está haciendo de alguna manera en la red– tardaría décadas en completarse y abundarán, como dice García Tortosa, muchas epéntesis, metátesis, aliteraciones efectistas, alternancias vocálicas y consonánticas que simplemente no significan nada porque así se le ocurrió a Joyce, divertido, como se sabe, ante la inmensa tarea legada por su magín a la posteridad.

 

Me dejé entonces llevar por la música fluvial del libro, subrayé las frases o los fragmentos que me parecían más enigmáticos, sugerentes o simplemente chistosos aunque rápidamente caí en cuenta de que no se podía hacer una “lectura poética”, donde sólo podríamos atender lo bello y lo triste o lo memorable, porque lo más asombroso es lo prosaico–narrativo (propiamente novelesco) que resultó ser Joyce: algo está pasando siempre y el lector lo sospecha, exasperado e impotente. Uno puede abrir y cerrar los Cantos, de Ezra Pound y tomar lo que le plazca. Lo mismo es imposible con Finnegans Wake.

 

Así que si Finnegans Wake no ha sido leído, ha sido excavado por un puñado de arqueólogos que nos dicen, en su mayoría, que si Ulises (1922) es un día en Dublín, el famoso Work in Progress –como se tituló durante su redacción– es una noche en esa misma ciudad y narra los sueños de un puñado de héroes tabernarios y sus mujeres, a su vez variaciones de toda la mitología universal, desde el libro tibetano de los muertos hasta todo el universo irlandés y el Corán. Inclusive, cuando se estudia la presencia del Islam en Europa se olvida que pocos libros se sirven tanto de él como Finnegans Wake. Es un sueño de los que no se recuerdan y donde son las palabras las que se sueñan así mismas, multiplicándose.

 

La primera palabra del libro –podría ejemplificarse con miles y miles por el estilo– es Riverrum (“riverrante” en la versión de Zabaloy) y alude a “río” y a “correr” (García Tortosa dixit), en inglés, en francés, en español y así hasta llegar a un montón de derivaciones. Joyce no cometió un monumental error ni perpetró una obra grotesca, como lo pensó José María Valverde, no en balde pésimo traductor de Ulises. Compuso, como si de una catedral gótica se tratara o de una sinfonía de Bruckner, una obra donde cada palabra –incluso las deliberadamente humorísticas, onomatopéyicas o desprovistas adrede de cualquier sentido– está allí y sólo allí, por el cálculo de una mente cuya locura fue su método lingüístico.

 

Resúmenes de la borrachera del héroe polisémico de Finnegans Wake y de su despertar muy crudo y alucinado, abundan, por ello terminaré este comentario dirigiéndome a la crítica. Previsiblemtente, A Skeleton Key to Finnegans Wake (1944), de Campbell y su amigo, es a veces tan incomprensible como la novela por la que nos quiere guiar. Le ocurrió al mitólogo Campbell, discípulo de James Frazer y Leo Frobenius, lo que a George Painter, en 1959, uno de los primeros biógrafos de Marcel Proust: quiso, más que dejar clara una vida o una obra, emularla. Ser Joyce, ser Proust. Se entiende: Campbell y Painter son hijos dilectos de la Edad Freudiana y a ella se atienen ante lo amado y frente a lo desconocido.

 

Entrar al Finnegans Wake es como ir a China, a la India o a México y perderse en un país donde, una vez exploradas todas las capas, sólo queda arrojarse al pozo sin fondo. Me quedaré con la tentación. Pero me causa asombro que la “nueva crítica” del siglo XX haya ignorado Finnegans Wake, dejándoselo a los viejos filólogos y no a pocos (y doctos) aficionados, como lo hicieron los críticos más conservadores, con excepciones como la de Harold Bloom (hoy tenido como tal).

 

En las bibliografías dedicadas a Joyce y a su última novela en particular, escasean los Barthes (dedicado a Balzac y a Racine), los Culler, la Kristeva, don Genette, el imponderable Derrida. Ciertamente, Guattari amó a Joyce (Félix y su siamés Deleuze podrían estar entre los personajes de Finnegans Wake), como inspiración pero en su Caosmosis (1992) poco aporta, mientras que el compositor John Cage –nobleza y humor obligan– publicó Writing Through Finnegans Wake, en 1978. Los novatores prefirieron ensañarse con los viejos clásicos y con los ancianos profesores. No importa, el ocio y el negocio de James Joyce sigue siendo para el porvenir. Mientras les dejo uno de mis subrayados de Finnegans Wake, traducido por Marcelo Zabaloy: “El mar de la murmuria le mermera al oído de la mente, roca inexplorada, alga evasiva”.

 

 

FOTO: James Joyce, autor de Finnegans Wake, retrato al óleo de Jacques-Émile Blanche, 1935. / National Portrait Gallery

 

 

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