Gianfranco Rosi y el salvamento juntacadáveres
POR JORGE AYALA BLANCO
En Fuocoammare-Fuego en el mar (Fuocoammare, Italia-Francia, 2016), sobrio opus 4 del documentalista italiano nacido en Eritrea a la vez guionista-fotógrafo-coproductor-director de sus filmes por seguir especializado en temas marginalistas shocking ya a los 52 años Gianfranco Rosi (Debajo del nivel del mar 00, que era un seguimiento de indigentes en el desierto californiano; El sicario, habitación 164 10, que contenía en exclusiva una larga entrevista con cierto narcopistolero juarense particularmente explícito; Sacro GRA 13, que ofrecía un haz de historias de conductores del periférico romano), Oso de Oro en Berlín 16 excepcionalmente concedido a una docuficción minimalista, se hace un corte transversal sociológico de los habitantes permanentes y transitorios de la diminuta isla siciliana de Lampedusa, con sólo 20 kilómetros cuadrados de superficie y apenitas poblada, contándose escasamente entre los primeros el narigudo niñito de 12 años hijo de pescadores y aficionado a las resorteras cazapájaros Samuele Puccilo, la anciana preparadora eterna de fetuccini rezando por el descanso de su marido difunto mientras escucha la radio Maria Signorello, el locutor-cantante radiofónico dándose abasto apenas para dedicar canciones (entre ellas el melancólico romance Fuocoammare que da nombre a la cinta) a los esposos que pescan en el mar abierto Giuseppe Fragapane y, de inolvidable manera eminente, el aún joven médico del pueblo Pietro Bartolo, que le prescribe al inquieto pequeño Samuele unas horribles gafas para intentar rehabilitarle un ojo perezoso y que, por más que se esfuerza, no puede acostumbrarse a que sus tareas primordiales sean atender parias deshechos y cadáveres, pues la mayoría de los habitantes transitorios del lugar son patéticos migrantes del África negra (Somalia, Chad, Nigeria, Libia, Níger, Mali y así) que arriban, o más bien los ayudan a llegar, a ese territorio-refugio en deplorable estado físico, pavorosamente deshidratados, moribundos o ya fallecidos de hambre y sed, sujetos al rescate casi heroico por parte de los endurecidos marinos bien entrenados de los barcos de guerra locales, dado que la islita en cuestión cuya geografía humana se describe, está situada a medio camino exacto entre el norte de África y el sur de Europa, razón suficiente para convertirse en el idealizado lugar estratégico al cual se dirigen, cruzando el Mediterráneo y sin importar que en menos de dos décadas hayan perecido 20 mil miserables ilegales en el intento de travesía y desembarco, numerosas endebles embarcaciones patera con varones vencidos, ovilladas mujeres, niños arrinconados por familias enteras, de a 800 o 250 pasajeros embutidos a la vez, hacinados peor que esclavos ancestrales en varios bodegones-camarote encimados, como las barcazas atroces cuyo arribo es detallado en un par de escenas-eje para el perturbador salvamento juntacadáveres.
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El salvamento juntacadáveres se finca en el examen de la en apariencia tranquila vida a fortiori involucrada de los isleños y guardacostas (“¡¿Cuál es su posición?!”), con base en largos planos autónomos muy abiertos y radiantes habitualmente fijos o morosamente móviles, de a plano por contrastante viñeta lírica y una soberana conjunción poética innombrable de ellas, entre el amplio reportaje observacional y la pequeña crónica ensimismada, entre la solidaridad distante y el franco involucramiento condolido, entre la misericordia y el estoicismo lúcido, porque lo importante es saber cómo es y era esa tranquilidad, y de ahí que en lo fundamental la cinta semeje una simple colección de estampas cotidianas en las que básicamente no pasa nada, sol, tupido bosque, arrecifes riesgosos, luz diáfana, un mar quasi religiosamente omnipresente, y aquí están como materia palpitante el niño trepándose a un frondoso olivo de cien ramas retorcidas en busca de la adecuada para construir la resortera que presumirá con sus compañeritos de escuela, las protecciones de vinilo aleteando semitransparentes sobre los rostros aterrados de los rescatados ateridos, la proverbial generosidad indistinta inmemorial de los pescadores habituados a darle la bienvenida a todo lo que les ofrece el imperio marino, los buzos-rana del insondable inframundo líquido, el sobrevuelo de zopiloteantes helicópteros paradójicamente bienhechores y ese flujo de acosados como el rayo que no cesa, todo ello estructurado como un cálido y vanguardista álbum de imágenes rutilantes a político-poemático fuego lento.
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El salvamento juntacadáveres depara sin sensacionalismo amarillista alguno varias de las imágenes más impactantes jamás logradas sobre el tema de la crisis migratoria, pues sólo reconoce cadáveres vivientes o no, cadáveres desarticulados, cadáveres esqueléticos, cadáveres moribundos, cadáveres descoyuntados, cadáveres moribundos, cadáveres para el arrastre o para tenderse en montón sobre la cubierta de una moderna lancha salvavidas, pero también un conjunto de criaturas intimidadas saliendo de la sombra bajo cubierta, una embarazada que apenas puede formular palabra, una hembra que se deja policialmente retratar con el cabello apenas descubierto bajo el velo islámico cual si estuviera peor que desnuda, o un conjunto de rescatados echándose una nocturna “cascarita” futbolera para enfrentar sus diversas procedencias nacionales para cualquier espectador indeslindables.
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Y el salvamento juntacadáveres ha tenido la delicadeza y el buen tino de otorgarle la misma importancia a los migrantes vistos a distancia con gran respeto y a entrañables isleños italianos, poniendo el acento, aún en las más penosas y dolientes circunstancias, sobre la argamasa vital que todavía late, sea en el gran acercamiento del conductor radial ante el micrófono para corear una sacarinosa balada lamentosa, o concluir contemplando los movimientos del niño haciendo ademanes de cacería imaginaria cerrando su ojillo pigro hacia los cuatro puntos cardinales nunca más etéreos.
FOTO: La Cineteca Nacional proyectará Fuocoammare: Fuego en el mar hasta el 25 de enero. ESPECIAL